El corazón del secuestrado Quini
En una España convulsa, la semana de 1981 que empezó con el 23-F terminó con la desaparición del mejor futbolista del momento, que perdonó enseguida a sus captores
La semana de 1981 que empezó con un golpe de estado el lunes 23 de febrero se cerró el domingo 1 de marzo con la desaparición del mejor futbolista español del momento. Después de marcar dos tantos en la goleada del Barça al Hércules (6-0), Quini pasó por su casa antes de ir al aeropuerto a recoger a su mujer y a sus hijos que llegaban de Asturias, pero nunca llegó a El Prat. Antes de que se subiera al coche, lo embutieron a punta de pistola en un cajón de madera de 75 centímetros por 65 y 105, donde recorrió, encogido, los 300 kilómetros de Barcelona a Zaragoza. Aunque esos detalles no se conocieron hasta semanas después.
Las primeras horas de su secuestro fueron un sainete de falsas reivindicaciones, como la del hombre que aseguraba hablar en nombre del Batallón Catalán Español y decía que “un equipo separatista no puede ganar la Liga”. Un ingrediente más de la tiritona de un país que, recién salido de la dictadura, se veía a un tris de irse al garete, y más esa semana. Con varios grupos terroristas activos, un presidente del Gobierno debilitado y sectores del ejército dispuestos a clausurar el parlamento, la inestabilidad había alcanzado también al fútbol, lo que incrementó unos grados el estado de conmoción general.
Luego resultó que el perfil de los tres secuestradores retrataba otro rasgo de la sociedad española del momento: se habían quedado en el paro y, mientras confiaban en pegar un pelotazo, se arruinaron todavía un poco más. Durante las más de tres semanas que tuvieron a Quini enterrado en una habitación de 3,5 metros de largo por 2,5 de ancho y 2,3 de alto, se fundieron 250.000 pesetas, lo que los obligó a salir de su escondrijo para intentar cobrar un rescate de 100 millones en Suiza, donde la policía capturó al primero de ellos, que condujo al agujero en Zaragoza.
Eso fue ya el 25 de marzo, el día de la primera victoria de España en Wembley (el fútbol seguía su curso), 1-2 contra Inglaterra, partido amistoso durante cuya retransmisión dio TVE la noticia de que Quini había sido liberado. Después de 24 días alimentado a base de bocadillos comprados en el bar La Mazmorra, el futbolista, ya con 31 años, apareció agotado, con los ojos vidriosos, pero solo con un kilo menos. Enseguida dijo que quería jugar el siguiente partido de Liga, contra el Real Madrid en Chamartín. Durante su cautiverio, el Barcelona, que se había colocado a dos puntos del líder tras ganar al Hércules, había perdido el paso con dos derrotas y un empate. En el juicio, el club reclamó una indemnización porque el rapto le había hecho perder la Liga. Quini no jugó contra el Madrid (otra derrota: 3-0), pero se reenganchó enseguida y terminó el curso como pichichi con 20 goles. El secuestro dejó claro el peso extraordinario del mejor goleador del momento, uno de los mejores de la historia de España, y también la bondad gigantesca con la que regaló a todo el que su cruzó con él: perdonó nada más salir a los captores y no quiso un duro suyo.
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