El incomprensible amigo merengue
Cuando eres crío y del Barça, cada chut, cada disparo va dirigido a una portería del Real Madrid
La nostalgia es un reloj tramposo pero en eso consiste parte de su encanto. Madrid-Barça. Es curioso, pienso, que recuerde más las victorias que las derrotas. Porque también me veo llorando de impotencia y rabia. Supongo que la explosión de alegría sigue siendo contagiosa mientras que la decepción o la pena van jibarizándose. Mi padre y yo sólo nos abrazábamos en los goles del Barça, ya fuera en modalidad campo o sofá. Con eso no teníamos problemas. Mi primer Madrid-Barça fue el del 0-5 pero de hecho, yo era tan pequeño que no lo debí ver pero el recuerdo me engaña y casi visualizo los goles en una tele en blanco y negro. Cuando eres crío y del Barça, cada chut, cada disparo va dirigido a una portería del Real Madrid. Es entusiasta tener un adversario tan tenaz y desesperante. Tanto que no entiendes qué se puede encontrar en ese equipo ni tan siquiera en el color blanco. Se lo preguntas a tu amigo, tu compañero merengue de la clase y nunca contesta. Él se ha preguntado lo mismo de ti y tus rayas azules y granates cientos de veces.
Ahora que el Madrid-Barça se ha expandido por todos sitios parece que los Madrid-Barça son menos de lo que eran. Todo fuera del Madrid-Barça es Madrid-Barça. La misma jugada que es penalti en el área contraria pasa por ser comedia del delantero en la tuya. Todo es no querer ver lo evidente si lo evidente no es a tu favor. Hay algo elegante y tranquilizador por civilizado en el jugador contrario que reconoce que su gol no entró o que hizo falta. Hay mucha necesidad de que alguien diga la verdad mirando a la cara. Aunque sea en un Madrid-Barça. Sería una buena manera de empezar algo sólido desde algún sitio. La primera vez que me mintieron desvergonzadamente fue cuando Joan Gaspart aseguró que Maradona no se iba del Barcelona cuando, de hecho, ya estaba cenando una Cuatro Quesos en Napolés.
El otro día comí en un restaurante de Barcelona, Can Lluís. En una de sus paredes tienen colgada una foto de Di Stéfano y Kubala vestidos de azulgrana. Ésa era una historia que me explicaba mi padre sin abrazo por medio. Ambos pudieron jugar juntos pero una supuesta duplicidad de contratos lo impidió llegándose a la solución surrealista de que Di Stéfano jugara durante cuatro temporadas con ambos clubes: una con cada uno. El Barça, muy presionado, arrugó el mohín, y renunció a esa posibilidad. Por aquí tenemos un concepto de la derrota moral muy elevado. Quizás demasiado. Deberíamos ir probando más la victoria moral. Como concepto al menos.
Hay un mundo distópico por explorar en los fichajes frustrados del Barça que acabaron en el archienemigo. Dos ejemplos escalofriantes. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el entrenador culé Terry Venables se decidió por un delantero escocés antes que por Hugo Sánchez. El segundo: Cruyff tenía apalabrado a Zidane para la temporada siguiente a la que le cesaron.
Supongo que en sentido inverso también funciona pero no estoy tan al quite: Iniesta haciendo caso a Camacho y alguna otra. Es tan larga la historia que hasta da para distopías. Me llegan a la mente fotos de goles de Messi, Marcos o Ronaldinho. Balones entrando como tiros en minutos finales. Regates, quiebros, saltos y remates en plancha. Un estadio bramando y gritando algo extraño, tres letras, el nombre de nadie. Y de vuelta a casa, con tu mismo amigo merengue, ya viejos los dos, pensando en cómo alguien puede ser del Real Madrid siendo tan buena gente.
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