Bañado en oro, chapado en plata
Esta misma tarde París encumbrará a Cristiano Ronaldo como el mejor futbolista de la temporada por cuarta vez en cinco años frente a Messi
Uno de los grandes méritos o defectos –quién sabe- de José Mourinho como entrenador del Real Madrid consistió en convencer a sus mejores futbolistas de que el balón no era un amigo, si acaso un conocido al que convenía tener a mano pero siempre guardando las distancias, sin darle demasiadas confianzas. Su propuesta la definió como nadie Xabi Alonso en Perarnau Magazine, auténtica biblia del guardiolismo practicante, cuando se arrancó con el ya famoso “somos rock & roll. Pim, pam, pum. Tralla, que pasen cosas”, afirmación orgullosa con tintes de herejía para quienes lo seguimos considerando un ilustre representante de la Masía sin atender a las vueltas que, por desgracia, da la vida. Como el tolosarra y otros muchos fantasistas, también Cristiano Ronaldo abrazó con pasión la filosofía mourinhista y sus números individuales de entonces, a todas luces sobrenaturales, parecían respaldar con datos tangibles aquel mantra tan minimalista de que menos es más.
Así, alejado de la portería y con las dosis de balón escrupulosamente racionadas, asistió el futbolista de Madeira al reinado implacable de su némesis, un Leo Messi a quien Guardiola alejaba de la cal, rodeaba de pasadores y empachaba de pelota cerca del área, como una abuela gallega sin vocabulario suficiente para comprender el significado de la palabra exceso. Sin embargo, el viento roló de manera inesperada en algún momento la travesía y esta misma tarde, sin apenas espacio para la discrepancia racional, encumbrará París a Cristiano Ronaldo como el mejor futbolista de la temporada por cuarta vez en cinco años. El argentino, que siempre se sintió vencedor en su duelo particular con el portugués, sabe desde hace un tiempo que lo está perdiendo.
Muchas pueden ser las causas del nuevo orden pero llama poderosamente la atención su intercambio de roles sobre el campo, el esfuerzo de uno por convertirse en guinda y la obsesión del otro por disfrazarse de tarta. De aquel Cristiano efectista y fiado a su potencia, siempre al acecho de la contra, hemos pasado a un Ronaldo reposado y definitivo, consciente de la capacidad de sus compañeros para proporcionarle las oportunidades de gol que antes trataba de fabricarse solo. Messi, por el contrario, parece presa de su propia exuberancia, cada vez más alejado del gol, cada vez más empeñado en fagocitar las tareas propias de los centrocampistas cuando no las del banquillo, las de la secretaría técnica e incluso las del palco presidencial: alguien lo convenció de que su religión no precisaba de Dalái lama alguno y ahora resulta complicado convencerlo de que no es dios, aunque lo parezca.
A menudo, analistas y comentaristas acostumbramos a diseccionar el fútbol como un espectáculo de marionetas, un ir y venir de cuerpos sin voluntad propia a los que dos figuras omnipotentes dirigen desde el banquillo con la precisión de un videojuego. Otras, en cambio, nos dejamos deslumbrar por la destreza diabólica de los futbolistas y nos olvidamos de la importancia capital de un buen técnico, de su capacidad para susurrar a los jugadores, para orientarlos, para mostrarles la diferencia entre interpretar lo que uno quiere y lo que cada uno debe. Ahí parece residir, precisamente, la principal diferencia entre un Cristiano Ronaldo bañado en oro y un Leo Messi chapado en plata: en la capacidad de escuchar del capo, en el poder de persuasión del consigliere.
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