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Copa América
Columna
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Colombia, el fin del exotismo

Los nuevos hinchas, que saben por YouTube y por sus padres lo que pasó en el Mundial de 1994, viven entusiasmados con el equipo de ahora aunque no sean genios autodestructivos

Ricardo Silva Romero
Escobar
Andrés Escobar, en 1994, tras el autogol que le costaría la vida.reuters

Ningún colombiano depende de que a Colombia le vaya bien en la Copa América de este año. Estas nuevas generaciones, que nacieron cuando Internet era un hecho y el mundo ya no era ancho ni ajeno, no entienden por qué dicen que Colombia es un país en las últimas: tienen en sus teléfonos las pruebas de que Rodríguez, Cuadrado y Bacca son tres cracks, pero también tienen clarísimo, porque ven todas las ligas por alguno de los 666 canales que hay, que en los equipos rivales viven Messi, Navas, Suárez, en fin. Esta vez nadie va a matar a nadie si las cosas salen mal. Ni los diálogos de paz, ni el Gobierno, ni el amor propio de esta sociedad estarán en vilo este viernes cuando el equipo dirigido por José Pékerman salga a jugar fútbol colombiano –contra Estados Unidos, el local– en el estadio de fútbol americano en Santa Clara, California.

Por supuesto que querremos ganar. Pero últimamente nada es nuestra última esperanza, tal vez “la paz”. Y ni siquiera la gente del equipo anda por ahí mintiéndose: “No nos vemos como favoritos”, ha dicho el mediocampista Carlos Sánchez antes de que empiece el torneo.

Lo digo porque hubo un momento en el que Colombia fue campeón del mundo: horas antes de su primer partido en Estados Unidos 94. Fue entonces –aún no se descubría lo grave que es que Pelé lo declare a uno “favorito”– cuando muchos colombianos vendieron la casa para viajar al país de arriba, apostaron lo que tenían a que su selección se llevaba la copa, y cerraron el puño de la reivindicación, con la peluca del Pibe Valderrama encajada, para celebrar a destiempo la victoria histórica que ese equipazo de genios disfrazados de sí mismos –ese onceno exótico hasta en su propia tierra– iba a traernos desde la tierra de la DEA para unirnos, para probarle al planeta en todos los idiomas que no éramos sólo matones ni éramos sólo traficantes. Cuenta Oscar Córdoba que, en el carnavalesco avión hacia Los Ángeles, era como si la selección estuviera viajando a cumplir el trámite para importarse el triunfo.

Creíamos, en junio de 1994, que Pelé tenía razón: todos, desde el Presidente de la República hasta el bandido más temible, no sólo sospechábamos la buena noticia que había estado eludiendo a nuestro país en los demás terrenos de su vida, sino que teníamos el tiempo para ver cada uno de los partidos del mundial, y así había sido con los partidos de las eliminatorias. Ya era obvio que el negocio de la droga había servido a cientos de miles de perversa reivindicación social. Ya era evidente, en plena campaña presidencial, que el dinero del tráfico de drogas había llegado a todas las profesiones de la sociedad. Era claro que los principales equipos colombianos eran de los capos de los carteles: de Gacha, de Rodríguez, de Escobar.

Y que luego de unos años de gloria ciclística, después de gritar el nombre del país para que Lucho Herrera conquistara el Alpe d’Huez, sólo nos quedaba el fútbol para probar que no éramos los mismos caracortadas que eran capaces de poner bombas en aviones comerciales, los mismos bigotudos sanguinarios de sangre fría que degollaban a la novia del protagonista en las películas de Hollywood.

Qué sucedió: que nuestra arrogancia perdió los dos primeros encuentros del campeonato que íbamos a ganar; que en el segundo partido, contra Estados Unidos, el jugador más confiable de la selección –el defensa Andrés Escobar– cometió un autogol digno de tragedia; que nuestra selección idolatrada, con su Tino, su Tren, su Barrabás que no le pasaban al teléfono al Presidente porque “para qué…”, fue eliminada del torneo que iba a probar que éramos lo que de verdad somos; que nuestra presentación en sociedad se vio empañada porque pronto vinieron las amenazas de muerte de los apostadores; que el defensa Escobar, de vuelta en Colombia, fue asesinado una madrugada por un grupo de borrachos que le gritaban “¡autogol!”.

Vino la depresión: un país en cama porque toda idealización cae sobre quien idealiza, porque –según explicó entonces el psicoanalista Simón Brainsky– “todos habíamos proyectado algo de nosotros mismos en el equipo colombiano”, “al derrumbarse el ideal todos nos derrumbamos un poco”, “se nos enturbió la esperanza con todas las amenazas de violencia que se dieron antes del segundo encuentro”, “y parece que no superamos el miedo a ganar”. Vino la depresión, claro, pero también la vergüenza profunda: ¿y ahora con qué palabras de qué lengua vamos a explicarle al mundo que aquí asesinan a quien comete un autogol?

Se cumple un aniversario poco mediático de esa pesadilla: 22 años. Los viejos hinchas han hecho el duelo, han guardado la memoria de Andrés Escobar y la de aquella selección radiante llena de pelucas, y han querido a la nueva selección desde antes de que hiciera un estupendo Mundial 2014. Los nuevos hinchas, que saben por YouTube y por sus padres lo que pasó en el Mundial de 1994, viven entusiasmados con el equipo de ahora, sí, aunque no sean genios autodestructivos sino simples cracks de buena fe, pero el sábado anterior no se perdieron la final de la Liga de Campeones: saben que cualquier cosa ha de pasar en un partido, saben de fútbol. Sus padres sufren por la estigmatización por ser de acá. Sus padres sufren porque acá no ha habido nación. Pero ellos no se sienten avergonzados ni orgullosos de ser colombianos.

Es, una vez más, Estados Unidos. Pero esta vez los que están en una campaña presidencial vergonzosa son ellos.

Es, una vez más, Colombia: en guerra, en mora de ponerse de acuerdo en las reglas de su juego para dejar de marcarse autogoles. Pero luego del escándalo de la Fifa, luego de que el expresidente de la Federación colombiana fuera sancionado de por vida, quién apuesta más de 50 mil pesos por la victoria, quién sufre por un jugador como por un hijo.

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