Laura Poitras, la cineasta contra los poderosos, se acerca de nuevo al Oscar con la epidemia de los opiáceos
La directora, que ganó la estatuilla con ‘CitizenFour’, filma en el documental ‘La belleza y el dolor’ la vida de la fotógrafa Nan Goldin y su lucha contra la multimillonaria familia Sackler, productores del fármaco OxyContin
De un restaurante elegante el cliente espera platos impecables. Manjares exquisitos y bellos, en una atmósfera de confort. Por extraño que parezca hoy, justo ahí Laura Poitras empezó su carrera laboral. Aunque, quizás, como joven chef en los sitios más exclusivos de San Francisco, la futura directora también aprendió cómo conseguir que sus creaciones se le atraganten a más de uno. Porque desde que descubrió el Instituto de Arte de San Francisco y, allí, el cine, se ha volcado en preparar películas siempre indigestas. Normalmente, para el poderoso de turno, ya sean políticos o ricos magnates.
“Espero que el filme traiga problemas”, se reía Poitras (Boston, 59 años) en una charla con dos periodistas el pasado septiembre en el festival de Venecia. Es probable, en efecto, que La belleza y el dolor le suponga nuevos líos. Pero el largometraje, que se estrena hoy viernes en salas y luego irá a Filmin, también le dio un resultado casi inédito: el segundo León de Oro a un documental en la historia de la Mostra, tras el de Gianfranco Rosi, en 2013, con Sacro GRA. Y este domingo opta al Oscar en su categoría.
Para Poitras sería el segundo, tras el que obtuvo en 2015 Citizenfour, retrato del exanalista Edward Snowden y su lucha por destapar el programa de vigilancia global e intromisión del Ejecutivo de EE UU en la vida privada de sus ciudadanos. “Siento cierto placer en devolverle la presión a una familia de millonarios responsables de tantas muertes. O al Gobierno estadounidense que instituyó un imperio de vigilancia global y actos de violencia indescriptible”, confiesa la creadora.
La belleza y el dolor corresponde al primer ejemplo: relata la lucha de un grupo de activistas contra la familia Sackler, a la que acusan de provocar 400.000 muertos por sobredosis solo en EE UU debido a sus fármacos opiáceos, que les dieron beneficios millonarios, una conclusión a la que también llegó el libro El imperio del dolor (Reservoir Books), de Patrick Radden Keefe. Aunque, además de secretos e injusticias, en los filmes de Poitras suele haber un personaje central que ejerce de hilo conductor. Donde estuvo Snowden, esta vez se halla la célebre fotógrafa Nan Goldin. ¿Héroes? “La gente se define por sus acciones”, tercia Poitras.
“Conozco a Nan desde los ochenta. Nos encontramos por otro tema. Y me dijo que estaba documentando las protestas de su organización [P.A.I.N.]. Ya seguía al movimiento de antes, y me parecía muy inspirador. Tiempo después le dije: ‘Cualquier cosa para ayudar’. Y me contestó: ‘Bueno, estoy buscando a un cineasta…”, recuerda. Se forjó así una alianza entre guerreras, dos David más que habituadas a tumbar a Goliat. Y, entonces, la cámara de la creadora empezó a filmar: por un lado, las repetidas acciones de Goldin y P.A.I.N. para denunciar a los Sackler, entonces conocidos sobre todo como filántropos, por sus ricas donaciones a grandes museos y por las placas que así lo recordaban en los pasillos del Louvre, la Tate o el Metropolitan. Y, por otro, largas y cada vez más íntimas conversaciones a tres: la directora, la fotógrafa y sus recuerdos.
Seguramente, en las cocinas más cotizadas de San Francisco, el sabor no bastara: la estética también debía deslumbrar. Y, en su último filme, Poitras busca mezclar aromas poderosos con un aspecto visual a la altura. De ahí que La belleza y el dolor ofrezca un desfile muy coherente con su título: ahí están las instantáneas que convirtieron a Goldin en una de las fotógrafas más reputadas del mundo, símbolo de la vanguardia, de la Nueva York de los años setenta y ochenta, de la pelea contra el patriarcado y de la creación independiente. Pero el documental revela en sus propias palabras también todas las heridas de una mujer que perdió a una hermana y a buena parte de sus amigos por el sida y la adicción a los opiáceos. Ella misma se enganchó al fármaco OxyContin, producido por Purdue Pharma, propiedad de los Sackler.
“Gente en un salón planeando cómo tumbar a un multimillonario: me parecía que ahí había una película. Para mí son los ingredientes del cine. Y, además, corrían riesgos serios. Estos tipos tienen investigadores privados y un ejército de abogados: pueden provocar mucho impacto en tu vida”, subraya la directora. Aun así, P.A.I.N. ha logrado la retirada de varias placas, que algunos centros rechacen donaciones de los Sackler y cuestionar la forma en la que se mira a la familia. Es decir, vencer, al menos en parte, otro aspecto que impulsó Poitras a grabarlo. Aunque la propia directora escribía hace pocos días un artículo en The Guardian para lamentar que en la trinchera principal apenas hay avances: “Hoy, cuando la crisis de sobredosis se lleva la vida de más de 100.000 estadounidenses cada año, la pregunta de cómo estos miembros de la familia Sackler han evadido la responsabilidad criminal no afecta solo a la justicia retrospectiva, sino a la prevención”.
En su artículo, Poitras cita Argentina,1985, de Santiago Mitre y aspirante al Oscar a mejor filme internacional, como ejemplo de la valentía y los riesgos de sentar en el banquillo a alguien tan poderoso como la junta militar de la dictadura de los setenta: “Una sociedad que no confronta sus crímenes está condenada a repetirlos y a premiar a los que los cometieron”. Por ello, entre otras cosas, la directora insiste en lanzarse a la contra. A posteriori se supo que, debido a Citizenfour, la CIA intentó que Poitras y el periodista Glenn Greenwald pasaran a ser catalogados como “rompedores de información” y “agentes de potencias extranjeras”. “No lo consiguieron, pero eso es lo que hacen. Y fue durante la Administración Obama”. La cineasta, de hecho, relata que preparó un plan de reacción por si terminaba imputada por el filme y se trasladó a Berlín, donde se sentía más lejos del “alcance del Gobierno de EE UU”.
A día de hoy, sospecha que aún está entre los observados especiales del Ejecutivo: “No creo que olviden el hecho de que una documentalista mostrara el programa de vigilancia masiva de la Agencia de Seguridad Nacional”. Lo que no le impide, por ejemplo, acusar en The Guardian con nombre y apellido a Philip R. Sellinger, fiscal encargado del caso de PurduePharma, de no haber logrado “imputar ni un solo directivo” de la compañía. O señalar que La belleza y el dolor también cuenta “el fracaso de la sociedad de EE UU para cuidar a su gente y darle la más mínima protección sanitaria”. O lamentar la cobertura que el periodismo (no) hizo de la ocupación de Irak y Afganistán y sus “consecuencias dramáticas”, temas que ella aborda en los filmes The Oath y My Country, My Country. Finalmente, a lo largo de la conversación, Poitras apunta incluso más arriba: “Una de las imágenes más horrorosas del festival de Venecia ha sido Hillary Clinton desfilando por la alfombra roja. No me gusta que haya creado una compañía para financiar documentales. No es bienvenida. Si quiere contribuir, que publique los informes de torturas que ella y el Gobierno encubrieron”.
Son otros, claro está, los filmes que reivindica e impulsa Poitras. Los de Field of Vision, la productora que ella misma cofundó, que apoya a documentalistas de todo el mundo, especialmente en las áreas y comunidades menos representadas. O Descendientes, película de Margaret Brown sobre la búsqueda de justicia de los herederos de un grupo de esclavos, que cita en la conversación. Y agrega: “No solo son importantes las historias, sino también quién las narra. Tenemos que pelear por toda la libertad creativa e independencia para los creadores. Sirve además para sentar un precedente de cara al contrato que venga después. Y entonces la siguiente película se podrá contar no desde el punto de vista del financiador, sino del autor”. Con los ingredientes que quiera, aunque no gusten a unos cuantos. De hecho, incluso mejor.
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