Vuelve Lisbeth Salander: lea el adelanto de ‘Las garras del águila’, la séptima entrega de la serie de Stieg Larsson
Las aventuras de la heroína que cambió la novela negra regresan a sus orígenes con una historia de corrupción y multinacionales en el norte de Suecia
En 2005 una ola arrasó el género negro tal y como lo conocíamos. Venía de Suecia, estaba escrita por un periodista hasta entonces desconocido, y fallecido antes de su publicación: Stieg Larsson. Seis novelas y millones de libros vendidos después, la Saga Millennium vuelve con su séptima entrega, Las garras del águila (Destino, en librerías desde este 30 de agosto), escrita por la fotógrafa y periodista de formación Karen Smirnoff. Tras la trilogía original abierta con Los hombres que no amaban a las mujeres (Män som hatar kvinnor, 2005), y continuada con La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (2006) y La reina en el palacio de las corrientes de aire (2007), la serie tomó otro rumbo de la mano del escritor David Lagercrantz. Ahora, EL PAÍS adelanta dos capítulos de la nueva entrega. No son el inicio, sino el tercero (en el que aparece Michael Blomkvist, periodista de investigación y coprotagonista de la serie) y el decimotercero, en el que ya vemos a Lisbeth Salander.
Capítulo 3
Bueno, qué coño se había esperado. Cuando anuncian por tercera vez que el tren con destino Sundsvall, Umeå, Luleå y Kiruna, con salida a las 18.11, se ha retrasado y que la nueva salida se prevé a las 19.34, Mikael Blomkvist se sienta en el Luzette y pide una cerveza.
En circunstancias normales, pasar un rato en la estación central podría ser relajante. Refugiarse en su burbuja. Ver pasar a la gente. Pero esta tarde no lo es. Está demasiado cansado como para interesarse por el mundo que lo rodea. Cansado por varias razones, la mayoría de las cuales le resultan muy familiares: demasiado trabajo, demasiados follones en la revista, demasiadas trasnochadas, pocas horas de sueño y un deadline que se ha muerto de verdad.
Siempre esa condenada Millennium. La Dama entre las damas. La que siempre gana en la batalla contra familia, amigos y novias. Ahora que está muerta debe preguntarse si ha merecido la pena. Sí. Sin duda alguna, sí. Millennium es el aire que respira, la sangre que corre por sus venas. No todos los hombres pueden ser maridos y padres de familia perfectos. Algunos —él entre otros— tienen que informar a los maridos y padres perfectos sobre el verdadero estado del mundo más allá de los pulcros jardines de sus chalés.
Precisamente por eso le resulta tan incomprensible que todo haya acabado. El mal y las injusticias, sí, toda esa mierda de siempre sigue teniendo a la sociedad agarrada por los huevos, pero ya nadie parece preocuparse por eso. La gente vuelve a casa después de un día en la oficina, se sirven un whisky, echan un vistazo a los correos electrónicos, cenan, juegan al pádel y se acuestan. En esa maldita burbuja viven la mayoría de las personas que conoce. Sus vidas les estresan. No les quedan fuerzas más que para preocuparse por los más allegados, como mucho. Ser un servidor de la justicia está pasado de moda, simplemente.
Recorre el listado de llamadas. Sigue sin saber nada de Erika Berger. Tampoco de nadie más de la redacción, a decir verdad.
Mikael Blomkvist no está solo. Pero se siente solo. Eso es una novedad.
Cuando ha terminado la cerveza se acerca a Pressbyrån. Compra un café para llevar y el Morning Star. Capta su atención un artículo sobre los intentos de una empresa británica de establecerse en la provincia de Norrbotten. Tarda un rato en reaccionar a la voz.
—Mikael, hola, Mikael.
Levanta la mirada. Su hermana. Annika.
—¿Qué haces aquí? ¿No estás en Åre?
—Estaba, pero ha pasado algo en el trabajo y he tenido que volver. Acabo de llegar. ¿Y tú? ¿Esperas a alguien?
—El tren se ha retrasado —dice—. He pensado subir unos días antes. Venís a la boda, ¿no?
—El resto de La Famiglia sí, en cualquier caso —responde Annika—. Yo tendré que ir después. Ni siquiera conozco al novio de Pernilla todavía.
—Nadie lo conoce. ¿Qué ha pasado?
—Nada especial —replica—. O sí. Pero no puedo hablar de eso.
—Venga, mujer —insiste él—. Algo me podrás contar.
—Bah. Un político que se ha metido en un lío, ya sabes.
Mikael espera una continuación que no llega. Y como conoce bien a su hermana, sabe que no hay nada que la haga hablar si ha decidido mantener la boca cerrada.
—Te iría muy bien de espía —asegura Mikael.
—Ah, ¿sí? —se ríe Annika—. ¿Por qué espía?
—Porque, aunque te torturaran, no revelarías nada.
En silencio contemplan a un hombre que pasa por delante de ellos con sus pertenencias en un carrito de supermercado. Debe de sufrir alguna dolencia en la espalda, porque aprovecha el carrito también como andador.
—¿Sabías que por la noche echan a todos los que duermen en los bancos durante la hora que tardan en limpiar? —comenta Annika—. Imagínate lo dura que debe de ser esa hora. La verdad es que es una mierda que la sociedad no sea capaz de proporcionarles casa a los sintecho —continúa—. Algunos están aquí sólo porque tienen deudas, mientras que otros, claro...
—¿De qué político estamos hablando? —la interrumpe Mikael.
—Déjalo, anda —dice Annika mientras lo abraza—. Ya te enterarás por la prensa. Dale recuerdos a Pernilla. —Y luego, de repente, Mikael se percata de que tiene que darse mucha prisa.
El tren está a punto de salir cuando consigue maniobrar para meter la maleta en el compartimento, ya arrepentido de no haberse permitido un billete de primera clase o, al menos, un coche cama con sólo tres literas. Al ver el caos que se monta cuando seis hombres intentan poner las sábanas a la vez, deja su maleta en una de las literas de en medio, coge su bandolera y sale. Atraviesa unos cuantos vagones bamboleantes hasta llegar al restaurante. Pide una cerveza y un sándwich, y se dirige a un asiento libre que justo en ese momento se ocupa.
—Hay que joderse —suelta, y siente una mano que le tira de la manga de la cazadora.
—Aquí hay sitio. Estamos en el mismo compartimento —dice el hombre que Mikael reconoce del caos de las sábanas. Era el que lo invitó a un trago que Mikael declinó, con una brusquedad innecesaria, para mantener las distancias.
—IB —se presenta el hombre al tiempo que le tiende la mano.
—MB —responde Mikael, y le quita el plástico al sándwich. Acto seguido le pregunta si va lejos, con la esperanza de que se baje ya en Gävle.
—A Boden —dice IB y levanta el vaso—. ¿Y tú?
Hay que ver lo difícil que es recordar el nombre del jodido pueblo. Norrbyn, Sjöbyn, Storbyn... Älvsbyn.
—Älvsbyn. Mi hija se casa. Ha conocido a un chaval de Gasskas. Mejor dicho, a un hombre de Gasskas —se corrige, pues Henry Salo no tiene pinta de chaval.
—Si vas a Gasskas, mejor que te bajes también en Boden —explica IB—. Es el camino más corto. Hay un tren directo desde Boden.
—Es que me vienen a buscar a Älvsbyn —dice Mikael, y se pone a mirar el móvil.
Hay mucho escrito sobre su futuro yerno, Henry Salo, jefe administrativo del municipio de Gasskas. Un jefe relativamente reciente. Uno que sonríe en todas las fotos y parece ser muy popular. En fin, si eso es lo que ella quiere... Seguro que es un buen tío. Es guapo. Demasiado, quizá. No es que Pernilla no lo sea, al contrario, y tampoco es la cara en sí lo que le molesta de Henry Salo, sino la mirada, o, más bien, su lenguaje corporal. La manera que tiene de situarse siempre en primer plano en todas las fotos, con independencia de que se trate de felicitar a un joven por una beca o de inaugurar un parque.
«Es bueno con Lukas», le dice ella cada vez que hablan. Y él siempre contesta «te creo». Pero cuando cuelga el teléfono le da la sensación de que es justo al revés. El niño. Su nieto. Desde que nació, Mikael apenas lo ha visto. Hasta el verano pasado.
Primero dice que no, no tengo tiempo para ocuparme de un niño, pero Pernilla insiste.
—Casi nunca te he pedido nada —dice.
Es verdad. No ha estado muy presente en la vida de su hija. Siempre se interpone algo. Y lo que se interpone casi siempre es Millennium. Así que cuando Pernilla le pide que cuide al niño durante un par de semanas porque ella tiene un curso en Skåne y Salo un congreso en Helsinki, la respuesta inmediata es no. Imposible. No tiene tiempo. Deadline el próximo jueves. No está acostumbrado a cuidar niños.
Aun así, Pernilla le lleva a Lukas a Sandhamn y regresa a la ciudad en el primer barco de vuelta.
Dos semanas más tarde se despide con un fuerte abrazo de un niño que no quiere irse. O a lo mejor es Mikael quien no quiere que se vaya. Va a dejarle un gran vacío. Lukas se ha hecho un hueco en su vida. Ha roto esa tenaz tristeza que desde hace meses se había instalado en su cuerpo como una gripe. Sin hacer más que ser un niño que sigue sus necesidades inmediatas de levantarse temprano ante un nuevo día lleno de posibilidades. «Ganas de vivir, Micke Blomkvist. Te vendría bien un poco más de eso.»
—Nos vemos muy pronto —le dice al niño—. ¡Espera!
Se quita el colgante que su abuelo le regaló hace mucho tiempo y que ha llevado desde entonces; una cruz, un ancla y un corazón en una sencilla cadena de plata, y se lo pone a Lukas en el cuello.
—Ahora es tuyo —dice—. Protege contra la mayoría de las cosas.
La respuesta del niño todavía flota suspendida en el aire:
—Pero no contra todo.
Mikael recorre el flujo de noticias de la página web de Gaskassen. Menudo nombre para un periódico, piensa, y los titulares le hacen sonreír. LA GUARDERÍA EL ALCE VENDE MANUALIDADES. DONA DINERO A UCRANIA. DERROTA CONTRA BJÖRKLÖVEN. EL PORTERO EXPULSADO. Foto de un Salo con cara de circunstancias en las gradas vip rodeado de otros caballeros con gestos parecidos. Caciques de pueblo. ¿Todavía se les llama así? Hombres poderosos que trabajan por el bien del pueblo y el suyo propio.
Luego se detiene en un titular que ha leído hace muy poco. Aunque no en este periódico, sino en el otro: MIMER MINING CERCA DEL PERMISO DE EXPLOTACIÓN.
En la foto pequeña, el rostro contento de Salo. En una más grande, manifestantes blandiendo pancartas en señal de protesta.
—¿Sabes algo de esto? —pregunta Mikael, y le enseña la imagen.
—Sí, claro —contesta IB—. Mi viejo trabajaba en la mina, como casi todos los hombres de Gasskas. La montaña iba a convertirse en una nueva Kiirunavaara, pero la
mina de hierro se acabó ya en los años setenta y luego se llenó con agua. Ni siquiera se molestaron en sacar las máquinas de las galerías.
—¿Y por qué quieren volver a abrirla?
—La idea no es que reabran la vieja mina. Los ingleses están explorando en una zona a unos kilómetros de allí, donde quieren establecer una mina a cielo abierto. Hasta ahora el gobierno civil ha dicho que no, lo cual es perfectamente entendible. Devastarán lagos, el agua potable del río Gasskas peligrará y, para no variar, los propietarios de renos se llevarán la peor parte. Pero como siempre pasa cuando hay mucho dinero en juego, no aceptan un no por respuesta. Ahora por lo visto han recolocado a unas cuantas personas en el gobierno civil y Mimer ha recibido de manera preliminar una notificación positiva.
—Así de sencillo —dice Mikael.
—Gasskas es una auténtica guarida de gánsteres, por si no lo sabías —explica IB—. O, mejor dicho, el ayuntamiento de Gasskas. —Le da unos tragos a la cerveza, se limpia la espuma de la barba y bebe un poco más—. Un jodido nido de víboras y buscavidas —añade, y a continuación expulsa unos discretos eructos antes de apurar el resto de la botella y abrir otra—. En el ayuntamiento dicen que sí y amén a casi todo, y la mina no es lo único que está sobre el tapete. El próximo proyecto es el parque eólico más grande de Europa, y no me preguntes cómo coño lo van a hacer. Se trata de un terreno con un radio de decenas de kilómetros que prácticamente acabará convirtiéndose en zona industrial.
Mikael Blomkvist sonríe. Malmö es una guarida de gánsteres. Y Estocolmo también. Pero Gasskas, en comparación, con sus veintipico mil habitantes, será sin duda más bien como el establo de corderos del paraíso.
—¿Por qué Gasskas? —pregunta.
—Buen suministro de electricidad —contesta IB—. Los municipios con estabilidad en el suministro y electricidad barata son los dueños del mercado mundial, por si no lo sabías. La lista de empresas extranjeras que quieren establecerse en Gasskas es larga.
—Ya, pero que se creen puestos de trabajo debe de ser bueno para la región de Norrland, ¿no?
—Cómo se nota que vienes del sur. Al parecer, seguís creyendo en ese mito de que los del norte tenemos que mudarnos al sur para conseguir trabajo. No hay problemas para encontrar empleo. En algunos lugares hay más trabajo que mano de obra. Además, la apertura de la mina de Gasskas no beneficiará a los del pueblo, sino a la mano de obra mal pagada de los países del Este y gente de Estocolmo que va y viene sin llegar a
empadronarse en el municipio —gruñe IB, y desvía la mirada al paisaje que pasa volando al otro lado de la ventanilla.
Mikael aprovecha para sacar el portátil y levantar la pantalla como una oportuna barrera entre ellos.
El último número de Millennium acaba de salir, el último literalmente hablando. Abre el PDF y observa la portada, toda en blanco y negro sin fotos ni destacados. Como una primera página del año 39, ésa era la idea. Un poco de texto y un único titular: TERMINA UNA ÉPOCA, PERO LA GUERRA SIGUE.
Treinta y un años al servicio del periodismo de investigación, pero al final resultó inviable. Incluso Mikael Blomkvist tuvo que aceptarlo.
Una revista en papel se va a la tumba y resucita como pódcast. ¡Un pódcast! No puede pronunciar la palabra sin soltar un bufido. La palabra escrita está pasada de moda. Ahora hay que hablar y hablar, cortándose unos a otros, él también. Qué pereza, por favor.
«Estás viejo, Mikael», ¿era así como lo había expresado Erika Berger? «Viejo y cabezota como un macho cabrío. La idea no es sólo hacer un pódcast, sino también un blog y un videoblog.»
¿Y qué contestó él? Pues que ella, siendo la vieja cabra que es, debería entender que los medios online jamás podrán sustituir al periodismo de verdad. «¿En qué demonios estás pensando? ¡No te das cuenta de hasta qué punto eres patética! Son los críos los que hacen pódcast. Veinteañeros egocéntricos que hablan de maquillajes y trastornos alimentarios.»
Desde entonces no han vuelto a hablar. Y no va a ser él quien rompa primero el silencio, eso que le quede bien clarito.
—Toma —dice IB, que ha ido a por un par de cervezas más y le da una a Mikael—. Bebe, anda, que luego dormirás mejor.
—Qué mierda de cobertura —suelta Mikael al tiempo que aporrea el teclado con el dedo.
—Perdona, pero es que estás en el tren a Norrland —dice IB.
Mikael guarda el ordenador en la bolsa y hace ademán de levantarse cuando el hombre vuelve a hablar.
—Pasan cosas raras en Gasskas —dice—. Desaparecen personas. Hombres que salen a buscar el periódico para no volver más. Chavales que van al colegio y...
No termina la frase.
—Tampoco es que sea algo tan raro, ¿no? Al parecer, el noventa y cinco por ciento de todas las desapariciones son voluntarias.
—Puede —contesta IB—, pero ¿y el cinco por ciento restante?
Cruzan la mirada por encima de sus cervezas.
—No lo sé —admite Mikael al final—. ¿Tú qué crees?
—Dinero. Todo tiene que ver con el dinero. Cómo conseguirlo. Gastarlo. Hacer que crezca. Ocultarlo. Te endeudas. Haces tonterías. Las deudas aumentan. Desapareces.
—¿Te refieres a drogas? —pregunta Mikael.
—No sólo —responde IB—, aunque es verdad que Gasskas empieza a parecerse a los peores barrios de Järfälla. Los jóvenes se matan drogándose y la policía mira desconcertada sin saber qué hacer.
—Triste —constata Mikael antes de tragar las últimas gotas de cerveza ya tibias.
—Va a ir a peor, créeme —continúa IB—. Cuando el capital se mueve hacia el norte, los malos van detrás. Ya tenemos una banda de moteros. Directamente importada de Estocolmo.
—¿Hells Angels? —quiere saber Mikael.
—No, se llaman otra cosa, algo bíblico también. Abbadon, Gehenna, Hades...
—¿Svavelsjö?1
—Exacto, así se llaman.
Svavelsjö MC, joder. Mikael empieza a darse cuenta de que el hombre igual tiene razón en lo que cuenta de Gasskas. A esos moteros se les debería haber borrado de la faz de la Tierra hace mucho tiempo. Realiza una búsqueda rápida en el móvil. La última noticia es del verano pasado: EN MOTO PARA RECAUDAR FONDOS CONTRA EL CÁNCER INFANTIL.
—Muy listos, los cabrones —dice IB—. Desfilaron en caravana por las calles de la ciudad y cobraron por montar y dar una vuelta en una de sus motos. Y por cada corona conseguida el ayuntamiento puso dos. En total consiguieron ciento cuarenta mil, que donaron a la investigación del cáncer infantil. Enternecedor, ¿verdad?
—Mucho —responde Mikael mientras intenta agrandar la imagen en el móvil para ver las caras bajo los cascos y las gafas de sol. Probablemente la mayoría de ellos ya será gente nueva. Quizá es sólo la marca la que ha sobrevivido. Espera que sea así.
—¿Y tú, en qué trabajas? —se interesa Mikael.
—En nada. Me jubilé hace un par de años.
—¿Y antes?
—Psicólogo. Los últimos veinte años en la Säpo.
—¿Qué hace un psicólogo en la policía de seguridad?
—Un poco de todo —contesta de forma evasiva—. Sobre todo, perfiles criminales.
Mikael sabe hasta dónde llega la locuacidad de los miembros de la policía de seguridad. O sea, a ningún sitio, e IB no supone ninguna excepción.
—Después de jubilarme conocí a una mujer en Uppsala. Somos pareja, aunque no vivimos juntos.
Luego no hay más conversación que un buenas noches, encantado de conocerte y gracias por la cerveza.
Ha sido un día largo. Y días aún más largos vendrán. Mikael se deja la ropa puesta. Apaga la luz y cierra los ojos. No porque piense que va a poder conciliar el sueño. Pese a todo quizá se haya quedado dormido cuando oye a IB entrar y cerrar la puerta del compartimento. Acto seguido, sube a la litera que hay encima de Mikael.
—¿Estás despierto? —pregunta.
Mikael no sabe si contestar o no, pero al final lo hace.
—Mmm, parece que sí.
—Tengo una hija —explica IB—. Solemos pescar durante los veranos y cazar perdices en invierno. Siempre ha sido la niña de papá. Le gusta hacer cosas con las manos. No tenía más que quince años cuando empezó a trabajar en verano en la ebanistería.
—Ajá, qué bien —dice Mikael en tono neutro con la esperanza de poder silenciar ese narcisismo familiar.
—Bueno, tampoco es que me pueda quejar de su hermano, pero Malin tiene algo especial. Es, cómo diría yo, todo corazón. Tienen que haberla metido en algo jodido a la fuerza, sólo por ser tan buena. De un día a otro cambió por completo. Pasó del instituto, aunque no le quedaba más que un semestre para graduarse. Dejó de ver a sus amigos. No quería decir lo que le pasaba, ni siquiera a su hermano. Empezó a ir a Luleå o a Kalix. A veces me llamaba para que la fuera a buscar. Intenté negarme, ponerme duro con ella: tú te lo guisas, tú te lo comes. Que se buscara otra manera de volver. Y cuando no volvía, me pasaba las noches en vela. La llamaba, denunciaba su desaparición, buscaba donde podía. Regresó un par de días, sólo para desaparecer de nuevo. Dos semanas más tarde, llegó una postal de Estocolmo. Estoy bien, escribió. Regresaré cuando esté preparada. Luego no supe nada de ella durante mucho tiempo hasta que un día de pronto apareció
otra vez por Gasskas. Se matriculó en la escuela de adultos para terminar el instituto. Retomó el hockey y volvió a ser ella.
El hombre calla. Incluso los ronquidos de los demás cesan. El tren a Laponia brama como un animal salvaje atravesando la noche y al final Mikael pregunta:
—¿Y qué pasó después?
—Desapareció. Hace dos años. Nadie ha oído nada desde entonces. Ni rastro, hasta ayer. Llamó la policía. Un cazador ha encontrado los restos de una persona. Creen que puede ser Malin. Voy allí a dejar una muestra de ADN.
Capítulo 13
—¿Cómo te llamas?
—¿Por qué?
—Por nada, es que me lo he pasado bien hablando contigo. Quizá podríamos vernos un día.
Él pone su mano sobre la de ella. Ella retira la suya al instante.
—No creo —dice Lisbeth Salander, y se levanta en cuanto la señal de fasten seat belts se apaga. Se abre paso entre una familia con niños y sigue el flujo de pasajeros que salen por la puerta de embarque.
Viaja ligera de equipaje. En la mochila hay un par de mudas y el resto del espacio lo ocupan el ordenador y varios cables, ropa de deporte y un par de zapatillas con la piel seca y agrietada y suelas desgastadas. En el peor de los casos, tendrá que comprar algo por el camino. Un sol de octubre inusualmente cálido le da en la cara. El aire es puro. Se puede respirar.
Una vez que se ha registrado en el hotel, se conecta a la intranet de Milton Security. Responde un par de correos innecesarios de una colaboradora extraordinariamente zoquete. En fin, que la tipa sólo está allí para tener en orden los papeles. Añade un «buen finde», aunque supone que el fin de semana de Carina Jönsson va a ser igual de aburrido que siempre.
Charlar nunca ha sido el fuerte de Lisbeth, pero desde que entró como socia en la empresa, las exigencias respecto a sus habilidades sociales han aumentado. Sobre todo, si tiene que ir a la oficina un lunes. Los empleados van entrando, se sirven café y cuentan más o menos las mismas historias que el lunes anterior.
Para Carina Jönsson la vida parece girar en torno a ser buena y normal. Coger setas, hacer limpieza general, ir al teatro, preparar un exquisito desayuno, ir a Ikea. Le gusta emplear expresiones como «darse un homenaje» o «darse el lujo» de hacer algo. Me di el lujo de comprarme un vestido nuevo. De vez en cuando hay que darse un homenaje y cenar fuera. Hay que darse el lujo de disfrutar de la buena vida.
—Como si tú supieras algo de la vida. Yo ya nací con más años de los que tú tienes ahora —murmura Lisbeth.
Por su parte, ella no tiene nada que aportar a las charlas de los lunes, ni a Carina Jönsson ni al resto de los frikis de la oficina. Es una loba solitaria y se encuentra bien así. A ojos de la plantilla de Milton, solitaria por de
en un juego de rol de El señor de los anillos o a reuniones de techies en el Hilton. No es con la intención de ser antipática por lo que declina. Descodificar el factor humano no es como identificar una intrusión informática. Exige otra cosa. La capacidad de leer entre líneas, quizá.
A excepción de unas pocas personas, las relaciones con seres humanos le consumen demasiada energía. La mayoría de los que dan algo quieren algo a cambio.
Todos los días se parecen. Trabaja y, cuando no trabaja, va al gimnasio o duerme. No sale con nadie en particular. No tiene niños. Ni mascotas. Ni siquiera una planta. Así que tampoco se esfuerza por cambiar nada. No cuenta nada innecesario de sí misma, más allá de que trabaja y hace deporte.
—¿Sigues yendo a eso de boxkicking? —pregunta Carina con tanta amabilidad que Lisbeth se ve obligada a contestar también de forma amable.
—Se llama kickboxing —precisa, y no tiene fuerzas para añadir que ahora hace kárate y que todo es por culpa de ese maldito Paolo Roberto. No porque a ella le importe con quién se acuesta, pero pasar de ser un héroe en un lío de trata de personas a ir de putas a burdeles clandestinos le parece simplemente demasiado.
Este fin de semana, sin embargo, va a hacer algo diferente. Algo cien por cien involuntario.
Mira en el minibar. No hay Coca-Cola. En su lugar, abre una cerveza y se la bebe de un trago. La cabeza le da vueltas de esa placentera manera que sólo una cerveza apurada así puede provocar.
Cien por cien involuntario, ¿es verdad? Aunque ha enumerado todos los motivos emocionales y racionales para no querer meterse en un avión e ir a un pueblo perdido en Norrbotten, debe admitir que, a pesar de todo, ha ido y ahí está. Nadie la ha obligado. Nadie le ha apuntado con una pistola en la cabeza ni le ha ofrecido sustanciosas recompensas económicas para ir. Por lo tanto, hay algo en su interior que lo ha elegido así.
¿No es precisamente eso lo que detesta en la gente? Las decisiones emocionales. La falta de lógica.
Prefiere mil veces las matemáticas. Aparte de que tienen un efecto ansiolítico que le da mil vueltas al Stesolid, pueden llenar una mente inquieta con teoremas que a primera vista parecen sencillos, pero que a una persona sola le llevaría miles de años resolver.
Lisbeth se ha atascado en el eslabón perdido de la conjetura de Goldbach. Su conjetura de que todos los números pares mayores que dos son la suma de dos números
primos puede ser cierta, ya que nadie ha conseguido probar lo contrario. Pero también, falsa. Entonces, la respuesta se encontraría en la cadena al parecer infinita de números primos y no dentro de la psique caprichosa de una persona.
Por eso ella busca patrones. Pasa noches y a veces días en la nítida seguridad que proporcionan los números. No para llegar a una antítesis y corregir a Goldbach. No, es la propia posibilidad de que él pueda haberse equivocado lo que significa algo. Y si resultara que ese error, contra todo pronóstico, apareciera, sería completamente puro. Libre de las opiniones y la subjetividad humanas. La verdad es una cadena segura de números que se alinean uno tras otro hasta que alguno se sale de la fila.
La culpa la tiene el maldito psicoterapeuta, piensa. Kurt Ågren, a quien enseguida ha apodado Kurt Angustiasson.
Con su voz suave, sus feas tazas de té que parecen moldeadas por él mismo y su sentida empatía, la lleva a un estado de sinceridad. Consigue que ella le cuente cosas. Cosas que enterró hace mucho tiempo y que no deberían ser resucitadas.
Las sesiones la dejan extenuada. Al acabar, se lleva una pizza de Lilla Harem a casa y se acuesta enseguida. A las cuatro de la madrugada la despierta una voz angustiosa que se pregunta qué habrá dicho y por qué.
Ahora Kurt Angustiasson piensa que Lisbeth debe atreverse a salir de su zona de confort, así lo expresa él. Pese a que a estas alturas ya conoce de sobra bastantes de las zonas no muy confortables en las que Lisbeth se ha hallado y algunas en las que todavía se encuentra.
«Pues por eso —dice él—. El mundo no es tan malvado como piensas.»
«El mundo es mucho más malvado de lo que tú puedes imaginar, Kurt Angustiasson», y al final Lisbeth no pudo más. Algo tenía que cambiar de sitio dentro de ella. Algo tenía que borrarse y ser sustituido por pensamientos nuevos.
La primera sesión es una catástrofe. El hombre se limita a estar allí sentado esperando que ella diga algo. Y cuando ella no dice nada, se pone a preparar una tetera. Toman el té en silencio. Sólo se oye el reloj de la pared. Tictac durante cuarenta y cinco minutos. Luego ella paga novecientas cincuenta coronas, vuelve a casa y le manda un correo.
«Dale a todo esto un par de oportunidades más —contesta él—. Eres tú la que debe decidir de qué vamos a hablar, no yo.»
La segunda vez el psicoanalista vuelve a preparar té. Sus zapatillas Knulp chirrían cuando atraviesa el parqué con la bandeja. Ella puede elegir la silla en la que sentarse. Le pregunta por qué ha elegido justo ésa.
—Para no dar la espalda a la pared —responde ella.
—Explícamelo —le pide él.
Y como el agua del río cuando se abre el hielo en primavera le manan a Lisbeth las palabras. De eso hace más de un año.
«No viajo al norte de manera voluntaria, pero viajo. No voy a terapia de manera voluntaria, pero me presento. No porque el mundo sea bueno —el mundo se va a la mierda—, sino porque no me queda otra.»
Hasta ahí llegan las fuerzas psicoanalíticas. Para que le dé tiempo a serenarse y arrepentirse, ha viajado con un par de días de antelación. Ha pagado cara la única suite del hotel que, por raro que pueda parecer, cumple sus deseos de tener pocos muebles, paredes desnudas y una cama dura. Ahora mismo la balanza se inclina más hacia el arrepentimiento. Dejar el hotel, coger el primer avión de vuelta y volver a la vida normal de Fiskargatan.
El móvil silenciado vibra en la mesa. Reconoce el prefijo. Sólo las instituciones y los viejos llaman desde teléfonos fijos, y ya no conoce a ningún anciano. Coge el teléfono sin decir nada y deja que la voz diga «oiga, oiga» antes de responder «sí».
—Hola, Lisbeth, ahí estás, qué bien haber podido contactar contigo —dice la mujer, y se presenta como Elsie Nyberg—. ¿Cómo estás?
—Bien —contesta Lisbeth.
—Bien, bien —repite la mujer como un loro, y pregunta si ya ha llegado a Gasskas y si podrían quedar un momento.
—Sí, estoy aquí, pero tenía entendido que la reunión no era hasta pasado mañana —dice Lisbeth.
—Sí, es verdad, pero ha sucedido una cosa —responde la mujer—. Preferiría no comentarlo por teléfono, ¿podrías pasarte por aquí?
—No —contesta Lisbeth—, pero podemos quedar en el hotel.
Se pasa la mano por el sucio pelo y se olisquea las axilas. Si fuera a ver a otra persona, igual consideraría darse una ducha antes.
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