Piso minúsculo, ciudad gigante
‘Los incorregibles’ de Julia Wertz es un cómic que viaja en dos direcciones: hacia dentro y hacia fuera. Los interiores escuetos y maltratados encierran la cárcel de una adicción. En los exteriores, en la ciudad de Nueva York, aflora la salida
Este libro es un regalo. Nos lo hace su autora que, en poco más una década, ha pasado de emocionarse a abrumarse ante Nueva York. Ha pasado de aceptar su elitismo a aprender a buscarse la vida y de asumir la dificultad de vivir allí a conocer la ciudad conociéndose a sí misma. Así, tras firmar el impagable Barrios, bloques y basura (Errata Naturae), Julia Wertz (San Francisco, 41 años) ha vuelto a dibujar, minuciosamente, Nueva York. Ha pateado sus calles, investigado sus leyendas urbanas, ahondado en las pequeñas historias, observado sus detalles, vivido sus miserias, respirado su grandeza. Y ha dibujado todo eso. Aun así, incluso si su nuevo cómic está plagado de arquitectura, el regalo en este último viaje está en el interior. En su interior. No sólo en los pocos metros de su vivienda escueta. Sobre todo, en la travesía hacia su cabeza, sus miedos, sus refugios, sus autoengaños. Y su adicción.
Los incorregibles es una memoria de cómo Wertz, con treinta años, pasó de beber tres botellas de vino al día a conseguir salir de ese agujero. Es un cómic muy serio que, con grandes dosis de humor y mayores de humanidad, narra cómo dejó de beber en Nueva York. Es importante dónde y cómo le ocurrió: estaba en una ciudad maravillosa. Estaba sola. Y esa es una doble lección: nada es sólo una cosa.
Por eso dónde dejó de beber no es una casualidad, es, precisamente, donde comenzó a hacerlo de manera desenfrenada. Donde sintió el vértigo de las posibilidades y la crudeza de la soledad a la que puede llevar una ambición.
El proceso de auto-indagación de Wertz tiene un escenario, Manhattan, que oprime y cura a la vez. Ese es, tal vez, el mayor mensaje del cómic, una memoria que sirve para cualquier tipo de atadura nociva: el apego excesivo al trabajo, a las marcas, a las drogas, al dinero, al sexo, al juego, al afecto incondicional incluso, a casi cualquier distracción que nos evite la obligación de mirarnos, observarnos y aprender a conocernos. Y a aceptarnos como paso previo a cualquier posible mejora.
El exterior de Manhattan ofrece, es cierto, un contraste notable con la cerrazón mental. No hablamos de alguien que lo haya perdido todo. Hablamos de alguien obsesionado hasta la ofuscación, por su vocación, por su trabajo. Esto es, la mente, la conciencia, el mundo y otra vida en esta.
El libro se inicia sin truco ni maquillaje: Julia acaba de cumplir 30 años. Está en Puerto Rico, en la isla de Vieques para celebrarlo. Y su coche se cae por un terraplén. Con 26 años ya le habían diagnosticado que dejara de beber si no quería morir con 30. Al salir pasó por la licorería.
Se decía a sí misma que beber la centraba en el trabajo, que le ayudaba alejándola de los problemas del mundo. Y aun así, todos los lunes decidía dejar de beber. Pero fracasaba. Cualquier cosa: un ruido que no la dejaba dormir, celebrar la abstinencia de dos días, lo que Wertz plantea entonces con su cómic es qué nos hace ver. Y a ella, lo que le lleva a ver es el tamaño de su vivienda. Sus condiciones (falta de luz, aire y saneamientos en condiciones). Pero también el otro lado: el lugar donde esa vivienda le permite vivir. El resultado, lo he dicho, es un doble viaje, minuciosamente dibujado, desnudamente narrado. Y con grandísimas dosis de humor. No se lo pierdan.
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