Qué no funciona en las ciudades, por qué no lo hace y cómo podría hacerlo
La arquitecta Izaskun Chinchilla, autora del libro ‘La ciudad de los cuidados’ (Catarata) explica cómo las urbes discriminan racial, socialmente, por edades y por género. También cómo cuidan más los negocios que a los ciudadanos y cómo podrían cambiar las cosas
Izaskun Chinchilla (Madrid, 1975) es una rara avis en la arquitectura española. Una guerrera pacifista, una funambulista de la creatividad y, por encima de todo, una cabeza pensante que, ya desde que era una brillantísima estudiante en la ETSAM, se propuso revolucionar la arquitectura no desde las formas sino desde los usos.
Durante años como arquitecta desde el estudio que dirige en Madrid, pero también como docente (en las aulas de la escuela Bartlett de Londres o ETSAM de Madrid) Chinchilla ha convertido viviendas, comercios y espacios públicos en lugares desde donde repensar por qué hacemos las cosas como las hacemos y cuánto de ese comportamiento viene decidido por la arquitectura. En el libro La ciudad de los cuidados (Catarata) explica qué no funciona en las ciudades, por qué no lo hace y cómo podría hacerlo.
Pregunta. ¿Las ciudades están pensadas más para unos ciudadanos que para otros?
Respuesta. En general, están pensadas por y para varones en edad laboral que cuentan con vehículo privado y pertenecen a la cultura y raza local. Hay muchas evidencias de este hecho: las actividades productivas han sido objeto de una minuciosa atención normativa para proteger los derechos de estos ciudadanos. En todas las urbes existen normas escritas que establecen pautas claras para repartir mercancía, distribuir publicidad o abrir los comercios con un determinado horario. Las instituciones municipales, sin embargo, no han regulado, ni han debatido, ni han dado cobertura y protección a derechos como poder beber agua gratuitamente en el espacio público, usar el aseo de una terraza que invade el espacio común, jugar y divertirse en la calle sin correr riesgo y sin pagar, pasear protegidos del clima o sestear en un banco público. Nuestras normativas permiten dejar los vehículos aparcados en las calles, pero no las neveras, los sofás o los juguetes.
P. ¿Siempre es así? ¿O hay ciudades que cuidan mejor a sus niños, mujeres y ancianos?
R. En general, los centros urbanos de las ciudades mediterráneas tradicionales son un buen lugar para ser una niña, un niño o un mayor por tres motivos: son ciudades continuas y compactas, se pueden cruzar a pie de Norte a Sur; son ciudades con bastante hibridación de usos (esto las acerca al ideal de ciudad de 15 minutos) y cuentan con una tupida y bien conectada red de espacios públicos adaptados al clima.
P. ¿La ciudad mediterránea es entonces la más justa con la diversidad?
R. Hay dos problemas: estos centros han crecido y sus periferias han roto estas normas. Además, necesitan renovarse. Precisan implementar con urgencia y contundencia áreas de bajas emisiones y disminuir la polución. Necesitan aumentar su biodiversidad y necesitan aumentar la gobernanza ciudadana, (la decisión e implicación de los ciudadanos en el funcionamiento de la ciudad).
P. ¿Qué hace una ciudad más fácil para las mujeres?
R. Todo lo anterior y acciones específicas. Son el colectivo que históricamente se ha encargado de los cuidados y que, aún hoy, dedica estadísticamente un tiempo superior que los varones a esas tareas. Por eso en Viena han revisado la conexión del transporte público para facilitar los movimientos que requieren los cuidados.
P. ¿Cómo se piensa una ciudad para cuidar a sus ciudadanos?
R. En mi libro La Ciudad de los Cuidados hago siete propuestas: integrar áreas de naturaleza en lugares donde se tienen responsabilidades laborales facilitando el juego, la gestión del estrés y compartir actividades intergeneracionales. Implementar áreas de bajas emisiones donde se eliminen la aceras lanzando un mensaje claro al conductor: “Está invadiendo un espacio destinado a la actividad cívica”. Potenciar la orientación intuitiva en la ciudad usando patrones perceptivos reconocibles para niños, ancianos o inmigrantes en lugar de las señales destinadas al vehículo. Permitir que el mobiliario urbano sea redistribuido por la ciudadanía y no quedé fijo ni anclado al suelo. Disminuir la contaminación decreciendo un 50%, como fijan los acuerdos de París para 2023, el tráfico en las áreas de bajas emisiones y utilizando el espacio público liberado (un 10% de la ciudad) para una red de zonas verdes coincidentes con áreas urbanas densas. Disminuir la presión inmobiliaria sobre las áreas periurbanas incluyendo en ellas equipamientos públicos que ofrezcan programas de uso del espacio natural. Eliminar las plazas duras y convertir cubiertas y plazas en soportes para la biodiversidad.
P. ¿Usted diseña desde esa perspectiva? ¿Por qué empezó a hacerlo?
R. Al menos lo intento. En 2015, cuando mi hijo tenía tres años, el Distrito de Candem Town en Londres, me encargó un estudio para ver cuáles eran los mejores itinerarios para ir en bici al colegio. Hicimos muchos talleres con niñas y niños en los que les presentábamos reproducciones a escala de edificios patrimoniales y les preguntábamos si los reconocían. Cuando la respuesta era afirmativa, les preguntábamos por qué. Todas las respuestas tenían que ver con la experiencia que habían tenido en los edificios: recordaban la estación Euston, como el lugar al que habían llegado sus primos a visitarles en vacaciones, la iglesia de Saint Mary, como el lugar donde habían cantado himnos con su tía. No recordaban un material, una característica geométrica, un color o un estilo arquitectónico, como esperábamos. Me di cuenta de que lo que había estudiado en la Escuela (geometría, estructura, construcción, cimentaciones, instalaciones urbanas) era insuficiente.
P. ¿Qué falló en su educación?
R. Confundía el medio con el fin. El objeto de diseño, para el que trabajamos los arquitectos no es el edificio: es la experiencia de usuario. Para diseñar bien esa experiencia tendríamos que estudiar psicología de la percepción, algo de antropología y sociología, algo de pedagogía, y algo de comunicación… Cosas de las que ninguno de los más de 70 profesores varones que tuve en la Escuela —solo tuve dos profesoras asistentes— me habló.
Babelia
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