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La Kaíta y Rosario La Tremendita hurgan en las vísceras del cante jondo

La joven artista de Triana actualiza la pureza ancestral del cante gitano de La Kaíta en ‘Matancera’, uno de los espectáculos más singulares de esta edición de la Bienal de Flamenco de Sevilla

Amalia Bulnes
La Kaíta y Rosario La Tremendita, en Sevilla.
La Kaíta y Rosario La Tremendita, en Sevilla.Remedios Malvárez | Bienal de Flamenco de Sevilla (BIENAL DE FLAMENCO DE SEVILLA)

La Kaíta es una cantaora salvaje. Un fin de raza que no sabe racionalizar lo que canta, ni explicarlo, más allá de unas letras que en su voz negrísima le salen directamente de las tripas. Puede ser que esta artista nacida en Badajoz hace 64 años —aunque no es un dato muy preciso— represente hoy el último vestigio de la tradición oral más pura y ancestral del cante gitano. La Kaíta (bautizada como María de los Ángeles Salazar Saavedra) se sabe “salvaje total, como los últimos mohicanos”, dice riéndose a carcajadas. Reconoce que lo suyo “no se estudia, es mi modo de ser”, explica no sin cierta dificultad.

Así la descubrió el legendario productor de flamenco Ricardo Pachón en 1984 —pionero en barnizar de extrema modernidad la tradición más ancestral—, que pronto la incluyó en colaboraciones con grupos como Pata Negra; y también el director de cine Tony Gatlif, que captó su quejío sin domesticar en películas como el documental Latcho Drom (1993) y Vengo (2000). Su personalidad arrebatadora —aunque de una extrema vulnerabilidad— ejerce sin duda un enorme poder de atracción para todo tipo de artistas, sobre todo porque actúa como vive, sin filtros y sin impostura. Con la dureza de una vida que ya no existe: “Con seis años yo fumaba esos cigarros celtas con escudo que había, ¿te acuerdas?, con los mocos en la cara, y cantaba descalza en una peluquería de Badajoz donde había muchos gitanos, o en los bares… Yo me sabía las letras del Tío Porra y el Tío Porrina”, recuerda sin inmutarse. “Ahora no bebo ni fumo. Solo agua”, sonríe.

La Kaíta le hace este relato desprejuiciado a EL PAÍS un sábado en Sevilla a la caída de la tarde —kilates de oro rodeándole el cuello y los dedos, gorra de beisbol, pañuelo de lunares—, apenas 24 horas antes del estreno este domingo en la Bienal de Flamenco de Sevilla de Matancera, un experimento musical con el que una de las grandes protagonistas actuales de la revolución del cante jondo, la trianera Rosario La Tremendita (Sevilla, 40 años), ha querido redignificar la figura de la artista pacense, al tiempo que ha cumplido un sueño.

Profunda conocedora y estudiosa de la raíz de los cantes, Tremendita sabía de La Kaíta exclusivamente por vídeos antiguos que veía en casa con su padre —”Ella siempre me ha recordado a mi infancia, me hipnotizaban sus ojazos (de un azul indescriptible), sus hechuras, era una gitana que hacía vanguardia sin ella ser consciente”, recuerda—, pero no fue hasta hace un año cuando tuvo la oportunidad de encontrarse en persona con la cantaora de Badajoz en el Festival Flamenco On Fire de Pamplona. “Esa noche literalmente no dormí, sabía que teníamos que hacer algo juntas”.

La Tremendita, en Sevilla.
La Tremendita, en Sevilla.Remedios Malvárez | Bienal de Flamenco de Sevilla (BIENAL DE FLAMENCO DE SEVILLA)

Y este domingo al atardecer tomó forma todo ese torbellino de imágenes de aquella noche en blanco. La Kaíta es una excelente intérprete de los estilos extremeños (jaleos y tangos), a los que imprime su compás frenético y una queja sobrenatural, “su forma de expresarse no se procesa, no pasa por su cabeza”, reconoce la de Triana. Rosario La Tremendita, sin embargo, es “una calculadora” —se define con una sonrisa—. Además de cantaora, es compositora, directora musical en este espectáculo, productora, letrista y multiinstrumentista, como demostró anoche a los mandos de la guitarra y el bajo. En ese juego de opuestos y en un diálogo permanente entre los cantes de Triana y de Badajoz se desarrolló sobre el escenario lo que La Tremendita venía buscando desde que se topó con la descarnada fuerza de la Kaíta: que lo incontrolable, el potro desbocado que corre por la garganta gitana de la de Badajoz, sirviera a La Tremendita para darle alas y quitarle corsés, para “exponerme sin red”, confesaba horas antes.

Matancera es, sin duda, una apuesta valiente. Debe su nombre a las mujeres que en la Sierra de Huelva y el Sur de Badajoz —provincias limítrofes— remueven la sangre del cerdo para confeccionar con ese cuajo los embutidos. Tuvo mucho de este ritual ancestral —y eminentemente femenino— el espectáculo de Kaíta y La Tremendita, que tenía muchas ganas de iniciar este viaje hacia lo incontrolable: “A veces conviene hurgar en las vísceras del flamenco y ser menos racional, lo mejor que ha tenido Matancera es que sabía de antemano que podían pasar cosas en el escenario para lo que no iba a estar preparada, por más ensayos que pudiéramos hacer antes”.

Y lo que pasó fue un intercambio generacional y territorial cargado de verdad que transitó por cantes de levante, por los tangos de Extremadura que sangran en la boca de Kaíta, por soleá y jaleos, por cantes de fragua e incluso por las rumbas de Parrita y Los Chichos.

Con tres artistas sobre el escenario —la presencia del percusionista Daniel Suárez fue imprescindible— pero casi una quincena de implicados en una producción de enorme belleza visual y audiovisual —con la dirección escénica de Verónica Morales, que ha mimado y singularizado cada una de las personalidades únicas que se dan en este espectáculo—, Matancera fue concebida como una noche única en exclusiva para la Bienal de Flamenco de Sevilla —en el entorno excepcional y telúrico del Monasterio de la Cartuja—, pero que tras su enorme expectación, se prepara ya para viajar por el país.

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