El monocromo rojo que dio un giro a la historia de la pintura: así se anticipó Matisse a la abstracción
Una muestra en París indaga en la historia de ‘El taller rojo’, el cuadro de 1911 que llevó al pintor francés a romper con la figuración. Incomprendido y ridiculizado en su tiempo, hoy se considera una obra pionera
No puede considerarse un cuadro abstracto, pero tampoco plenamente figurativo. El taller rojo, pintado en 1911 por Henri Matisse, representa el atelier del artista francés en Issy-les-Moulineaux, localidad campestre a las puertas de París. En su interior hay una docena de obras de arte y un puñado de objetos decorativos. Hasta aquí, todo en orden: podría ser una obra cualquiera centrada en el espacio de trabajo de un pintor de entresiglos. Solo que ese taller está sumido en un monocromo rojo avanzado a su tiempo, una antimateria casi sobrenatural que convierte lo que pudo ser un lienzo canónico en un experimento radical. “Me gusta, pero no lo acabo de entender. No sé por qué lo he pintado exactamente así”, confesó Matisse al terminarlo.
Más de un siglo después, el cuadro sigue fascinando por sus abundantes misterios. Es una imagen plana y casi conceptual, que libera a la pintura de su función narrativa y de su obligada representación de la realidad, abolida en nombre de una abstracción todavía inconsciente. Más que una pintura, es un manifiesto sobre el uso del color, un elemento artístico que ya había cobrado autonomía un par de décadas antes con la emergencia de los impresionistas. Una nueva exposición en la Fundación Louis Vuitton de París, Matisse: L’atelier rouge, indaga en la historia de ese cuadro, no siempre conocida, y reúne las obras que aparecen representadas en él (excepto una, que fue destruida).
El resultado, que podrá visitarse hasta el 9 de septiembre, es una especie de viaje al interior del cuadro. También permite relatar la evolución artística del pintor en la primera década del siglo pasado: con este interior rojizo, Matisse puso fin a su etapa fauvista y se adentró con decisión en nuevas aventuras pictóricas. En el cuadro, de 1,80 metros de alto por 2,20 de ancho, la guarida del pintor —una estructura prefabricada, como se estilaba en esos tiempos de higienismo incipiente—, cobra el aspecto de una galería de arte improvisada, con óleos, bronces, yesos y terracotas mezclados con el reloj de su abuelo, una silla, una caja con lápices y tizas, una copa de vino medio llena (o medio vacía) y un plato de cerámica.
Entre las obras colgadas se encuentra un óleo poco conocido, Córcega, el viejo molino (1898), pintado en Ajaccio, donde el sol difumina los contornos y los detalles, como Matisse ya había entendido unos años antes, durante una estancia en la isla bretona de Belle-Île, que también frecuentó Monet. Aun así, el Mediterráneo convenía más a su proyecto artístico, como descubrió en Saint-Tropez con Signac, y en Collioure al lado de Derain. El cielo gris del norte de Europa paralizaba la creatividad de este hijo de mercader de semillas, nacido cerca de la frontera con Bélgica. Dos obras más célebres, El joven marino (1906), retrato de paleta clara y pinceladas libres, y El lujo (1907-08), primer experimento con las superficies mates del temple, también influyeron en la obra magna de esta exposición.
El taller de Matisse está sumido en un monocromo rojo avanzado a su tiempo, una antimateria sobrenatural que convierte lo que pudo ser un lienzo canónico en un experimento radical
Maestro de la sinestesia, Matisse creía que el verde no servía para pintar la hierba, ni el azul para delinear el cielo. En 1905 firmó Mujer con sombrero, retrato de su esposa, Amélie, en gamas cromáticas tirando a alucinadas, como añiles, turquesas y amarillos. Cuando le preguntaron de qué color iba vestida su mujer, el pintor contestó: “Evidentemente, iba de negro”. Con el mismo espíritu iconoclasta, tiñó el cuadro de su atelier de un rojo veneciano, el color predilecto de Tintoretto y Tiziano, pero también el de los pintores de Altamira. Fue un impulso repentino al final del proceso, cuando ya tenía el cuadro casi terminado. Matisse lo dejó reposar durante un mes y luego aplicó ese color “casi de una sentada”, pese a que no se ciñera a la realidad física que tenía ante los ojos. En la versión inicial, las paredes eran azules, el suelo era rosa y el mobiliario era ocre, como dejan claras algunas trazas de color en los bordes. Lo descubrió hace pocos años el MoMA de Nueva York, propietario del cuadro y coproductor de esta exposición centrada en solo un puñado de lienzos y alejada de los blockbusters que presentan una sucesión interminable de obras en las salas, lo que permite una mayor concentración y atención al detalle.
El taller rojo tuvo un destino desigual. En un primer momento, fue incomprendida y, a veces, ridiculizada. Su mecenas, el industrial ruso Serguéi Ivanovich Shchukin, gran coleccionista de las vanguardias y que había apoyado a Matisse en todos sus experimentos —no dudó en adquirir La danza y La música cuando aún no se entendía bien su primitivismo—, no quiso comprarlo, demostrando una incomprensión frente a la pequeña revolución que ese cuadro suponía. “Ahora prefiero sus cuadros con figuras”, se justificó educadamente en una carta al pintor. La obra se expuso en Londres un año después, en 1912, en el marco de una exposición posimpresionista. Las críticas de la época demuestran que fue mal acogido, como sucedería en el Armory Show de Nueva York solo unos meses más tarde, donde también fue objeto de un relativo escarnio.
La obra no encontró comprador hasta 1927, cuando David Tennant, propietario del Gargoyle Club, lo adquirió para colocarlo en la sala de baile de ese lugar de encuentro de la alta sociedad londinense. Acabó en manos de un galerista neoyorquino, Georges Keller al terminar de la II Guerra Mundial, cuando el MoMA empezó a demostrar interés por la obra, bajo el impulso de su primer director, Alfred Barr Jr. La compra se cerró en 1948. El cuadro fue presentado al público a mediados del año siguiente con el título con el que es conocido hoy (Matisse había preferido el más prosaico Panel rojo) y convertido en acto fundacional de la modernidad pictórica del siglo XX. La obra influyó poderosamente en una nueva generación de críticos de arte y de futuras figuras del expresionismo abstracto o del minimalismo, como Mark Rothko, impresionado por el poder expresivo de ese rojo, o Ellsworth Kelly, protagonista de una retrospectiva simultánea a la de Matisse en la Fundación Louis Vuitton, que tradujo el uso del monocromo del pintor francés a la abstracción geométrica.
El taller rojo marcó un giro en la historia de la pintura, pero también en la propia producción de Matisse. La exposición lo demuestra con cuadros como Peces rojos y escultura (1912), firmado solo unos meses después, que se distingue por su uso de un monocromo similar, solo que en azul cerúleo. O, décadas más tarde, su Gran interior rojo (1948), que retomaba el método cervantino de la obra dentro de la obra y volvía a reproducir algunos de los cuadros del pintor. Sería un punto y aparte en su trayectoria. Justo después, Matisse se enfrascó en su último proyecto: los famosos cut-outs, recortes de papel blanco pintado con gouache, a los que dedicó la recta final de su vida antes de morir en 1954. Fue el último ejemplo de su inacabable audacia.
Babelia
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