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Universos paralelos
Columna
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Joaquín Sabina: el personaje se comió a la persona

Los 75 años del músico jienense son la excusa para una exhaustiva visión panóptica de su obra

Joaquín Sabina, en los años ochenta.
Joaquín Sabina, en los años ochenta.Getty
Diego A. Manrique

Joaquín Sabina es un pez resbaladizo. Pertenece a la rara categoría de los entrevistados perfectos. En cuanto se enciende la luz roja, suelta un torrente de confesiones que ciega a cualquier periodista: como los galgos que persiguen a la liebre mecánica, el instinto anula todo propósito indagatorio. Además, Joaquín esquiva las caracterizaciones simplonas: se le considera más poeta que cantante, dado que muchos no saben si es un rockero vocacional, un cantautor evolucionado, un rumbero frustrado o la mezcla de todo.

En su abundante bibliografía se presta mucha más atención a lo literario que a lo musical. Ahora llega Inventario 75, libro de Juan Puchades y Julio Valdeón que combina ambos enfoques (e incluye una amplísima destilación de sus entrevistas). Se avisa que la discografía de Sabina es un campo de minas, con llamativas discrepancias entre vinilos y compactos, aparte de demasiadas joyas sueltas en pequeños soportes, discos colectivos y trabajos en directo. Por las que, ay, ni el artista ni su compañía parecen tener mayor interés.

Valdeón y Puchades rastrean influencias que no se suelen mencionar, desde los frecuentes patrones de J. J. Cale a la inspiración del primer Jean-Patrick Capdevielle, con su brío springsteeniano. Aunque la realidad del país le obligara a trabajar más con los modelos de Dylan y The Rolling Stones, luego complementados con efluvios caribeños y los tesoros de la canción popular hispanoamericana. Mejor olvidar esa querencia por el jazz añejo que se suele materializar en jocosas viñetas camp más propias de la Tuset Street barcelonesa que de Canal Street en Nueva Orleans. Musicalmente lamentables pero, conviene reconocerlo, coherentes con su estética de hombre-con-bombín.

Flexible, Sabina se acomoda a los manierismos de sus productores. A veces funciona (José Luis de Carlos, Alejo Stivel) pero también abundan las pifias, desde la bisutería tecno de los lanzamientos de la segunda mitad de los ochenta al patinazo de la colaboración con Serrat (La orquesta del Titanic, título desdichadamente premonitorio). Como advierte Valdeón: al entrar en el siglo XXI, Joaquín se aleja del mundillo musical y “la biblioteca se convierte en su combustible casi único”. En vez de calle, televisión y periódicos.

Hay dos etapas en la vida pública de Sabina. Los últimos veintipocos años del pasado siglo representan la búsqueda de formatos, el acoplamiento a los grupos eléctricos, la voracidad de experiencias, los cimientos de la automitificación. Ya en el presente siglo, ascendido a fenómeno de masas, ha primado el oficio, manteniendo su productividad discográfica y giras gigantescas. Cierto que sus discos (y videos) en directo —se insiste en Inventario 75— contienen aproximaciones valiosas a temas clásicos. Aunque el Nuevo Joaquín toma demasiadas precauciones: evita tocar en América la sublime De purísima y oro por contener demasiadas referencias españolas; por la misma regla, tampoco cabría Barbi Superstar.

El Sabina épico queda hoy reducido a automatismos voluntariosos. Ley de vida, dirían los pesimistas. Que ahora se puede compensar con los descubrimientos de Inventario 75. Así, la escaleta del espectáculo de Joaquín Sabina y Viceversa en directo revela lo mucho que controlaba aquel bohemio desastrado. Y la ampliación de campo con miradas externas, desde los sonetos musicados por Pedro Guerra a las versiones italianas de Lu Colombo. Este iceberg no se agota así como así.

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