Claire Dederer, la ensayista que disecciona a los “monstruos” de la cultura: “Ignorarlos no te hará mejor persona”
La autora publica ‘Monstruos: ¿se puede separar al autor de su obra?’, un texto que indaga en el dilema moral de los fans frente a los artistas señalados por su comportamiento personal
El día que Claire Dederer (Seattle, 56 años) iba a participar en un documental radiofónico sobre La semilla del diablo se destrozó la cara. Influida, quizá, por conocer los terribles acontecimientos que han rodeado a la película más maldita de Roman Polanski —se estrenó pocos meses antes del asesinato de Sharon Tate, el compositor de la banda sonora cayó en coma, el productor estuvo a punto de morir y Mia Farrow, al igual que el guionista, se divorció ese mismo año—, resbaló de camino a la radio y acabó con una herida abierta, la piel raspada y varios dientes partidos. De cuclillas en la acera, sangrando, mientras el resto de transeúntes la contemplaban horrorizados, comprendió que se había convertido en lo que su director predilecto era para muchos durante esa época: un monstruo.
Tres años antes del Me Too, a esta crítica cultural ya le atormentaba la idea sobre qué debía hacer con su amor por “un genio repugnante”, cuenta en una entrevista con EL PAÍS por videoconferencia desde su casa en Seattle. Pese a conocer todos los detalles sobre la violación anal de Polanski a Samantha Gailey, una niña de 13 años, en la casa de Jack Nicholson en 1977; pese a los boicots, demandas y ataques de ira contra el director; pese a considerarse una buena feminista progresista de su tiempo, ella seguía disfrutando de su obra. Así que una tarde lluviosa de 2014 decidió volver a ver todas sus películas. Creyó que en su salón atestado de libros “todo podía curarse pensando”. Las películas volvieron a parecerle hermosas, furiosas, escalofriantes e implacables. La información biográfica apenas sobrevolaba ese cuarto.
Para cuando llegó 2017, cuando la ira de las mujeres se canalizó en revelar otras tantas atrocidades a las que habían sido sometidas por otros genios del arte, Dederer decidió publicar un ensayo en The Paris Review que explotó por todo internet. Se titulaba ¿Qué hacemos con el arte de los hombres monstruosos? y se preguntaba precisamente eso: qué pasa cuando alguien —como Polanski, Picasso, Hemingway, Michael Jackson o Woody Allen, entre otros muchos nombres— dijo o hizo algo terrible, pero creó algo grande. Ese texto ha dado pie a Monstruos: ¿se puede separar el artista de su obra?, un libro de casi 300 páginas traducido por Ana Camallonga y editado por Península en el que esta memorialista indaga en todos los dilemas morales a los que se enfrentan los fans cuando creen, ilusos ellos, que están tomando decisiones éticas. Una reflexión que también rompe con la idea de la crítica cultural como autoridad y árbitro y que apuesta por un giro afectivo frente a los juicios del arte. ¿Qué somos, sino un manojo de sentimientos?
Pregunta. ¿Se puede separar al artista de su obra?
Respuesta. Esa es la duda que me asaltó cuando encaré este problema. ¿Cuál es la relación entre el arte y el artista? ¿Deberíamos separarlo? Me di cuenta de que eso no es realista. Sentí que en esta intención de división voluntaria, entender las dos cosas por separado, era imposible. La integración del arte y el artista es algo que siempre está ocurriendo.
P. Para simbolizar esta imposible partición recurre a la metáfora de “la mancha”. Se pregunta si escuchar a Michael Jackson en su era de los Jackson 5 es más liberador que ponerse la obra de su era adulta. Algo que, en su caso, no funcionó. La mancha, como dice, tiene efecto retroactivo.
R. La idea de intentar separar al artista de la obra es como intentar separar una fibra textil de una mancha de vino. La mancha ocurre, quieras o no. Una no puede decidir qué espacio ocupará en la alfombra cuando se derrama el líquido. Eso, por mucho que intentes evitarlo, no va a pasar.
P. Dice que internet y la democratización del acceso a la información han sido clave para exponer “la mancha” de los artistas. Antes, la biografía era elusiva, pero ahora lo impregna todo: aunque no busquemos esos datos, nos secuestran la atención.
R. Cuando era una cría, era dificilísimo saber algo personal de un artista que me fascinase. Tenía que haberse editado alguna biografía y tú, por tu parte, debías poder acceder a ella. Todavía recuerdo, de adolescente, lo maravillada que estaba cuando conseguía alguno de esos libros. Esto se ha perdido. Ya no es como cuando ibas a una tienda de vinilos y escogías uno intrigada por la foto de portada o la tipografía. Ya no te acercas al arte sin información previa. Estamos continuamente bombardeados. Así funciona internet: yo comparto mi biografía, tú compartes la tuya en redes sociales y consumimos la del resto continuamente. Esto me entristece.
P. ¿Por qué?
R. Porque ya no podremos tener ese sueño del encuentro, de una perfecta transmisión entre artista y observador. Hemos perdido la capacidad de enfrentarnos solo a la obra, de que esa sea lo único entre emisor y receptor. Ahora no puedes evitar hacerlo sabiendo toda esa información biográfica que te ha llegado, la hayas buscado voluntariamente o no. Hace unos meses, de viaje en Nueva York con mi hija adolescente, me crucé con la artista Carrie Brownstein. Charlamos un rato y me dijo que su único objetivo ese día era poder hacerse con algún vinilo, libro u obra de arte de la que no supiera absolutamente nada. Me pareció precioso. Hoy en día es como buscar un tesoro.
P. ¿Qué hace a un artista monstruoso? En el ensayo, parte de la definición que la escritora Jenny Offill dio a los “monstruos del arte” en Departamento de Especulaciones: “Iba a convertirme en un monstruo del arte. Las mujeres casi nunca acaban convertidas en uno porque los monstruos del arte solo se preocupan del arte y nunca de las cosas prosaicas. Nabokov no era capaz ni de cerrar el paraguas. Vera tenía que pegarle los sellos”. Esa cita, precisamente, resonó muchísimo entre las creadoras de esta generación.
R. Creo que si ese extracto voló tan lejos no fue porque las mujeres soñaran con la idea de convertirse en un monstruo. No pensaron: ‘Vaya, me encantaría desentenderme del cuidado de mis hijos o de lo que el resto necesite de mí’. Pero hay algo aspiracional en esa frase, ¿verdad? Ninguna de nosotras va a convertirse en un monstruo del arte de esa manera, pero ¿por qué algunas consideramos monstruoso el acto de cerrar la puerta del estudio y desentendernos de los demás? Esas son las preguntas que me interesan y las que, como memorialista, me hago a mí misma.
P. ¿Por eso cree que las artistas monstruosas son las que abandonaron a sus hijos para crear, como hicieron Doris Lessing o Joni Mitchell?
R. El libro es muy personal, funciona desde el poder de la subjetividad. Como madre de dos hijos, esa idea es algo que siempre ha invadido mi mente. Cada momento que he pasado con mis hijos yo podría haber estado creando, ¿verdad? Eso no significa que no quiera estar con ellos, pero hay una sensación elástica de renuncia en la crianza. Lo pensé mientras pasaba una semana en una residencia de artistas en Marfa (Texas), alejada de mi familia. ¿Si me voy durante una semana, soy una abandonadora también? Siempre he tenido esta sensación de que el peor crimen que puede cometer un hombre es una violación, pero el de una mujer es abandonar a sus hijos.
P. Escribe sobre el siglo XX: “El fornicio, la insensibilidad, la crueldad, la masculinidad y la brutalidad dieron forma a la imagen de los genios”.
R. Me interesa mucho la idea de cómo Picasso y Hemingway, de la mano de los medios de comunicación masivos, edificaron la idea del artista-genio a su semejanza, una muy sexi y comercial. Esa imagen era brutal, porque era la de un hombre devorador de mujeres. Era dañina.
P. Una vertiente que explora es cómo artistas que no hicieron nada monstruoso pueden ser manchados por su obra, como le pasó a Nabokov con Lolita.
R. Debemos aceptar que la humanidad sucede de muchas formas. Lo que más miedo me da es que el trabajo pueda ser condenado por su contenido. En Lolita, fue por el retrato de la pedofilia; con Philip Roth, fue el sexismo; con James Salter, la explotación de las mujeres jóvenes. Condenar el arte por su temática es peligroso.
La forma en que consumas arte no te hará mejor o peor persona, tendrás que apanártelas de otra manera para conseguirlo
P. El concepto “cultura de la cancelación” solo aparece cuatro veces en el libro. No parece muy cómoda con su uso hoy en día.
R. Me esforcé mucho por no escribirlo, fue una decisión totalmente intencional y es algo que debo agradecerle a mis hijos. Fueron ellos los que me enseñaron que si la gente no puede alzar la voz para contar qué ocurrió, ¿cómo estamos mejorando como sociedad? Si usamos la cultura de la cancelación como un garrote contra esas voces, lo único que estamos haciendo es evitar que la gente levante la mano y diga: “Esta cosa horrible me pasó a mí”.
P. Hay una cierta sensación, incluso, que los boicots benefician a quienes señalan. El cómico Louis C. K. llena teatros en su última gira.
R. Vivimos en un momento político donde hay un reverso de estatus: algunos señalados acaban mostrándolo con orgullo. Es algo muy trumpista. “Estoy diciendo lo que todo el mundo piensa”, esgrimen ahora. Pero eso no es verdad. Creo que tanto en Estados Unidos como en Reino Unido, ahora mismo, la idea de rebelde se ha pervertido. Ya no es aquel que se enfrenta a la autoridad, es el reaccionario que se enfrenta a la idea de progreso social. Eso, precisamente, es lo menos rebelde del mundo.
P. También cree que esa idea de justificar a los artistas monstruosos del pasado alegando que no daban para más por sus costumbres e idiosincrasia es errónea. Dice que los ciudadanos del presente, los adultos del mundo, tampoco hemos mejorado.
R. Solo hay que atender a todo lo que está pasando a nuestro alrededor. Creo que nunca ha sido más cristalina la idea de lo imperfectos que somos.
P. Problematiza la noción de ‘consumidor del arte’ porque ese concepto nos aísla frente a cambios estructurales y colectivos.
R. Sí, porque ¿qué podemos hacer? Lo primero que me vino a la cabeza era qué podía hacer yo, porque yo me quiero considerar una buena persona, saber qué responsabilidad puedo asumir. Por ejemplo, me siento fatal por el cambio climático, y existe esa noción que quizá ayudaré si no uso pajitas de plástico. Limitar esa noción del ‘yo’ al consumidor es venenosa y más perjudicial que todo lo bueno que traiga el hecho de no usar pajitas de plástico. Me explico: pensar que nosotros, atomizados, seremos agentes de cambio es erróneo. Nos quita poder.
P. ¿Y cómo se aplica todo esto en nuestra relación con el arte de los hombres monstruosos?
R. Un poco igual. Queremos crear esta narrativa de que somos buenas personas, de que estamos tomando decisiones importantes al no consumir a un artista monstruoso, pero en realidad no estamos cambiando nada. La forma en que consumas arte no te hará mejor o peor persona, tendrás que apañártelas de otra manera para conseguirlo. Pensar en ese problema, investigar tu propio amor, pero fuera de la lógica del consumidor.
P. Pese a todo, ¿sigue amando a Polanski?
R. Después de todo, ¿qué quieres que te diga? Creo que La semilla del diablo es la obra de un genio. Amo Repulsión. Adoro su trabajo. Pero después de escribir este libro, y de toda la promoción que he hecho, ahora mismo, estoy muy cansada de Polanski.
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