Baleares reconoce la discriminación histórica de los chuetas
El Parlamento autonómico admite la marginación que por siglos sufrieron los descendientes de judíos conversos en la isla de Mallorca, marcados durante generaciones por el peso de su apellido
La anécdota la contaba el expresidente del Congreso Félix Pons en un texto a propósito de la presentación del libro El pleito de Cartagena, del historiador y escritor Román Piña, en el año 2006. Hablaba Pons de las relaciones familiares y se refería a un episodio ocurrido entre su padre, Félix Pons Marqués, y su abuela, María Marqués, en los años treinta del siglo pasado. Contaba que su progenitor llegó un día a casa y avisó “con la prudencia que el caso exigía”, que entre sus amistades femeninas y quizás también como precandidata al matrimonio había una chica “portadora de un apellido innombrable”. La madre le comunicó a su hijo que ella no podía oponerse a que encaminase su vida haciendo uso de su libertad, pero le advirtió “con la mayor suavidad imaginable” de que si la cosa seguía adelante no volvería a poner los pies en su casa. “Un ejemplo de entre miles de una realidad muy conocida”, decía Pons en su artículo.
El apellido de la joven era uno de los 15 linajes que en 1691 fueron marcados en Mallorca con un estigma, cuando la Inquisición los señaló como los apellidos de las familias de judíos conversos, oficialmente cristianos, pero siempre bajo sospecha de la práctica del judaísmo en la clandestinidad. Durante siglos, los apellidos Aguiló, Bonnín, Cortés, Forteza, Fuster, Martí, Miró, Picó, Piña, Pomar, Segura, Valls, Valentí, Valleriola y Tarongí han arrastrado esa asociación, que en la isla les llevó a ser concentrados o amparados en los llamados call (juderías) y, sobre todo, a tener que casarse entre los propios clanes familiares por las reticencias del resto de la sociedad isleña a emparentarse con ellos. A los portadores de estos apellidos se les designó con el apelativo de chuetas, una palabra que proviene del término mallorquín juetó.
El pasado septiembre, el Parlamento de Baleares aprobó una proposición no de ley, con el apoyo de todos los grupos parlamentarios, para reconocer “la marginación y discriminación” sufrida por los chuetas en Mallorca y con el objetivo de “restaurar una deuda histórica” con los descendientes de los judíos conversos. Una situación que solo se dio en esta isla y de la que se cuentan episodios hasta mediados del siglo pasado.
La comunidad judía en la isla databa del siglo V y se mantuvo estable hasta que en 1391 se produjo el primer asalto a la judería de Palma, que quedó completamente destruida. “A finales del siglo XV, con la Inquisición, hay una persecución hacia los judíos conversos. Muchos seguían practicando el criptojudaísmo, los ritos religiosos judíos en la intimidad, y la Inquisición los perseguía. Empezaron los recelos de los viejos cristianos a juntarse con ellos”, explica la historiadora Laura Miró, autora de cuatro libros de divulgación y testimonios sobre los chuetas en Mallorca.
El suceso clave tuvo lugar en 1691: la Inquisición condena a muerte a 37 chuetas acusados de practicar el criptojudaísmo. Tres de ellos, Catalina Tarongí, Rafael Benito Tarongí y Rafael Valls, fueron quemados vivos en la hoguera porque se negaron a ser bautizados. “Esos autos de fe de 1691 no quedan solo en unos asesinatos, sino que hay una voluntad de continuar con el estigma contra sus familias”, cuenta Miró. Ese mismo año se publica La fe triunfante, una obra escrita por el jesuita Francisco Garau, en la que se narran los episodios más destacados de la Inquisición en Mallorca, donde se incluye una lista con los apellidos de las víctimas, hecho reforzado con varios sambenitos que fueron colgados en el convento de Santo Domingo de Palma para que todo el mundo pudiera verlos. En 1755, en una reedición del texto, los apellidos quedaron reducidos a 15, que son los que se conocieron durante los siglos posteriores como los linajes chuetas.
El peso de esos apellidos hizo que tuvieran una conciencia colectiva de quiénes eran, regentaran los negocios en las mismas zonas, como la calle Argentería de Palma, donde perviven joyerías con algunos de esos apellidos, o que se relacionaran entre las propias familias, sobre todo en lo referido a los matrimonios. “Mis padres se casaron siendo mayores y posteriormente descubrimos que fue por una reticencia familiar de la parte materna al apellido. En una carta, mi madre le expresa a mi padre que no le quiere dar ese disgusto a su madre y que no se pueden casar”, explica Josep Pomar, médico mallorquín y exdirector general del Servicio de Salud balear, que afirma que había “una fuerte discriminación en temas matrimoniales”, aunque opina que a nivel social la segregación era menor. Él conoció el término chueta cuando era un adolescente de 14 años y sintió una curiosidad intelectual y vivencial, nunca religiosa, por recuperar la memoria de su familia. Un tema con el que se ha sentido identificado y que le ha llevado a reunirse con otros descendientes chuetas para explorar e investigar la historia común.
A pesar de que nunca sintió la discriminación que pudo sufrir su padre, Pomar admite que siendo ya adulto descubrió que había madres de chicas con las que estudiaba que no veían con buenos ojos que apareciese por su casa, simplemente por su apellido. Habla de principios de los setenta, una situación muy diferente a la que vivió su padre, nacido en la primera década del siglo XX, que le contó que los niños chuetas iban y volvían de la escuela acompañados de un adulto para protegerles de posibles agresiones. Pomar considera “atroz” que la discriminación hacia los judíos conversos en Mallorca durase “de forma cruda” hasta los años cincuenta, cuando era un asunto que no existía en el resto de España. En esa época bastantes chuetas se marchaban a vivir a otras zonas de la Península, como Barcelona o Valencia, lugares a los que llegaban para estudiar.
La marginación del colectivo pasó por diversas etapas de intensidad. A finales del siglo XVIII un grupo con un nivel económico destacado viajó a la corte de Carlos III para pedir que legislara a su favor y consiguió que la Corona les dejara trabajar en todos los oficios, entrar en el ejército y vivir en cualquier zona. Sin embargo, las autoridades locales se mostraron reticentes a aceptar la norma y muchos gremios no aceptaron a los chuetas sin certificados de pureza de sangre, poniéndoles además dificultades para entrar en la universidad. “A mediados del XIX se lograron muchos avances, pero con la llegada del franquismo se truncaron las medidas encaminadas a favorecer la convivencia”, explica Miró. Las autoridades del régimen borraron los nombres de las calles que la Segunda República había dedicado en Palma a algunos de los chuetas quemados en la hoguera por la Inquisición y algunas familias llegaron a recibir cartas anónimas con amenazas de enviarlos a campos de concentración. “En 1966, el escritor Miquel Forteza Piña quiso abrir los ojos a los mallorquines con un ensayo en el que explicaba que había más de 15 apellidos chuetas. La gente fue viendo que a lo mejor le tocaba y se fue abandonando la idea de señalarlos”.
El cocinero y divulgador Toni Pinya es uno de los pocos descendientes de judíos conversos que retornaron a la religión que practicaron sus antepasados. Ateo, fue educado en un colegio religioso y, hasta su padre, todos sus antepasados se habían casado con miembros de los 15 linajes chuetas. Como muchas otras familias, la suya estaba marcada por el cristianismo porque muchos chuetas donaban más dinero a la iglesia o mostraban de forma más pública su fe para tratar de alejarse del estigma de la historia. “Cada lunes, el cura nos preguntaba a los que teníamos apellidos chuetas a qué iglesia habíamos ido el domingo y qué capa llevaba el cura. Si mentías, te castigaba”, cuenta Pinya, que con el paso de los años fue interesándose más por la historia religiosa de sus antepasados. “Cuando realmente me interesé fue estudiando los orígenes de la cocina mallorquina. Me convertí al judaísmo por las cacerolas”, asegura. Ha cambiado la sobrasada de cerdo por la de cordero o la de ternera kosher y espera a sus 73 años poder publicar un libro sobre las raíces comunes de ambas cocinas.
Los casos de conversión de chuetas al judaísmo entre la comunidad mallorquina son anecdóticos, apenas son cinco o seis personas, según el líder de la comunidad judía en Palma, Arieh Girondí. El más destacado es el del rabino Nissan Ben Abraham, antes Nicolau Aguiló, que se convirtió hace más de 50 años y combina su trabajo en la sinagoga de Palma con otras labores en Israel. “Existe mucho interés en conocer lo ocurrido desde un punto de vista más intelectual que de otro tipo. Hay muchas obras publicadas sobre el tema”, dice Girondí, para quien la jornada de puertas abiertas que celebran una vez al año sirve de termómetro acerca del interés que se muestra en conocer sus raíces. No hay cifras sobre el número de descendientes de chuetas que viven en la isla. El ensayo de Forteza los cifraba en unos 5.000, aunque es una estimación de hace más de 50 años.
“Desde la llegada de la democracia creo que no existe ningún tipo de discriminación, quizás algún comportamiento social muy reducido y aislado”, dice Girondí, que rememora un episodio de pintadas contra el primer alcalde socialista del Ayuntamiento de Palma, Ramón Aguiló. La fachada del Consistorio apareció un día pintada con frases en las que calificaban al alcalde como “rabino mayor” y tachaban al Ayuntamiento de “sinagoga”. “Eran rechazos muy minoritarios. Creo que a las nuevas generaciones todo esto les pasa totalmente desapercibido”. Por eso, Girondí espera que la iniciativa parlamentaria se despliegue y los más jóvenes puedan conocer un pasado del que ahora solo quedan algunos apellidos.
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