El último Monet: casi ciego, abstracto y poco valorado
El pintor francés, condicionado por las cataratas, llevó su pintura en la etapa final de su vida a un extremo gestual y poco figurativo
Trazos amarillos, azules y verdes se amontonan sin formar figuras fáciles de reconocer, solo manchas de color a lo ancho de tres metros de lienzo. Tampoco se distingue arriba ni abajo en el cuadro Glicinas (1919-1920), de Claude Monet (1840-1926), mucho más al límite de la abstracción que en otras obras que realizó en el esplendor del impresionismo en las tres últimas décadas del siglo XIX. El óleo pertenece a su último periodo, cuando el artista padeció cataratas, de las que se tuvo que operar y condicionaron una particular producción de piezas que no fueron valoradas hasta mucho después de su muerte, como apuntan expertos en su trabajo.
Glicinas es una de las obras que mejor representan la última fase del pintor francés. Una de las más de 40 que se exponen por primera vez en Madrid desde el próximo jueves en CentroCentro en la muestra Monet. Obras maestras del Musée Marmottan Monet. Provienen del Marmottan, un palacete del siglo XVI ubicado a ocho kilómetros del centro de París y que contiene la colección más grande e importante del pintor francés, gracias en gran medida a la donación de su hijo, Michel, en 1966. Sin descendencia directa, este enriqueció el acervo del Marmottan con la colección personal de su padre; la que conservó para él en su casa en Giverny, conformada en buena parte por esos trabajos finales que atestiguan una producción sin pausa a pesar de la dolencia en sus ojos.
Las cataratas llegaron en plena investigación plástica del artista sobre sus jardines en Giverny. El impresionista, cada vez más alejado de la figura humana, estaba fascinado con su nuevo entorno, según Aurélie Gavoille, una de las comisarias de la muestra y asistente de conservación del Marmottan. El historiador de arte Philippe Piguet comenta que esta población rural, donde confluyen los ríos Sena y Epta y a la que Monet llegó en 1883, le impresionó por “la calidad de su luz, debida a la especie de microclima que se crea en la zona por su topografía y la gran presencia de agua”.
Los síntomas de las cataratas (pérdida de claridad en la visión, alteración en la percepción de los colores) no detuvieron su trabajo pero lo condicionaron, tanto en su práctica como en los resultados. “Se organizó cuando empezó a tener problemas con los tonos en 1912, la paleta tenía los colores siempre en el mismo orden”, sostiene Gavoille. La comisaria asegura que la gama cromática del artista se redujo y quedó dominada por marrones, rojos y amarillos, “colores más violentos, atrevidos”. Varios cuadros de esa etapa y que se exponen ahora dan cuenta de la predominancia de esos tintes con un aspecto gestual y vaporoso, como Camino de rosas (1920-1922), Puentes japoneses (1918-1924), Sauce llorón (1918-1919) o El jardín de Giverny (1922-1926).
La historiadora Emmanuelle Amiot-Saulnier escribe en un texto para la exposición que el avance de la enfermedad es muy patente en la serie Puentes japoneses. “El ojo derecho pierde la percepción natural de la profundidad propia de la visión binocular, como queda reflejado en la serie, que impresiona por su falta de profundidad”.
Monet se resistía a operarse. “Le daba miedo porque era pintor y pensaba que iba a perder la intensidad de los colores”, cuenta Gavoille. Se sometió finalmente a cirugía en 1923, “gracias a su amigo Georges Clémenceau, que también era entonces presidente del Consejo de Francia”. Para Gavoille, Monet nunca tuvo riesgo de quedarse ciego: “Quizás le aterraba no poder ver nada y encontrarse con el negro. El negro, además, era un color que se negaba totalmente a usar en sus cuadros, pero las operaciones salieron muy bien”. Sin embargo, la visión de Amiot-Saulnier es mucho más dramática: “Experimentó todo el desasosiego de una ceguera progresiva y desigual en ambos ojos, hasta el punto de que en 1922 le quedaba una décima parte de visión en el izquierdo, mientras el derecho percibía solo el movimiento”.
La condición ocular hizo que Monet tomara distancia con los contornos, puntos de fuga, detalles y demás preceptos académicos, a pesar de que rechazó el movimiento abstracto, refiere Gavoille. “Hay un cambio en su forma de pintar, en la técnica. El final de la exposición está dedicado a esa búsqueda de un estilo de pintura más refinado, digamos”. Su serie de Nenúfares (1916-1919) es una de las obras más populares de esa etapa final (en 2014 se subastó uno de esos lienzos por 40 millones de euros). Son la apoteosis de su carrera, después de estudiar y reproducir esas plantas acuáticas en formatos pequeños hasta acercarse a los soportes de dos metros. Prescinde de cualquier perspectiva y elimina el horizonte para que el espectador se sumerja en el espejo de agua.
La comisaria general de la exposición y conservadora del Marmottan, Sylvie Carlier, indica que la última producción de Monet fue poco comprendida y apreciada por sus contemporáneos. Fue rescatada en la segunda mitad del siglo XX y puesta en valor principalmente en Estados Unidos con exposiciones en el MoMA y el reconocimiento los expresionistas abstractos, “en particular Jackson Pollock (1912-1956), que se inspiró mucho en ella para su propia técnica”, dice Carlier. Amiot-Saulnier coincide: “Monet, en suma, otorgó a Jackson Pollock el derecho a existir y a dejarse absorber por su dripping como un chamán en trance. Dio a los pintores del movimiento Color Field la posibilidad de considerar el lienzo como un campo de colores, no de formas, como auguraba Mark Rothko (1903-1970), de absorber al espectador”.
El periodo final de Monet pasó de ser el menos cotizado —por paneles de seis metros se pedía el mismo precio que por un Cézanne o un Renoir de pequeñas dimensiones, unos 209.000 euros, según la historiadora Marianne Mathieu— a ser el foco de exposiciones en Estados Unidos. El MoMA no solo exhibió obras de este periodo sino que las adquirió y críticos como William C. Seitz las calificaron como el punto de partida de una nueva tendencia pictórica que abrió el camino para las vanguardias del siglo XX.
La muestra no solo está hecha de las últimas obras de Monet. Se exponen joyas como Retrato de Poly (1886), que el impresionista le hizo a un pescador de langostas que le ayudaba a cargar sus materiales. “Poly quería tener el cuadro como una especie de recompensa, pero Monet siempre se negó a dárselo porque le parecía un retrato muy bueno y no hacía muchos. Lo colgó incluso en su sala”, relata Gavoille. También estám Londres, el Parlamento. Reflejos en el Támesis (1905), en la que utiliza de excusa la estructura para pintar el reflejo del agua, o Paseo de Argenteuil (1870-1875), donde representa a su esposa con uno de sus hijos. Sin embargo, todas terminan en la exploración extrema de sus últimos años para aprehender la luz que paradójicamente le costó el ojo. Como decía de él Cezanne: “Un ojo... pero ¡qué ojo, por Dios!”.
Babelia
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