Las catástrofes de Triana
Pocas trayectorias tan tormentosas como las del trío sevillano
No es el primer tomo dedicado al grupo Triana, pero Triana. A través del aire bate récords en cuanto a tonelaje de biografías consagradas a figuras del rock nacional: casi 500 páginas, pero, ay, la editorial Almuzara ha decidido no incluir un índice. Y era indispensable: una de las virtudes del libro consiste en recoger testimonios de amigos y colaboradores cuyas voces rara vez se han manifestado, aquí presentes en entrevistas troceadas.
Redactado por Pablo Selma Luna, Triana. A través del aire cuenta con abundantes aportaciones, tanto en declaraciones como en material gráfico, de Eduardo Rodríguez Rodway, único superviviente del trío. Eduardo se reivindica aquí como el ideólogo del grupo, obligado a defender la dignidad del proyecto ante la prolongación oportunista de Triana, primero bajo la dirección del baterista Tele Palacios, que registró el nombre, y —tras su muerte en 2002— sin presencia de ningún miembro original.
La de Triana es una historia áspera. Se juntaron en 1974, cuando el rock español volvía a zumbar. Tenían una idea brillante —fundir esencias andaluzas con desarrollos “progresivos”— y canciones apasionantes… pero escaseaba el equipamiento. Supervivientes de mil miserias, les obsesionaba la posibilidad de ser explotados. Así que tiraron por lo económico, tardando tiempo en incorporar al directo la guitarra eléctrica de sus discos. Rompieron con Máximo Moreno, creador de sus abigarradas primeras portadas, por una cuestión de dinero. Con la dirección de su carrera, optaron por la autogestión, aunque terminarían entrando en la oficina de management Distar, de Toni Caravaca.
Aquello no arregló el desorden de sus conciertos. Nunca montaron una gira: hacían bolos sueltos, en recintos con nombres como Piscinas Benidorm (Linares) o Huerta El Clavo (Valencia de Alcántara). Una vida de riesgo, en un negocio musical con demasiadas carencias. Recuerden que Jesús de la Rosa, cantante y compositor principal, se mató en 1983, retornando de una actuación benéfica en San Sebastián.
También surgieron conflictos con la producción. Se enfurecían al ver que, por contrato, figuraba (y cobraba) Gonzalo García Pelayo como productor, algo que no era en el sentido convencional; en un momento dado, hasta prohibieron que Gonzalo entrara en Sonoland, el estudio donde grababan. Y sí, hubieran necesitado un productor, sobre todo en los ochenta, cuando salieron fuera de su zona de confort.
Triana se definía como “música callejera sevillana”. En Madrid, me temo, callejeaban poco: en cuanto pudieron se trasladaron a chalés en Villaviciosa de Odón. Nada se dice aquí de si iban a conciertos o de la música que escuchaban. Descubrieron el reggae, que se filtraría en algún arreglo, cuando volvían de un concierto en Galicia y sintonizaron un programa de radio sobre Bob Marley.
Una obsesión del autor es señalar el supuesto maltrato que Triana recibió por parte de la crítica musical. No parece entender la relación entre colaboradores y medios, o la dinámica de luchas estéticas dentro del estamento crítico. Por no hablar del cambio de estatus del propio grupo, de sus inicios como propuesta underground a su abrazo por la industria, cuando recibían discos de oro, de platino o ¡de iridio! de manos de José Luis Uribarri o Rafael Revert. No debería afectar a su valor intrínseco como artistas aunque, en realidad, sí se tomaba en cuenta. Y ellos no habían establecido suficientes complicidades para capear esas situaciones.
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