Diez siglos de la mejor tradición orquestal alemana se dan cita en Lucerna
La Orquesta de la Ópera Estatal de Baviera y la Staatskapelle Sajona de Dresde tocan en el festival de la ciudad suiza con sus directores titulares, Vladímir Jurowski y Christian Thielemann
Nadie se atrevería a poner la mano en el fuego sobre cuál es la orquesta más antigua de Europa. Candidatos al título no faltan y todo depende, claro, del criterio que se utilice, porque la orquesta profesional, tal como nosotros la entendemos, es un invento relativamente moderno. Dos de las más antiguas, sin necesidad de confeccionar listas, han visitado el Festival de Lucerna el viernes y el sábado: la Orquesta de la Ópera Estatal de Baviera celebra este año lo que ella considera que son sus primeros 500 años de historia, ya que se reclama heredera directa de la Hofkapelle de Múnich creada en 1523. Pocos años después dice haber nacido también la actual Staatskapelle Sajona de Dresde, que remonta su nacimiento a la creación de otra conjunto instrumental principesco en la ciudad alemana a orillas del Elba en 1548.
La primera ha venido con Vladímir Jurowski, al que le corresponde la titularidad de la dirección de la orquesta en cuanto Bayerischer Generalmusikdirektor, el pomposo título que ostenta desde la temporada 2021-2022, cuando sucedió a su compatriota Kirill Petrenko, ahora en la capital alemana al frente de los Berliner Philharmoniker, que lo eligieron democráticamente como su director titular en 2015. La Orquesta de la Ópera Estatal de Baviera y su director van a realizar este mes una extensa gira europea para conmemorar ese quingentésimo aniversario de su primer avatar en el siglo XVI. Va a llevarlos, después de haberse iniciado en Merano y recalar en Lucerna, a Hamburgo, Berlín, Bucarest, Londres, París, Linz, Viena y, por supuesto, a Múnich, donde ofrecerán un concierto al aire libre el próximo día 16 en la Marstallplatz. Alternarán diversos programas que comparten alguna obra, especialmente el Preludio de Tristan und Isolde, el drama musical que la propia orquesta estrenó el 10 de junio de 1865, una fecha estelar de la historia de la música occidental que a cualquier orquesta le gustaría tener impresa en letras de oro en su libro de honor. Pero el mérito lo ostentan solo ellos.
Jurowski ha dirigido la obra completa de Wagner en el Festival de Ópera de Múnich de este verano, en la insípida producción de Krzysztof Warlikowski estrenada por Kirill Petrenko con Jonas Kaufmann y Anja Harteros, sustituidos este año por Stuart Skelton y Anja Kampe. La versión del Preludio que ha sonado en Lucerna ha sido muy parecida a la que pudo escucharse en Múnich en julio: eficaz, clara, limpia, pero falta de reposo y, sobre todo, de hondura y trascendencia. A Jurowski siempre parece interesarle mucho más el cómo que el qué, la pura realización instrumental antes que sus capas de emoción subterránea, lo que está en los pentagramas más que lo que escapa a toda notación. Se diría que el majestuoso KKL también imponía no poco a los instrumentistas, que no debutaron aquí hasta 2016. No es fácil dar el salto del foso al escenario, aunque la formación muniquesa cuenta con su propia temporada de conciertos sinfónicos. Tocar inmediatamente después de la Filarmónica de Viena (el ejemplo perfecto de orquesta que se siente igual de cómoda y rinde siempre al máximo nivel tanto en el teatro de ópera como la sala de conciertos) tampoco es fácil, pero mientras que en Jakub Hrůša técnica y emoción van siempre de la mano, en Jurowski no es infrecuente que anden a la greña.
Yefim Bronfman parece cansado de tocar el piano: no es la primera vez que se ve al pianista estadounidense tocar con lo que tiene todo el aspecto de ser una inmensa apatía. Cuando se acerca al piano se asemeja más a un funcionario que llega a su mesa de trabajo a realizar su obligada rutina diaria que a un artista decidido a dejarse arrastrar por la música, a sorprenderse él mismo y, de resultas de ello, sorprender a otros. Su Concierto para piano de Schumann fue anodino de principio fin, al igual que la Arabeske del compositor alemán que tocó fuera de programa. Posee un mecanismo seguro, limpio, equilibrado, pero, aparte de que suenan las notas escritas por Schumann, no pasa absolutamente nada más: el tedio más absoluto. Jurowski lo acompañó con pulcritud, pero él tampoco parece la mejor opción para encender pasiones en hielos ajenos.
Tras el intermedio, la Sinfonía núm. 4 de Bruckner suponía una prueba de fuego para la orquesta, que, salvo un pasaje en exceso borroso de los violines en el cuarto movimiento, salió del KKL causando una excelente impresión, especialmente su sección de metal, poderosa y dominadora durante toda la sinfonía, y eso que no le faltan escollos que superar. El austríaco no es tampoco, sin embargo, un compositor por el que Jurowski muestre una especial afinidad. Como en Wagner, está ausente la dimensión espiritual y el frío pragmatismo del director ruso casa mal con una música en busca siempre de trascendencia. Elige muy bien los tempi, como sucedió en el Andante quasi Allegretto, es un virtuoso de la gestualidad, siempre elegante, eficaz y más que completa, ya que se empeña en marcarlo prácticamente todo (al contrario que François-Xavier Roth el día anterior), pero nada de ello provoca que el conjunto active los resortes emocionales y salten chispas inesperadas.
La sorpresa de la noche llegó justo en el momento en que se iniciaba el Trío del Scherzo. Dos jóvenes activistas de Renovate Switzerland, un hombre y una mujer que vestían camisetas blancas con el lema Act Now!, que busca concienciar sobre la necesidad de tomar medidas urgentes para luchar contra el cambio climático, subieron abruptamente al escenario y pegaron cada uno una mano a la parte inferior del podio. La mujer empezó a hablar, siendo replicada de inmediato a gritos por varios espectadores que les increpaban y exigían que se fueran. Desde el podio, y sin interrumpir en ningún momento la interpretación, Jurowski pidió calma e hizo gestos indicativos de que se le dejara a él gestionar la situación. La mujer volvió a hablar en varias ocasiones más por encima la música, siendo contestada de inmediato por los espectadores más combativos. Tras el Trío llegó la repetición del Scherzo y fue solo concluido este cuando Jurowski se agachó y se puso a departir en voz baja con los dos activistas. Cuando terminó, anunció al público que había llegado a un pacto con ellos: él les dejaba transmitir su mensaje, con él como primer oyente interesado y, a cambio, ellos abandonaban el escenario para que pudiera dirigir con normalidad, sin todo el vocerío que había acompañado al Scherzo, el último movimiento de la sinfonía.
Pero en cuanto la joven empezó a hablar, volvieron las imprecaciones y los gritos de “¡Fuera!”. Jurowski pidió enérgicamente que dejaran de protestar y se les permitiera hablar, puesto que había hecho un pacto con ellos y no quería que nadie le obligara a incumplirlo. Solicitó respeto para lo que querían decir, amenazando incluso con abandonar el escenario si el público no guardaba silencio. Sentado informalmente en el podio, él fue el primero en ponerse en disposición de escuchar en silencio. Terminada la intervención de la chica, que instó a actuar con urgencia contra el desastre climático, Jurowski dio la mano a ambos y, a renglón seguido, tal como habían acordado, abandonaron el escenario y la sala, ahora ya aplaudidos por la mayoría del público. Como había demostrado hasta ese momento, si de algo anda sobrado el director moscovita es precisamente de auctoritas, que supo utilizar también para solventar, o dirigir, una situación nada fácil con una templanza admirable. Es imposible saber si es casual o no que la irrupción se produjera en medio de una música influida por el esplendor del bosque romántico y en un día en el que en Lucerna había temperaturas inusuales en estas fechas de diciembre. La dirección del festival hizo público el día siguiente un comunicado condenando la interrupción del concierto, por nobles que fueran las intenciones de los activistas, y defendiendo no haber desalojado por la fuerza a los dos jóvenes a fin de evitar males mayores.
Quizá fuera por la tensión acumulada en la sala, pero lo cierto es que el Finale de la sinfonía comenzó con un dramatismo hasta entonces inédito, si bien pronto se volvió a las andadas, con gradaciones dinámicas que arrancaban, como antes, con comienzos demasiado bruscos, e in medias res, y la ausencia de un sentido arquitectónico global, unificador, lo cual hizo especial mella en una música que da a veces vueltas sobre sí misma sin aclarar o definir del todo su curso.
¿Qué habría hecho Christian Thielemann, hombre de genio fácil e ideas políticas muy conservadoras, en una situación similar? Cuesta creer que hubiera procedido como Jurowski, desde luego, pero nada interfirió, por fortuna, su concierto del sábado con la Staatskapelle Sajona de Dresde, cuya titularidad dejará el año que viene. En el programa figuraban dos obras casi antagónicas: el concierto para viola Der Schwanendreher, de Paul Hindemith, que renuncia a la presencia de violines y violas, contraponiendo al solista a una orquesta de dimensiones muy reducidas, casi camerística; y Una sinfonía alpina, de Richard Strauss, que propone un despliegue orquestal desmesurado (aunque se renunció al empleo de las doce trompas fuera de escena que reclama la partitura en el episodio Der Anstieg, el comienzo de la ascensión). Strauss se levantaba todas las mañanas contemplando el Zugspitze, la montaña más alta de Alemania, que se alza majestuosa justo enfrente de su villa de Garmisch. Una sinfonía alpina recrea la subida, la llegada a la cima, y el descenso posterior.
No es Christian Thielemann un director que se prodigue mucho en el acompañamiento de conciertos con solista, entre otras cosas porque su repertorio es limitadísimo y se circunscribe básicamente a la música de Wagner y sus epígonos. Por su peculiar gestualidad sobre el podio, no siempre fácilmente comprensible ni analizable, no es tampoco el director que elegirían la mayoría de los solistas a su lado. El violista francés Antoine Tamestit sí que era una elección más que idónea. El más relevante quizá de la legión de discípulos de altísimo nivel que se han beneficiado del magisterio de Tabea Zimmermann, el año pasado recibió, con todo merecimiento, el Premio Paul Hindemith que concede Hanau, su ciudad natal. Ha heredado la pasión por el músico alemán –uno de los más grandes violistas del siglo XX y uno de los músicos más completos de los que hay noticia– por su maestra, que ha sido nombrada recientemente presidenta de la Fundación Hindemith.
La dirección de Thielemann fue de circunstancias, de puro trámite, no preocupándose siquiera de no tapar a su solista ni de traducir con transparencia y ligereza las texturas diáfanas imaginadas por el compositor. Por fortuna, Hindemith deja tocar solo al violista en muchos momentos (como sucede en los diez primeros compases de la obra, o en un extraordinario dúo con el arpa en el segundo movimiento), lo que nos permitió disfrutar de la extraordinaria calidad del sonido que obtiene Tamestit de su Stradivarius, un instrumento muy grande y, a buen seguro, nada cómodo de tocar. Fue en los pasajes líricos donde más se puso de manifiesto su inmensa clase, especialmente en la tercera sección del segundo movimiento, basado, al igual que los otros dos, en canciones folclóricas alemanas. Bajo su apariencia despreocupada, es una obra profundamente melancólica, que refleja el dolor de Hindemith ante el curso que estaba tomando su país tras la llegada de los nazis y que le obligaría a refugiarse Suiza en 1938. Tildado por Goebbels de “charlatán” y de “productor de ruidos discordantes”, tuvo que estrenar este concierto en Ámsterdam con la Orquesta del Concertgebouw y Willem Mengelberg. Sobran las posibilidades para elegir una propina del propio Hindemith después de un éxito como el conseguido por Tamestit, pero el francés tocó la preferida de todos los violistas: el cuarto movimiento de la Sonata para viola sola op. 25 núm. 1, un vendaval de notas con sentido que, en poco menos de minuto y medio, compendia toda la técnica del instrumento.
En Una sinfonía alpina hay vendavales, salidas de sol, bosques (como en Bruckner), cencerros de vacas, glaciares (ahora en vías de extinción en todo el mundo), crepúsculos y, al principio y al final, el silencio y la noche. Si el concierto de Hindemith impedía calibrar con justeza la calidad de la orquesta, la obra de Strauss es una auténtica resonancia magnética que pone al descubierto todas las interioridades de cualquier formación sinfónica. Y la Staatskapelle Sajona de Dresde, que interpretó el estreno de la obra en 1915 (Strauss jamás hizo ascos a que su música sonara con normalidad durante las dos guerras mundiales), ha dejado en Lucerna una impresión inmejorable. Cuerda, madera y metal son capaces de moverse en los terrenos más escarpados o resbaladizos –por seguir con el símil alpino– con una soltura envidiable y sin perder en un solo momento un sonido centroeuropeo, denso y redondo, muy característico. Podría destacarse a muchos instrumentistas, pero ciñámonos tan solo a un nombre: Bernd Schober, un oboísta literalmente de ensueño, con un sonido agridulce y una personalidad musical como raramente se escuchan en una sala de conciertos. Es imposible imaginar mejor tocado su solo de Auf dem Gipfel.
Christian Thielemann dirigió ahora de memoria, claro, porque aquí entraba ya de lleno en su repertorio de cabecera y en el aura de su particular trinidad –Wagner, Bruckner, Strauss–, aunque en el que se distingue mejor al gran director que muchos dicen que es (sus seguidores son tan fanáticos como los hinchas más apasionados de un equipo de fútbol y lo siguen incluso para vitorearlo en sus actuaciones por el mundo) es en el autor de Elektra. Cuando lo dirige se percibe una total afinidad entre compositor y director: Thielemann disfruta y hace disfrutar. Otras veces, como en su Tercera Sinfonía de Mahler en Leipzig en mayo, o su Un Réquiem alemán de Brahms de este verano en Salzburgo, o la Novena de Bruckner del año pasado en el festival austríaco, resulta difícil, si es que no imposible, atisbar grandeza alguna. Pero al Strauss más desaforado, al orquestador ultravirtuoso, le tiene muy bien tomada la medida, aunque los momentos mejores de su Sinfonía alpina fueron, paradójicamente, los más apacibles e intimistas, como la Elegie, la calma previa a la tormenta (Stille vor dem Sturm) o el epílogo final, con el regreso a la noche del comienzo.
Tras semejante muestra de lucimiento orquestal, en el que algo tuvo también que ver el excelente hacer del director alemán, Thielemann ofreció como propina la música del claro de luna de la ópera Capriccio de Strauss, donde volvió a exhibirse el segurísimo primer trompa de la Staatskapelle Sajona de Dresde. Richard Strauss no tenía aún un año de vida cuando se estrenó Tristan und Isolde en su Múnich natal, con su padre Franz como solista de trompa. Y le faltaban solo siete años para morir cuando, en plena contienda mundial, dio a conocer Capriccio, su adiós a la ópera, en la capital bávara. La Orquesta de la Ópera Estatal de Baviera y la Staatskapelle Sajona de Dresde han ofrecido este fin de semana en Lucerna una lección de historia. En todos los sentidos.
Babelia
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