Juan de Pareja blanqueado y vuelto a etiquetar
El MET de Nueva York, que organiza una muestra sobre el artista, esclavo de Velázquez, recurre a una estrategia usada históricamente para nombrar a los colonizados que tiene un leve regusto a folclorización
Quizás sea verdad que los cuadros, los libros, las opiniones… se hacen visibles solo cuando cada comunidad está lista para integrarlos a su narrativa, pues aunque sacar a la luz lo obviado tiene con frecuencia bastante de labor detectivesca, a menudo lo inadvertido estaba ahí de partida. Ocurre con las mujeres en la historia y en los museos: nadie ha rescatado a Clara Peeters en el Prado. Ya formaba parte de la sala de los bodegones, si bien tras la irrupción sistemática del fenómeno Me Too se ha hecho visible lo que teníamos frente a los ojos y éramos incapaces de ver.
Algo semejante ha sucedido en el mismo museo con Juan de Pareja, artista del XVII español, de orígenes probablemente moriscos —descendientes de musulmanes a menudo convertidos— y ligado al taller de Velázquez en su condición de “esclavo”. Le liberaría después, tal y como ocurrió con tantos moriscos, incluso prohijados por familias de cristianos viejos con el fin de garantizar la conversión. Estas prácticas, muy enmarañadas desde el punto de vista administrativo, dan cuenta de la complejidad social del XVII español, salpicada por problemas religiosos además, como comenta en detalle Juana Escabias en su prólogo al Teatro Completo (Cátedra, 2023) de Ana Caro de Mallén, otra morisca en este caso prohijada. Frente a los esclavos denominados de manera indistinta “esclavos” o “negros” que entraban por Sevilla, entonces apodada tablero de ajedrez por su esencia multirracial, el término morisco no estaba unido al tono de la piel sino a las creencias religiosas. De hecho, algunos de esos moriscos procedían del Norte de África y otros habían nacido en España, subrayando las fronteras que preocuparon ya a Felipe II cuando se planteó lo lícito de esclavizar a seres humanos bautizados como cristianos.
En este territorio escurridizo cabría situar la figura de Juan de Pareja, de cuya biografía se tienen pocas certezas —su nacimiento en Antequera— y excesivas conjeturas. De él habla Palomino —el Vasari español— ligado al viaje a Italia de Velázquez, donde pinta el conocido retrato de Pareja, desde 1971 en la colección del Met neoyorquino y para el teórico un simple ejercicio con vistas a metas más altas: el Papa Inocencio X. Al fin y al cabo, explica Palomino, se trata de un mulato o más en concreto un morisco, de tez oscura, que alcanzó cierto éxito como artista pese a la “desgracia de su naturaleza”.
Quizás debido a los conflictos morales planteados en el país multirracial del XVI y XVII y al silencio terco a propósito del esclavismo en España —escrupulosamente estudiado por Carmen Fracchia—, La vocación de San Mateo del Prado, pintada por Pareja en 1661 poco después de la muerte de Velázquez, ha pasado desapercibida para muchos hasta la resonancia entre nosotros del movimiento BLM (Black Lives Matter). Se advertía cómo las cosas se ven cuando la comunidad está lista para verlas y en este sentido resulta elocuente el enorme eco que ha tenido la estupenda muestra Metamorfosis del ser. Representaciones de la cabeza en África Central y Occidental en Madrid, frente a otro maravilloso proyecto centrado en la cultura Ife, en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, el año 2009.
Igual que ocurriera con Clara Peeters, La vocación de San Mateo ha estado colgada en el Prado siempre, en una escalera, es cierto, pero colgada. Colgada estaba incluso cuando en 1926 llega a Madrid el coleccionista, activista y escritor portorriqueño Arturo Schomburg, muy ligado al movimiento Harlem Renaissance, que durante los años veinte y treinta del XX buscaba reconstruir una genealogía africana dentro de la historia estadounidense. Años atrás Schomburg había rastreado la historia esclavista en España a través de Sebastián Gómez —”el mulato de Murillo”— y del propio Pareja, de modo que al no encontrar en su visita al Prado La vocación de San Mateo, al parecer en unas salas cerradas por reformas —se deduce en In the Quest of Juan de Pareja, publicado en The Crisis en julio de 1927—, convence al director del museo de que le abra la sala para admirar el cuadro.
La fascinación de Schomburg hacia Juan de Pareja es el brillante hilo conductor para la muestra que acaba de abrirse en el Met sobre el pintor morisco, acorde con su sólida política en lo que se refiere a la recuperación de genealogías afroamericanas y custodio del citado retrato de Pareja durante años admirado por el autor e ignorado por el modelo. La muestra es, así, un cambio de paradigma que devuelve a Pareja a su lugar en la narración y testimonia la urgencia por recuperar cada rincón perdido de África en la historia de Occidente. Es preciso paliar el maltrato colonialista, cuyo pecado ha sido también la falta de matices.
Y es aquí donde surge la pregunta para este proyecto, impecable en su lúcido punto de partida; una pregunta que, además, valdría la pena plantearse. En primer lugar, el título retoma viejos tics coloniales: etiquetar. Juan de Pareja. Afro-Hispanic Painter in the Age of Velázquez borra la tensión y el matiz que en España existe —y existía entonces— entre África del Norte —lugar de procedencia de los moriscos— y el África subsahariana, como se ha denominado hasta hace poco entre nosotros. Esta estrategia de etiquetas, usada históricamente para nombrar a los colonizados —pasados y actuales— desde los centros tradicionales del poder, acaba por tener un leve regusto a maniobra de folclorización, que corre el riesgo de desactivar la parte más compleja —y más interesante desde el punto de vista actual— en la historia de Pareja. Me refiero a un particular significativo de su autorretrato en La vocación de San Mateo, rubricado por la firma visible. Se ha representado vestido de caballero, emulando a su maestro y señor en Las Meninas, y en su rostro lleva a cabo una inquietante y prodigiosa maniobra de blanqueamiento. A lo largo de la descripción de las cartelas —y hasta el catálogo— el tema se pasa un poco de puntillas a través de metáforas amables —“transformación”, “aculturación”— para integrarse en una cultura urbana como cristiano. Se relaciona, pues, con la conversión y el deseo de homogeneizarse frente a los estándares europeos.
Nada que objetar: en la España del XVII el problema no era tal vez —o no solo— el color de la piel, sino asuntos más complejos asociados a las conversiones. Sin embargo, en el uso de las metáforas para hablar de un tema que hubiera debido ser la discusión central en 2023 se entrevé el deseo de construir una historia perfecta en un mundo otra vez basado en dicotomías, de ahí el regusto colonialista por lo que tiene de etiquetar y acercarse al problema quizás desde una perspectiva afroamericana, que poco tiene que ver con la realidad de la España del XVI y XVII en mi opinión. Como Pareja es “africano” —“afro-hispánico”, por lo que signifique esta nueva etiqueta— no hay nada más que decir, de modo que aunque haga un Michael Jackson en su autorretrato, mejor sobrevolarlo por si alguien decide cancelar a Pareja. Unas salas antes, frente al retrato de Velázquez queda claro que un acontecimiento importante ha ocurrido en La vocación de San Mateo, algo que, verbalizado sin metáforas, podría dar lugar a una discusión rica, en la cual se saldría de estas nuevas dicotomías. Queda abierta la temprana curiosidad de Arturo Schomburg sobre Pareja, si bien merece la pena repensar el modo de presentar hoy al artista morisco, aun a riesgo de mostrar sus vulnerabilidades desde la corrección política al uso.
Babelia
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