Las cabezas africanas que fascinaron a las vanguardias europeas
El Círculo de Bellas Artes expone 300 objetos de la colección privada Sánchez-Ubiría, que simbolizan ritos y fiestas y plantean una mirada opuesta al tradicional tópico occidental
Ha existido una Historia, con mayúscula, de lo que se ha dado en llamar “arte africano” y ha sido escrita fundamentalmente desde Europa y Estados Unidos. Se trata de una historia en minúscula, que ya no puede seguir contándose. Sergio Rubira, comisario junto al antropólogo e historiador François Neyt de la abrumadora muestra Metamorfosis del ser —que el Círculo de Bellas Artes de Madrid expone hasta el 14 de mayo—, sostiene que la Historia del Arte Africano está llena de prejuicios y tópicos, “pero también de exclusiones y evasiones”. Explica que las historias construidas desde las culturas a las que pertenecen los objetos se han ignorado sistemáticamente, “igual que se ha evitado hablar del modo en que muchos de estos objetos llegaron a los museos y las colecciones occidentales”.
Así, en plena revisión de la Historia del Arte (con mayúscula), Rubira sostiene que esta muestra, que parte de la colección Sanchez-Ubiría, “pone en cuestión nuestras categorías, ya que las obras se resisten a la clasificación”. Explica que han buscado evidenciar cómo ha ido cambiando su percepción en Occidente y qué sucedió cuando algunas piezas volvieron a África temporalmente durante los años del panafricanismo. “Al regresar, volvían convertidas en obras de arte, transformadas en lo que aquí entendemos como patrimonio, y muy cargadas políticamente, como expresión de una identidad concreta”.
A Marga Sánchez, que durante décadas ha construido esta colección de arte africano, le obsesiona una paradoja: la presencia y ausencia de la mujer en el arte africano. “La gran representación son mujeres, generalmente con referencias a la maternidad y al origen de la vida. Sin embargo, la mujer está también ausente. No es autora, no puede ser herrera, no puede trabajar la madera. Todo lo que tiene que ver con la creación artística —los bailes, las fiestas, la intimidación que supone el uso de ciertas máscaras— le está prohibido”, explica. Sin embargo, aclara, y esa es la paradoja, que “en África el arte es pintura corporal y danza también”. “Y ahí la mujer sí es autora, aunque le esté prohibido participar en sociedades secretas”.
Aunque África es una suma de múltiples culturas —que la exposición deja claro—, la ruptura entre arte y mujer ocurrió en toda África solo según la manera occidental de juzgar el arte y la autoría”, añade. Sánchez, una economista que fue galerista y que en sí misma encierra una novela de búsqueda de libertades y acopio cultural, insiste en que, a diferencia de la mujer occidental —que en el arte era más musa que autora—, la africana ni siquiera fue espectadora. “Las danzas se realizaban en sociedades secretas, con ritos de iniciación. La mujer no intervenía con un papel relevante en los cultos a los ancestros, sin embargo, sí participaba en la danza, tan reflejo de la cultura como el trabajo en metal. ¿Dónde queda entonces la mujer?”.
Es esa ausencia-presencia, la paradójica prohibición a hacer, y a la vez su utilización como motivo, es lo que hoy fascina a Sánchez. Y fue la ausencia de su hermano la que la empujó a iniciar esta colección. Cuando Nito Sánchez murió, encontró en su buhardilla del Rastro madrileño las dos primeras máscaras. Se agarró a ellas para intentar retener algo de ese hermano. E hizo crecer ese poco investigando. “En el arte africano no hay retratos de mujeres, ni siquiera de mujeres poderosas, que las hubo al mando entre los luba del Congo o los ashanti de Ghana. No son retratos de personas. Es el retrato de su rol, no de ellas mismas. Se captura la maternidad, el origen de la vida, pero no a una persona en concreto”. Esa distancia en el retrato, sin embargo, no es exclusiva de las mujeres, “en parte era por miedo a que el espíritu aprehendiera la esencia de una persona y causara daño. El retrato en África no es posible”, concluye. Y abre la puerta a otra paradoja, la fuente de retratos que África supuso para la modernidad.
Desde la apropiación cubista, fauvista y surrealista hasta la expresionista: “¿Por qué Sweeney, conservador del MoMA de Nueva York, iba a organizar una exposición como African Negro Art en 1935?”, pregunta Rubira. En esta colección de arte africano hay huellas de Klee en un cerrojo, de Julio González en una máscara masculina del Congo, de Marino Marini en una escultura ecuestre de arcilla procedente de Malí, y Brancusi está en las figuras protectoras con rasgos geométricos triangulares de los lualua y lulua. En su estudio parisiense, Picasso tenía una máscara Walu de Malí que Sánchez adquirió. Esa máscara cuelga ahora en las paredes del Círculo.
“Lo que en Occidente es arte en África son objetos culturales”, explica Sánchez. “Por eso, tal vez, esa lectura sobre la mujer es también Occidental”. Sánchez, que lleva 40 años coleccionando arte africano, tiene una teoría. Se basa en los escritos de los viajeros europeos del siglo XVII y XVIII. “Fue la división del trabajo lo que llevó a la mujer a la casa y a la crianza. Y hay testimonios, del siglo XIX, cuando llega la colonización que atribuyen la cerámica a las mujeres. Se da por la vinculación de un horno a un lugar y de un lugar a una vivienda”.
En esta exposición hay obras de principios del siglo XX y obras con más de dos mil años. Hay partos, sexualidad, hermafroditismo, siameses, seres andróginos y gemelos “que mandan hacer cuando mueren para lavarlo, cuidarlo y alimentarlo en ausencia del muerto”. Es decir, hay tanta verdad como prejuicio. Así, hay muñecas ashanti de Ghana o mossi de Burkina Fasso que las niñas llevan a la espalda para asegurar la descendencia porque es la falta de descendencia en muchas culturas africanas lo que implica la marginación social. “No está nadie y a la vez, paradójicamente, no hay nadie excluido porque nadie está específicamente representado. Está siempre la comunidad por encima de la persona”, sostiene Sánchez.
Rubira y Sánchez explican que en el arte africano es todavía difícil datar el momento en que algunas obras fueron realizadas. Se requerirían pruebas de carbono 14 en la madera —algo poco habitual señala Sánchez— y de termoluminiscencia, que todas las piezas de su colección tienen. “La Iglesia y el islam arrasaron con muchas obras. Y con casi toda la información: Prohibieron los objetos de los rituales animistas y las sociedades secretas. Mucho se quemó. Otra parte ha quedado destrozada por las termitas. Por eso se datan entre varios siglos, indicando la transición”.
A la hora de elegir una entre las más de 300 obras expuestas, Rubira se decanta por lo que queda fuera: “La biblioteca que Sánchez ha ido formando a lo largo de los años y que cuenta las transformaciones en el significado de estos objetos”. De la mirada etnográfica al reconocimiento artístico. ¿Quién ha ganado y qué con este cambio de nombre? Sánchez, que es coleccionista de arte africano y de arte contemporáneo, sostiene que, más allá de las diferencias, “la funcionalidad y la carga religiosa son comunes entre Occidente y África. Eso sí, la religión y las funciones eran otras. Y el arte simplemente lo expresa”.
Babelia
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