Hacer dinero
La decimocuarta entrega de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, trata de los muy diversos medios con que se obtenía la meta principal de aquellas sociedades: hacer dinero
En esos días no se producía para producir, ni se intercambiaba para intercambiar, ni se servía para servir. Hacer dinero era la meta; casi todas las actividades eran un medio para llegar a ella. Desde la agricultura hasta el turismo, la extracción de petróleo o la fabricación de microchips, la medicina o el transporte o el deporte, todo tenía ese fin. Para lograrlo existían tres áreas principales: el sector primario, que comprendía la extracción y producción de todo tipo de materias primas; el secundario, que englobaba la fabricación de cualquier clase de objetos; y el terciario, que se definía como “servicios” y reunía actividades tan diversas como los bancos y la enfermería, la literatura y las tiendas de barrio.
Todo había empezado con la producción de comida, la rama más antigua de la economía, solo diez mil años antes. Desde entonces la agricultura se mantuvo como la tarea principal de las personas. Hasta fines del siglo XX más gente vivía y trabajaba en los campos que en las ciudades: la mayor parte cultivaba la tierra o criaba animales. La agricultura, sin embargo, ya se había vuelto una actividad desdeñada por arcaica. Aún así, siguió siendo el sector que empleaba más personas en el mundo: alrededor de 1.000 millones, más de un cuarto de la fuerza laboral global, cultivaba y criaba (ver cap.15). Pero los agricultores eran despreciados, considerados lo más primario de cada sociedad.
La ecuación estaba clara: cuando más pobre era un país, más personas trabajaban en sus campos; cuanto más rico, menos. En muchos países africanos todavía un 75 por ciento de sus habitantes hacía tareas agrícolas; en ciertos europeos y asiáticos podían ser menos del 2 o 3 por ciento. En Burundi, por ejemplo, cuatro de cada cinco personas vivían y trabajaban en los campos; en los Estados Unidos, una de cada cien. Era un signo doble: por un lado, significaba que estos países preferían actividades más rentables, industrias y servicios de avanzada; por otro, que laboraban sus campos con técnicas modernas, que usaban cada vez menos mano de obra. La agricultura había cambiado mucho en pocas décadas: innovaciones varias conseguían asegurar cultivos en tierras que antes no daban nada y multiplicar el rendimiento de las que sí, mantener a unas y otras libres de las plagas conocidas y cosecharlas con instrumentos muy precisos.
Las semillas genéticamente modificadas habían sido decisivas en esos avances. Grandes corporaciones mantenían su monopolio sobre ellas: era un caso inédito de propiedad privada de un modelo biológico, vida patentada —y provocó debates encendidos. Muchos dijeron que el problema era que ese tipo de cultivos intensivos arruinaba las tierras; otros decían que ese aumento de productividad era necesario para alimentar mejor a más personas pero que lo grave era que un par de compañías controlaran su uso —y lo retacearan a los campesinos más pobres, provocando todo tipo de desastres. Esas diferencias materiales entre los agricultores tecnificados de los países ricos y los tradicionales de los países pobres se sumaban al hecho de que en los países más ricos sus actividades solían estar subsidiadas: así, los ricos producían a precios mucho más bajos que los pobres. Como los mercados se habían globalizado, los pobres debían competir contra esos precios reducidos por los subsidios; a menudo no podían.
Aún así, en 2022 la agricultura todavía producía la base de la alimentación del mundo. Las dietas de la gran mayoría se basaban en unos pocos cultivos: arroz, trigo, maíz, papa. Y, a medida que un país se volvía más rico, incoporaba más proteínas animales: pollo, sobre todo, y también cerdo y, en la cumbre, vaca (ver cap.8). Los alimentos se hacían igual que al principio de los tiempos: para tener carne de vaca criaban una vaca, para tener harina de trigo plantaban trigo —lo cual ocupaba y deterioraba buena parte de la superficie de la Tierra.
En esos días se calculaba que, de los 106 millones de kilómetros cuadrados de tierra habitable del planeta, cerca de la mitad —48 millones— se dedicaba a la agricultura. Casi todo el resto eran bosques y sabanas y solo el uno por ciento estaba urbanizado: más de la mitad de la población del mundo se amontonaba en un centésimo de su territorio.
El 23 por ciento de esas tierras agrícolas se usaba para plantar los cereales que alimentaban al planeta. El otro 77 por ciento, en cambio, se dedicaba a la ganadería: allí pastaban —o se cultivaba comida para— esos animales que las personas entonces se comían. Y, sin embargo, la agricultura solo suponía el 4 por ciento del PIB del mundo, o sea: 24 de cada 25 euros circulantes provenían de cualquier otra cosa. Lo cual, por supuesto, no se reflejaba en absoluto en las economías individuales, donde la alimentación suponía un porcentaje importante de los gastos —mayor cuanto más pobre era el hogar.
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La otra actividad básica para el mundo tal como estaba organizado entonces era la producción de energía —necesaria para mover los medios de transporte, producir electricidad, calentar y quemar, alimentar las máquinas.
El mundo, en esos días, consumía unos 580 millones de terajoules al año. Un joule era una medida de energía —la fuerza necesaria para producir un vatio durante un segundo o para elevar una manzana un metro— y un terajoule era un millón de millones de joules: era, por ejemplo, la cantidad de energía que necesitaba uno de aquellos aviones primitivos para cruzar el Atlántico. O sea que el mundo consumía cada día el equivalente a 1.720.000 vuelos intercontinentales o la energía liberada por 22.000 bombas atómicas como aquella de Hiroshima. Aunque decir el mundo, ya sabemos, seguía siendo un abuso: el promedio mundial de consumo era de 55 gigajoules por persona por año; el promedio norteamericano era de 310, casi seis veces más. Europa estaba, otra vez, en el medio: unos 160 gigajoules por cabeza.
En cualquier caso, el consumo global había crecido un 30 por ciento en las dos primeras décadas del siglo y seguía creciendo, y más del 84 por ciento de esa energía todavía venía de combustibles fósiles: carbón, gas y, sobre todo, petróleo. Alrededor del 7 por ciento se debía a las centrales hidroeléctricas; un 4 por ciento a las nucleares, y otro 4 entre solares y eólicas.
A fines del siglo XX había habido un momento en que muchos analistas creyeron que aquellos combustibles fósiles se acabarían muy pronto: las reservas conocidas se agotaban. Los señalaban, además, con toda razón, como el gran destructor del medio ambiente y el clamor por energías “limpias”, que no lo afectaran, aumentó. Distintos sectores intentaban determinar cuál sería el siguiente paradigma energético: qué tipo de energía dominaría el mundo en las décadas siguientes. Quien lo controlara, por supuesto, controlaría tantas cosas: si el carbón fue, en el siglo XIX, el combustible que marcó la hegemonía británica; si el petróleo, en el XX, la norteamericana, la del siglo XXI estaba en plena discusión. Había lucha, sorda pero despiadada.
Hubo grupos de poder —sobre todo en Estados Unidos— que quisieron recuperar la opción atómica y usaron para eso el discurso ecologista: el nuclear sería la única alternativa posible al desastre ambiental de los combusibles fósiles. Un par de grandes accidentes abortaron la maniobra. La energía nuclear no conseguía superar sus catástrofes periódicas: cada tanto, una central explotaba y mataba a muchos y poluía mucho más. Menos notoria —pero muy sostenida— era la crítica a esas usinas como una forma extrema de concentración del poder: si la electricidad provenía de una central atómica, una sola persona controlaba el suministro de muchos millones. Y las energías “blandas” o “verdes” —el sol o el viento, que eran limpias y descentralizadas— tenían mejor prensa pero todavía estaban muy lejos de producir el flujo necesario para relevar a los fósiles.
(A fines de aquel año se produjo uno de esos quiebres que solo serían plenamente reconocidos mucho tiempo después. Mientras la población del mundo estaba entretenida con un torneo de fútbol humano, un laboratorio californiano —en Estados Unidos— anunció que, por primera vez en la historia, una fusión nuclear había producido más energía que la necesaria para lograrla. O sea: que por primera vez en la historia el hombre había obtenido energía fusionando átomos de hidrógeno. Ahora es fácil de ver la importancia de ese descubrimiento. Entonces, aparentemente, no lo fue.)
Cuando la crisis petrolera de los últimos años del siglo XX parecía decisiva, la técnica, como tantas veces, trajo una solución inesperada. Caprichos y vericuetos de la economía: por su escasez, por sus dificultades, el precio del petróleo había aumentado tanto que se volvió rentable extraerlo de yacimientos mucho más difíciles, más caros de trabajar, que hasta entonces se habían desdeñado. En muy poco tiempo se desarrollaron los mecanismos para extraer gas de esquisto, metano atrapado en capas de rocas a mucha profundidad, que los petroleros “liberaban” rompiendo las piedras con chorros de agua a altísima presión. Suena sucio y feo y probablemente lo fuera; en todo caso, despertó muchas reacciones y devolvió a Estados Unidos a su lugar perdido de primer productor mundial de hidrocarburos y le permitió depender menos de sus proveedores más incómodos —Venezuela, Irán, Rusia, Arabia, Angola, entre otros. Los expertos pronto calcularon que, si se mantenía un nivel constante de consumo, esos nuevos yacimientos aseguraban combustible para más de dos siglos. Sabemos que no sería el caso.
(Y aparecían, al mismo tiempo, nuevos minerales o, mejor: minerales que encontraron en las nuevas producciones una necesidad que nunca habían tenido. El litio era el mejor ejemplo: con él, el mundo tuvo la oportunidad de ver en tiempo real lo que pasaba cuando una nueva materia prima, que nunca nadie había apreciado, se volvía indispensable —por el crecimiento de la demanda de baterías para los coches eléctricos (ver cap.17) y tantos otros aparatos. La batalla por el litio se volvió furor. La encabezaba por supuesto China, que quería mantener su dominio de la producción de baterías comprando el litio donde lo extrajeran e impidiendo que esos países productores pudieran procesarlo. Participaban, entre otros, Australia, que tenía la mitad de la extraccción mundial del mineral y quería imponer sus empresas mineras allí donde aparecían yacimientos; Chile y su nuevo gobierno de izquierda, que trataba de nacionalizar sus reservas, las mayores del mundo, y era atacado por las grandes mineras y amenazado —no van a saber cómo hacer, no van a poder hacerlo, no van a tener crédito—; Bolivia que las nacionalizaba y lo hacía mal y no conseguía explotarlas; y cundía la discusión en cada país sobre cómo hacer para no limitarse a extraerlo y entregarlo. El litio, en esos días, era un buen resumen en vivo y en directo de lo que pasaba con las materias primas desde hacía siglos —y sería, sabemos, otra oportunidad perdida de cambiar las reglas.)
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Algunos de los países más ricos —Estados Unidos, China, Rusia— disponían de grandes reservas de materias primas pero, aún así, eran los principales compradores de las del resto del mundo. Y otros países ricos —europeos, sobre todo— no las tenían y no tenían más remedio que comprarlas. Lo cual hacía que muchos países más pobres vivieran de extraer y exportar materias —comida, minerales, drogas. En estos países el origen de las fortunas no estaba —como podía suceder en el capitalismo clásico— en la acumulación de capitales y la invención y fabricación de objetos y necesidades nuevas (ver cap.16) y la explotación intensiva de los trabajadores industriales y las maniobras comerciales y financieras, sino en el control de las fuentes de esas materias primas. Allí, entonces, el poder político era decisivo: quien lo tuviera podía conseguir o mantener la propiedad sobre esos campos, esas minas, esos pozos. Por eso, también, esos solían ser los países con más conflicto, más violencia (ver cap.22): el control del estado significaba de forma muy directa el control de la riqueza, y la pelea por él era feroz.
El comercio —la compra y venta de bienes de todo tipo, naturales y artificiales, sólidos y líquidos, fabricados y extraídos, extraordinarios y ordinarios— era, entonces, incesante. Ese movimiento alimentaba una aristocracia riquísima constituida por los “traders” —la traducción más precisa sería “traficantes”— de las grandes materias primas o “commodities”: petróleo, metales, alimentos. Su actividad era ejemplarmente improductiva: no extraían nada, no producían nada, no fabricaban nada; solo compraban lo que otros extraían y se lo vendían a quienes lo usaban para algo —y ganaban fortunas. Compañías como Cargill, Vitol, Glencore habían empezado dedicándose a un sector —cereal, crudo, minerales— pero ya entonces se metían en todos, y los controlaban. Muy pocas empresas dominaban el mercado global. Solo cinco “traficantes” manejaban un cuarto de la demanda mundial de petróleo crudo y refinado, unos 24 millones de barriles diarios. Las siete mayores cerealeras controlaban la mitad de los granos y oleaginosas del planeta, y así de seguido. Eran compañías muy tradicionalistas —Glencore, todavía en 2014, era la última del Top 100 británico que no contaba ninguna mujer en su directorio— que evitaban, por principio, cualquier principio político en sus negocios: compraban y vendían donde les conviniera, más allá de cualquier otra cuestión. Habían sido, curiosamente, grandes beneficiarias de la descolonización de mediados del siglo XX: se encontraron, sobre todo en África, con una serie de gobiernos nuevos lo bastante fuertes como para querer más dinero por sus materias primas y lo bastante débiles como para tener que aceptar las presiones de quienes podían conseguirles esos precios. Estas empresas, que no tenían convicción fuera de la ganancia, aprovecharon el impulso nacionalista de esos años. Eran básicamente opacas: el gran público no las conocía —y el pequeño tampoco. Y eran otra muestra de los efectos de la globalización: organizaciones que esquivaban el control de los estados de origen de sus dueños —norteamericanos, ingleses, suizos— y que, sobre todo, esquivaban pagar los impuestos que les habrían debido.
El comercio, por supuesto, también aumentaba de muchas otras formas. En los 50 años anteriores la población del mundo se había duplicado y su producción cuadruplicado, pero el comercio internacional se había multiplicado por treinta —y un cuarto de todo lo que se producía entonces en el mundo se exportaba. (En ese lapso, el porcentaje de las exportaciones USA en el total mundial había pasado del 12 al 9 por ciento; las chinas, del 1 al 13 por ciento.)
Tres factores habían sido decisivos en ese aumento global de las exportaciones: la multiplicación de los objetos (ver cap.16), el crecimiento de una población con poder de consumo (ver cap.1), el despliegue de innumerables barcos.
Los barcos parecían la forma más antigua de transportar mercancías: de hecho, hacía tres o cuatro mil años que el mundo comerciaba sobre el agua. Y sin embargo aquellos grandes barcos seguían siendo todavía, como en tiempos de Homero, la forma más eficiente de llevar mucha carga lejos: el 90 por ciento del comercio mundial circulaba a través de las 50.000 naves que surcaban entonces los mares. Por eso la flota global no paraba de crecer, 2 o 3 por ciento cada año, tanto en número de barcos como en su tonelaje. En aquel mundo el movimiento de los objetos y las materias primas ocupaba tanto esfuerzo, tanto gasto. Las personas no lo tenían presente, pero buena parte de lo que consumían, los objetos que usaban, la fruta que comían, el gas que los calentaba había cruzado océanos.
Aquellos barcos colmaban las aguas, ensuciaban los cielos. Algunos medían más de 300 metros de largo, algunos costaban como 10.000 coches medianos, algunos transportaban petróleo en tanques y otros cereales o minerales secos y otros coches o máquinas enormes; los más comunes eran los que llevaban esas cajas de metal llamadas containers o contenedores, que se habían impuesto como la forma habitual de transportar mercaderías: se calculaba que en cada momento unos 15 millones de contenedores se movían por el mundo, con la carga más variada que se pueda imaginar, desde frutas a televisores, de camisetas de fútbol a drogas escondidas, de ruedas de coche a bonsais japoneses; cada tanto se descubría alguno atiborrado de inmigrantes ilegales. Pero las mercancías más traficadas eran el petróleo crudo y refinado y sus diversos derivados, seguidos de cerca por ordenadores varios —incluidos los de bolsillo que entonces llamaban teléfonos—, y coches y camiones; detrás venían las maquinarias de todo tipo, los infinitos plásticos, las drogas medicinales, el oro, los diamantes, la sangre, el acero, los electrodomésticos. China, Estados Unidos y Europa concentraban, ellos solos, más de un tercio de las operaciones.
Para la mayoría de los habitantes del planeta esos miles de barcos no existían: eran una realidad ajena, distante, que no solían tomar en cuenta; para más de un millón de marineros eran su forma de vida. Sus puertos principales eran Shanghai, Singapur y Hong Kong en Asia, Los Angeles y Nueva York en Estados Unidos, Rotterdam y Hamburgo en Europa; sus constructores más activos eran China, Japón y Corea. Y, curiosamente, en una época de control y vigilancia muy activos, todavía sufrían ataques de piratas: en 2020 fueron casi 200, la mayoría en Bab-el-Mandeb, cerca de Somalia, y en el estrecho de Malaca, entre Malasia e Indonesia.
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Más allá de esa explosión del comercio internacional, otro rasgo de la época fue el gran cambio en el comercio minorista: en la compra y venta de todos los días. Hasta muy poco antes, la mayoría de esas transacciones estaba en manos de personas: casi todo lo que se vendía al por menor se vendía en tiendas especializadas en un rubro —desde la carnicería hasta la sombrerería, pasando por todas las demás—, que solían ser propiedad de un dueño o una familia que se ocupaban de ellas con —si acaso— la ayuda de unos pocos empleados.
Ese modelo empezó a debilitarse con las “grandes tiendas” —o tiendas por departamentos—, un invento anglo-francés de fines del siglo XIX que los norteamericanos llevaron a su apogeo durante el siglo XX, cuando el resto del mundo lo imitó. Y, en el MundoRico, las tiendas unifamiliares terminaron de eclipsarse a fines de ese siglo, cuando un conjunto de grandes firmas se apoderó de cada segmento del mercado. Eran empresas poderosas —algunas incluso fabricaban su mercadería— que, por su posición dominante, podían ofrecer precios mucho menores y, así, deshacerse de la pequeña competencia. Esas empresas se volvieron marcas que se repetían en todas las ciudades; esas marcas continuas se apropiaban del espacio y convertían todos los lugares en un mismo lugar: en sus tiendas se ofrecían las mismas cosas a los mismos precios, para beneficio de un mismo propietario. Era la versión minorista de la concentración que se daba en todos los sectores.
(Esas grandes marcas globales intentaron que todos los mercados del mundo desearan sus productos; lo consiguieron, pero consiguieron también que uno de los negocios más florecientes del momento consistiera en imitarlos. Se calculaba que el comercio internacional de artículos falsificados movía unos 500.000 millones de euros al año —no muy lejos del mercado mundial legal de armas, por ejemplo (ver cap.22). Los productos más plagiados eran, en este orden, las zapatillas, las ropas, las carteras, los ordenadores de bolsillo, los relojes, los perfumes: estudios suponían que uno de cada diez eran falsos. Eran millones de objetos que imitaban en todo al original salvo en lo decisivo: la calidad de sus materiales y su fabricación. Lo importante era el simulacro: que parecieran. El falso era el triunfo del relato sobre la realidad: personas que compraban algo que debía distinguirse por su calidad pero se usaba para convertir a quien lo portaba en alguien de supuesta calidad. No importaba si el objeto en sí era malo y duraba poco; lo que importaba era lo que comunicaba, lo que decía sobre quien lo mostraba. Y era un triunfo ideológico fuerte: gracias a las falsificaciones, millones de personas aceptaban el liderazgo cultural de los más ricos, intentaban parecer uno de ellos.)
Pero el comercio material, con tiendas y personas, recibió a su vez su golpe con la aparición de las cadenas gigantes de distribución basadas en la “red” (ver cap.18): tanto la norteamericana, Amazon, como la china, Alibaba, estaban entonces entre las veinte empresas más poderosas del mundo; el dueño de la primera, un comerciante llamado Jeffrey Preston Jorgensen (a) Jeff Bezos, resultaba cada tanto el hombre más rico del planeta (ver cap.13). La razón de su éxito era que había puesto en marcha una gran red de distribución de productos encargados por la inter-net. Era, otra vez, un intermediario que no producía nada. Su modelo de negocios era simple: su empresa ofrecía en un mismo espacio virtual casi todo lo que alguien podía “necesitar”, con garantías de —relativa— calidad y la seguridad de que se lo llevarían donde quisiera en un plazo muy breve. La comodidad y la codicia se impusieron; la concentración se volvió aun mayor, millones de personas quedaron sin trabajo.
Con la irrupción de esas corporaciones, el comercio minorista perdió su materialidad: no sucedía en un lugar, no se tocaba. Se transformó en un hecho virtual y dejó de ser un intercambio entre dos particulares más o menos equivalentes para volverse una relación entre dos partes absolutamente desiguales: la gran corporación y el individuo. Lo cual cambió el significado de la compra: si siempre había sido un momento de contacto, de salir al espacio público a ver y buscar y encontrarse con otros, en esos días se convirtió en un proceso perfectamente individual, solitario, que cada cual emprendía frente a su pantalla, que no creaba ningún vínculo social. El mundo disgregado se condensaba en ese gesto.
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El comercio crecía y crecía: era un “servicio”. Por primera vez en la historia el sector más importante de la economía de los países ricos no era la producción sino eso que entonces se llamaba “servicios”. La producción de materias primas había quedado relegada a los países más pobres; la fabricación de los objetos menos complejos, a los medianos; los más sofisticados todavía se hacían en los países más ricos, pero cuanto más lo era un país más peso tenía su sector “servicios”.
Los servicios, decían los que los definían, eran todo lo que no se podía guardar ni acumular: debía producirse y consumirse al mismo tiempo. Los servicios eran lo que no creaba nada material en una época en que todavía había mucha materia: incluían actividades tan diversas como la medicina, el entretenimiento, la enseñanza, el turismo, la protección, los bancos y seguros, la comunicación, la hostelería, la hostelería post-mortem, el derecho y el deporte, la prostitución y el periodismo y todo tipo de empleos públicos. Entre todas concentraban —en los viejos países ricos— hasta el 80 por ciento de la economía.
En esos días, uno de los “servicios” más importantes era el turismo, que daba trabajo a multitudes y producía alrededor del 10 por ciento del PIB mundial: 1.500 millones de viajes al año. El turismo era nuevo y era un símbolo, si acaso, de esos tiempos: grandes masas de dinero y de personas en una actividad que solo producía cierto bienestar transitorio, una actividad que había existido apenas durante buena parte de la historia —y que, sabemos, existió poco tiempo.
El turismo tenía, dentro del esquema, una función central: esos viajes breves, levemente caóticos, justificaban la sumisión del resto del año. Se consideraba —a menudo— afortunado quien podía reunir, en el año de trabajo, el dinero necesario para viajar dos o tres semanas a algún lugar más o menos lejano y vivir en esos días una vida absolutamente opuesta a su normalidad. Era la versión moderna de las saturnalias o los carnavales: unos días en que los valores e imposiciones habituales se dejaban de lado para poder seguir cumpliéndolos el resto del año.
Mientras duró, el turismo transformó el hábitat de los que no lo ejercían: convirtió a las ciudades más exitosas en caricaturas de sí mismas, parques temáticos que debían adaptarse a todos los clichés que las pintaban para que los “turistas” no salieran defraudados. Debían subrayar esas particularidades y, al mismo tiempo, ofrecer una cantidad de servicios estandarizados —tipos de alojamientos, tipos de comidas, tipos de barberías o casas de modas o cervecerías o negocios de objetos inútilmente cuquis— que las volvieran fáciles, “amigables”: la ilusión de la diferencia en un entorno cómodo.
El turismo masivo fue un ejemplo claro de costumbre efímera, cruce de circunstancias: apareció cuando los trabajadores legalizados del MundoRico ya disponían de ese lapso —según los países, entre 15 y 30 días— en que seguían cobrando sus salarios sin tener la obligación de trabajar. Y floreció cuando los transportes que lo permitían ya habían logrado cierto desarrrollo y las realidades virtuales que lo suplantarían todavía no. Pero si el turismo sirve como ejemplo es porque nos muestra con toda claridad un rasgo de esa época: que, en la mayoría de los casos, los que más sentían los efectos de una actividad no eran los que la practicaban sino precisamente los que no.
Y fue también un ejemplo de otra tendencia fuerte: en ese rubro trabajaban millones de personas. Las ciudades se desnaturalizaban, se disgregaban, pero no podían dejar de practicarlo por miedo a las grandes pérdidas de empleos. Era lo que pasaba con tantos trabajos (ver cap.15): solo servían para que las personas que los hacían tuvieran algo que hacer, algún ingreso, opciones de supervivencia. Para que ganaran su dinero y, sobre todo, se lo hicieran ganar a sus patrones.