Buena suerte, amigo
Manuel Borja-Villel ha expuesto en el Reina Sofía las ruinas de la revolución del siglo XX bajo la forma del espectáculo político del siglo XXI
Nosotros vivimos entre las ruinas de lo que fue una revolución fabulosa, la de las vanguardias del siglo XX. De un modo volcánico, los comienzos de aquella sublevación tuvieron el coraje y la imaginación en llamas del Romanticismo, pero al mismo tiempo llevaban ya el germen destructivo que acabaría devorándolas a ellas mismas.
En un reciente trabajo, Manuel Barrios Casares cuenta la historia de un texto fundacional, el de Hugo Ball, Nietzsche en Basilea (El Paseo). En su breve existencia, Ball, modelo de espíritu combativo y fundador del dadaísmo (aunque pronto se desprendió del mismo), nos muestra el modo en que las enseñanzas de Nietzsche encendieron la mecha de la revolución artística a comienzos del siglo XX. Junto a ese texto se incluye otro ensayo de Ball, ‘Kandinsky’, que también es un buen ejemplo del cóctel molotov que se estaba cociendo con dos elementos químicos sumamente rabiosos, la enseñanza de Nietzsche y el fin de lo divino.
En aquellos momentos iniciales de “la muerte de Dios” nietzscheana se produjo un cataclismo entre las gentes más dotadas para lo espiritual y en consecuencia más doloridas por el ocaso de los dioses. Habituarse a pensar el cosmos como un colosal desierto en el que sólo los humanos tenían la espada de una conciencia clavada en el alma fue tan traumático que resistió dos guerras mundiales y llegó (ya exhausto) hasta nuestros días.
Ahora ya ni siquiera produce agobios cavilar sobre la soledad de los mortales y la cada vez más asumida trivialidad de nuestras vidas destinadas a la nada eterna. No obstante, los comienzos fueron trágicos y al tiempo gloriosos. La muerte absoluta se inició como un jolgorio, un invento, una novedad, una revolución fantástica de formas, colores, sonidos y danzas. Como quería Nietzsche, durante unos años los humanos bailaron sobre sus tumbas.
Nosotros, por desdicha, ya nos hemos ahormado al nihilismo y convivimos con él como con las majaderías que vuelan a la manera de papeles sucios por las televisiones y medios digitales movidos por el viento de la destrucción mental.
Aprovecho este asunto para saludar a un viejo amigo, Manuel Borja-Villel. Nos conocimos hace medio siglo cuando se hizo cargo del museo de Barcelona y tuvimos largas pláticas sobre el futuro de las artes. Ahora ha terminado su tarea en Madrid y sólo él sabe dónde se dirigirá. Su labor en el Reina Sofía ha sido una constatación de lo que vengo diciendo. Ha expuesto las ruinas de la revolución del siglo XX bajo la forma del espectáculo político del siglo XXI. Lo ha hecho bien. Nadie que entienda algo sobre arte, seriamente, ha dejado de percatarse de que hoy sigue llamándose “arte” a un escaparate de agitación y propaganda para lo políticamente correcto. Ese era el destino de la vanguardia y su cumplimiento es tan interesante como el acabamiento de todo lo que el Romanticismo nos ha dejado en forma de ciudad arrasada.
Cuando aún era Manolo Borja, mi amigo ya sabía que ese era el camino del final del arte, del “arte después de la muerte del arte”, como lo bautizó Arthur Danto. En ese sentido, ha sido un intelectual honesto y ha dejado un ejemplo tan perfecto de acabamiento como el que Hugo Ball dejó como modelo del origen. De la juerga con champagne en el Cabaret Voltaire de Zúrich, a la gélida aula de los catequistas.
Babelia
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