El Imperio del Centro
La undécima entrega de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, trata del ascenso imparable del país que había sido, durante milenios, el más poderoso del mundo -y entonces volvía a serlo
Es muy difícil saber por qué caen los grandes imperios: las causas y sus efectos suelen ser torbellino. Pero está claro que la hegemonía de los Estados Unidos, que se consolidó en la segunda década del siglo XX, tras la “Primera Guerra Mundial”, no duró mucho más de cien años.
(Su predominio sucedió, como sabemos, al británico. Aquel imperio era tan poderoso que, hacia 1925, un escritor argentino niño aún, Adolfo Bioy Casares, acompañó a sus padres ricos en un largo viaje marítimo que recorrió el mundo sin tocar tierras que no fueran colonias inglesas. Muchos años más tarde el escritor diría que lo que más lo impresionó fue saber, con el tiempo, que en esos días el Imperio Británico ya estaba acabado —y que nadie, entonces, parecía darse cuenta. Así terminan, en general, los mayores poderes —el romano, el español, el inglés, el estadounidense—: su partida de defunción está firmada y ellos siguen simulando que están vivos y millones se lo siguen creyendo.)
Estados Unidos siempre cumplió con una de las reglas más clásicas de los grandes imperios de la historia: a la mayoría de sus ciudadanos el resto del mundo —sus dominios— les importaba poco, lo ignoraban, lo desconocían. En este caso particular, esa mayoría completaba su ignorancia con otras semejantes: en esos días, dos de cada cinco americanos creían que un dios había creado el mundo y a los hombres de la nada y en su estado actual unos miles de años antes —como decía su libro de dogmas, la “Biblia”. La ignorancia funcionaba y permitía, seguramente, que sus poderes los manejaran con más facilidad. Igual que en otras situaciones semejantes, el dominio del mundo estaba a cargo de una élite intensamente preparada, que creía o simulaba creer que su poder era una bendición para ese mundo: que le llevaba formas del bienestar que sintetizaban con la palabra “libertad”.
Lo cual funcionó mejor mientras había una fuerza equivalente que supuestamente la amenazaba: durante la mayor parte del siglo XX, en eso que la cursilería de entonces llamaba “Guerra Fría” contra la Unión Soviética y el “comunismo internacional”, Estados Unidos se presentaba como el defensor de la democracia, el “líder del mundo libre” (ver cap.3). Cuando aquel bloque autoritario se desmoronó, a principios de los años 90, parecía que Estados Unidos se quedaría solo en ese liderazgo ya que, según uno de sus teóricos más conocidos, había llegado “el fin de la historia”, su culminación, y nada más cambiaría radicalmente.
Por supuesto, la historia siguió. Estados Unidos cometió el error de implicarse en varias guerras locales innecesarias que lo obligaron a mantener un ejército carísimo (ver cap.22), exportó muchas de sus industrias a países más baratos y dejó sin trabajo o propósito a parte de su población (ver cap.15), permitió unos niveles de desigualdad que indignaron o desalentaron a millones de ciudadanos (ver cap.3) y, sobre todo, se equivocó desde el principio en el manejo de la nueva potencia ascendente, China (ver cap.10). Aún así, las razones últimas de su descomposición, que marcó el fin de la Edad Occidental, siguen siendo un gran debate; si se considera que los historiadores aún discuten las causas de la caída del Imperio Romano, hace más de quince siglos, se entenderá que todavía no podamos terminar de pronunciarnos al respecto.
Las razones del desplome siguen sin estar del todo claras pero el mecanismo sí lo parece: antes que cualquier enfrentamiento militar, el proceso fue básicamente económico, como correspondía a esos años de hegemonía del dinero (ver Prólogo).
La enorme deuda norteamericana, sobre todo con China, ponía a Estados Unidos en una posición de debilidad que solo se mantenía porque los demás estados y poderes entendían que su caída, en esas condiciones, sería una caída general. Se preparaban, de algún modo, las condiciones para que su caída fuera solo su caída: sus aliados intentaban apartarse. Antes, Estados Unidos tendría su último gran sobresalto, un presidente que pensó que podía recuperar la primacía —Make América Great Again, América First— y solo se cubrió de ridículo. Podríamos llamarlo canto del cisne si no hubiera sido el rebuzno de un burro. (Ese presidente había conseguido algo muy preciado por los políticos de la época: no parecer políticos (ver cap.10). Un señor como él, multimillonario por los éxitos inmobiliarios de su papá y sus propios fracasos, podía denunciar al “establishment” y presentarse como uno de afuera. Era pura magia, inverosímil pero eficaz, que funcionó durante un tiempo limitado.)
Y, dentro de ese debate, que sigue abierto, algunos analistas insisten en que la razón principal de la caída americana no fue propia sino ajena: el ascenso incontenible de la China. Ya en esos días autores se empeñaron en recordar que eso que la historia occidental llamó la Edad Media o Edad Oscura, lo había sido para Europa pero que, en cambio, fue un gran momento para buena parte del resto del mundo: Asia desde el Mediterráneo hasta la China, muchas zonas de África, los imperios mesoamericanos. Y que no había que descartar, decían, la posibilidad de que el proceso se repitiera: que el fin del último imperio occiddental fuera la oportunidad para que prosperaran los demás, que el mundo volviera a ser lo que era antes de Colón.
O sea que el poder chino sería, decían, la recuperación de una constante histórica: que salvo un breve lapso —entre 1600 y 2000, del prólogo al pináculo de la Edad Occidental— China, el “Imperio del Centro”, siempre había sido el estado más poderoso y desarrollado del mundo y que, tras ese intervalo, simplemente había vuelto a serlo y, por lo tanto, a imponerse a todos los demás.
La recuperación china había empezado a fines de los años 1980: su ventaja, en esos días, era que sus trabajadores, tras décadas de sometimiento, hambre y privaciones, eran baratísimos —y, por lo tanto, sus costos industriales no tenían competencia en el resto del mundo. Otra ventaja era que la concentración del poder en un partido único les permitía un control absoluto y una planificación extrema. Un autor de la época recuerda su visita a una ciudad mediana, Tianjin, que en 1970 tenía tres millones de habitantes y, en 2020, 15 millones. Allí autoridades locales lo llevaron a visitar un hangar que encerraba una gran maqueta —de veinte por veinte metros. “La maqueta representaba la ciudad y su puerto pero no como eran entonces; como serían a mediados del siglo XXI. Esos señores, muy formales, me explicaron cada detalle: cómo construirían un nuevo puerto, las autopistas y ferrocarriles necesarios para servirlo, las viviendas para sus trabajadores, las escuelas y hospitales para sus familias, los parques, los espacios de recreo, las comisarías y cuarteles, las estaciones de tren y de autobús: todo había sido pensado, con sus diseños y costos y plazos, por un pequeño grupo de planificadores del estado y seguramente sus planes se irían realizando como se estaban realizando en tantas otras poblaciones semejantes”. Después lo llevaron a visitar una fábrica textil donde habló, uno por uno, con una quincena de obreros jóvenes: “Todos, sin excepción, habían llegado de provincias y se manifestaban —delante de su jefe— felices de trabajar 10 o 12 horas diarias y vivir en los dormitorios de la planta, con colchones de verdad y agua caliente”. En esos días China ya tenía 113 ciudades de más de un millón de habitantes, lo mismo que Europa y Estados Unidos sumados. (ver cap.2)
Ese crecimiento furibundo pagó grandes costos: la destrucción masiva del medio ambiente, el desarraigo de cientos de millones de campesinos que abandonaron sus tierras para ir a trabajar a las ciudades, su dependencia cada vez mayor de las condiciones del mercado, su creciente insatisfacción y resentimiento —que aumentaba en la medida en que veían que, mientras ellos tenían que resignarse a sueldos de susbsistencia, surgía una “burguesía” urbana con un consumo suntuario cada vez más ostentoso.
(En cambio, la preocupación occidental por sus “libertades” no era compartida por la mayoría de los chinos. Había un elemento que los analistas del Oeste no conseguían computar: que esa sociedad, que ellos consideraban con razón autoritaria y represiva, era la más libre que ese pueblo había conocido en sus cuatro mil años de historia —y que, además, le permitía comer todos los días.)
A medida que sus obreros consiguieron mejores salarios, China empezó a derivar las producciones más simples a países con menos pretensiones y se centró cada vez más en las más sofisticadas. Su desarrollo, es cierto, mantenía rasgos occidentales: lo llevaban adelante con objetos y costumbres y máquinas y procedimientos diseñados en Estados Unidos y Europa para vivir vidas hechas de ordenadores, coches, rascacielos, cadenas de producción, cervezas, teléfonos, televisores, bluyíns, zapatillas, trenes. Lo que había triunfado no era el Oriente sino un Occidente desplazado, corregido, con mano de obra más barata —capaz de apropiarse de sus productos y fabricarlos y vendérselos en beneficio propio— y mano dura estatal. Un país que, en muchos aspectos, funcionaba como Inglaterra o Alemania en el siglo XIX, cuando hicieron sus propias revoluciones industriales.
(Por eso algunos historiadores discuten todavía el fin de la Edad Occidental. Argumentan que la preeminencia política y económica de Occidente se había terminado pero fue reemplazada por poderes basados en sus ideas y modelos y que, por lo tanto, sus formas de pensar el mundo siguieron imponiéndose.
Es cierto que, pese a su poder económico y geopolítico, la cultura china todavía no había penetrado en el resto del mundo. Su única referencia era, si acaso, la comida, que se había difundido un siglo antes a partir de sus grandes migraciones. Pero ni su música ni su literatura ni su cine ni su filosofía ni ninguna otra manifestación cultural formaba parte entonces del acervo global: era curioso que un país que concentraba un quinto de la población mundial y mucha de su industria y sus poderes, no tuviera nada de lo que entonces se llamaba “soft power”, poder blando (ver cap. 20).
Los expertos siguen debatiendo si era porque no les interesaba intentarlo o porque todavía no habían encontrado las formas apropiadas. Sabemos, de todos modos, cómo terminaría todo aquello.)
En cualquier caso, más allá de rótulos, ese estado autoritario había conseguido, por primera vez en una historia repleta de hambrunas, alimentar a casi todos. La cantidad de subalimentados habría bajado —según cuentas muy dudosas— de casi 300 millones en 1980 a unos 150 millones en 2020 y el consumo de carne subió en ese lapso de 20 kilos por cabeza y por año a casi 60. Mientras, el PIB per cápita, gran mentiroso, pasó de unos 300 euros en aquel año a unos 10.000 en 2020. Las desigualdades —aunque el discurso oficial las siguiera negando— aumentaron en la misma proporción. En un par de generaciones uno de los países más igualitarios del mundo se había transformado en uno de los más desiguales.
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En la Tercera Década el ritmo del crecimiento chino había bajado y, al mismo tiempo, sus dirigentes terminaron de asumir que debían expandirse. Durante años los analistas internacionales habían recurrido al precedente de las grandes expediciones fallidas del siglo XV —cuando las flotas del emperador Ming llegaron hasta las costas africanas, las recorrieron con desdén y decidieron que no valía la pena ocuparse de esas tierras salvajes— para suponer que China seguiría despreciando al resto del planeta y concentrándose en sí misma: que el viejo Imperio del Centro seguiría sin interesarse por los bárbaros. Pero sus líderes del siglo XXI entendieron que, en ese mundo globalizado, la autarquía no era posible: que si querían mantener su posición debían extenderla por el globo.
No les resultó difícil. Tenían esas reservas de dinero extraordinarias, producto de varias décadas de exportaciones muy por encima de sus importaciones —en un mundo donde los demás grandes rebosaban de deudas—, así que pudieron llevar sus inversiones a todos los rincones. Sus obras de infraestructura —puertos, gasoductos, carreteras, ferrocarriles y otros medios de mejorar su comercio— se extendían por el mundo. Y su éxito hizo que su modelo de país se volviera una tentación para muchos otros, que empezaron a preguntarse si el orden no era una condición para el progreso, entendido como el acceso de muchas personas a unos niveles de consumo que nunca antes habían tenido.
La idea todavía no atraía en el MundoRico, donde los consumos básicos solían estar garantizados, pero encontró más ecos en el MundoPobre. El “ejemplo chino” mostró que podía haber desarrollo capitalista con un régimen de partido único y libertades más que limitadas o, incluso, que un estado fuerte y controlador podía resultar mejor para desarrollar la economía. El partido comunista chino tenía 90 millones de miembros y era muy difícil prosperar sin formar parte de él: para el discurso oficial, ese 10 por ciento de la población adulta era “una vanguardia selecta y entusiasta”, la que realmente se interesaba por los destinos de su pueblo o algo así, y por lo tanto era lógico que fueran ellos los que tomaran las decisiones. Cosa que, por supuesto, tampoco sucedía. El poder estaba perfectamente concentrado en las instancias superiores del partido que, en ese momento, encabezaba un “politburó” de 24 miembros, todos hombres, comandados por un “comité permanente” de siete hombres con el presidente Xi Jinping a la cabeza: todos ellos tenían más de 60 años. La etiqueta de “gerontocracia machista” fue, por supuesto, muy utilizada.
(Mientras tanto, Occidente seguía tan ensimismado que casi ninguno de sus habitantes habría sabido reconocer la cara de Xi, el hombre más poderoso de la Tierra en esos días. La mayoría, en realidad, ni siquiera terminaba de saber su nombre.)
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Otra pata del modelo chino era, sin dudas, el control social y, cuando no funcionaba, la represión directa. Pero el estado omnipresente no solía necesitarla: su control de sus ciudadanos era extrema. Un solo proyecto de videovigilancia, la operación Xue Liang —Ojos agudos— (ver cap.18) usaba unos 200 millones de cámaras distribuidas por todos los rincones de las grandes ciudades y brutos computadores que reconocían las caras de quienquiera. Se suponía que así limitarían los delitos y los intentos de contestación; los castigos aplicados, mientras tanto, también eran extremos: China era, en esos días, el mayor ejecutor mundial de la pena de muerte (ver cap.23).
A esos mecanismos de política interior se sumaban, en la exterior, el aumento constante de sus fuerzas armadas (ver cap.22), sus amenazas de invadir a Taiwán —una isla entonces independiente que consideraban parte de su territorio—, sus coqueteos con Rusia sobre la formación de una alianza bélica, y la astucia de no presentarse como jueces o predicadores.
Era, entre otras cosas, una forma de tomar distancias del modelo de intervención americano, irritante para muchos regímenes. Allí donde Estados Unidos se había pasado un siglo dando lecciones de moral y sosteniendo que debía “defender la democracia y la libertad” —lo cual le había permitido cuidar sus intereses económicos y políticos por doquier y participar en guerras y golpes de estado—, China declaraba que “no existe un modelo único para guiar a los países en el establecimiento de la democracia. Un país puede elegir las formas y los métodos de poner en práctica la democracia que mejor se adapten a su situación particular, basándose en su sistema social y político, sus antecedentes históricos, sus tradiciones y sus características culturales únicas. Corresponde exclusivamente al pueblo del país decidir si su Estado es democrático”.
A diferencia de la potencia anterior, los chinos no trataban de imponer su modelo ni de influir o interferir en las definiciones políticas de sus países clientes: les alcanzaba con mostrar que era “exitoso” —que producía más riqueza sin coartadas morales. O, mejor: que su coartada moral era ese éxito. Aseguraban, en cambio, que apoyarían —con dineros, con materiales, con poder— a los países más allá de sus regímenes políticos: que renunciaban a manejarlos o juzgarlos; que ellos también habían sufrido esa violencia y sabían lo que era, y que nunca lo harían. Conocemos las consecuencias de esa idea.
Por otro lado, China era el único país importante capaz de controlar a sus empresas, justo en el momento en que las grandes corporaciones globalizadas de Occidente empezaban a superar, con su poder, a los estados nacionales, y cundía el desconcierto. No solo por su alcance e influencia: compañías como Google —un organizador de información— o Facebook —una plaza pública— actuaban por encima de esas fronteras e imponían sus propias reglas que, a menudo, pasaban por encima de las leyes de cada país (ver cap.18). Para eso solían usar la colaboración de los “políticos”: por medio de corruptelas varias, ofertas de trabajo, coerción y amenazas, espionaje, comunión de intereses, amistad y favores, simple miedo, la mayoría de los participantes en las estucturas de gobierno terminaba favoreciendo con sus acciones y omisiones a esas compañías.
En una época de nacionalismos rampantes (ver cap.10), la paradoja estaba servida: las naciones eran conducidas y representadas por un estado nominal, que todavía cumplía con muchas funciones pero no conseguía asegurar la principal, la que garantizaba todas las demás: el cobro de impuestos, que las grandes corporaciones globalizadas esquivaban. Empezaban, ya entonces, a oírse las voces que reclamaban la adaptación de los poderes políticos a las nuevas circunstancias económicas: si la economía no aceptaba límites nacionales, correspondía encontrar formas políticas supranacionales que pudieran controlarla más allá de esos límites. Los nacionalismos, de pronto, eran los mejores aliados de las multinacionales. Se habían transformado en aparatos de conservar instituciones que ya no servían: mientras se mantuviera la ficción de los estados nacionales, mientras no se implementaran poderes globales capaces de enfrentarlas, esas corporaciones podrían seguir haciendo lo que quisieran.
También en esto China resultó privilegiada. Allí las grandes corporaciones digitales globales —de comunicación, de relación, de ventas— estaban bloqueadas, y había equivalentes locales que cumplían las mismas funciones. Esas empresas chinas tuvieron mucho éxito: contaban con ese mercado absolutamente cautivo de 1.400 millones de consumidores. Pero funcionaban, como las viejas empresas occidentales, en un solo país, y estaban, por lo tanto, obligadas a cumplir las directivas del estado de ese país —que era, además, uno decidido a hacerse obedecer. No solo tenían que pagar todo lo que el estado quisiera; debían, además, entregarle toda la información que les pidiera. Gracias a eso, el control estatal de los ciudadanos chinos— se incrementó hasta niveles que los grandes dictadores habrían envidiado (ver cap.18). En el resto del mundo toda esa información, esos controles, estaban más en manos privadas: también en eso los estados-nación tradicionales estaban perdiendo su lugar. La verdadera forma del mundo era, cada vez más, su economía.
Próxima entrega 12. Capitalismos, todavía
Un sistema económico único dominaba el mundo. Gracias a él, los bancos, los especuladores financieros, los evasores fiscales se hacían más y más ricos.
El mundo entonces
Una historia del presente
MARTÍN CAPARRÓS
'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.