Tan poca política
La décima entrega de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, trata de aquellas democracias anquilosadas, desdeñadas por muchos, que se defendían del ataque de otras maneras del poder –y buscaban su futuro
En esos días, decíamos, había casi 200 estados-nación repartidos por el mundo (ver cap.9). Su modelo de gobierno más difundido era la “democracia”, en sus diversas variantes. La democracia era un sistema de delegación y ejercicio del poder conformado durante el siglo XIX —con los medios técnicos y las premisas ideológicas del momento—, que suponía que los ciudadanos debían elegir a través del voto individual a unos representantes que decidieran por ellos en esas asambleas llamadas congresos o parlamentos o cámaras o cortes, donde elaboraban las leyes y resoluciones que sus estados debían aplicar. En sus inicios, solo tenían derecho a elegir a esos representantes los hombres propietarios —a partir de cierto nivel de fortuna. A partir de 1850 ese derecho empezó a extenderse: primero a todos los hombres y, finalmente, ya entrado el siglo XX, también a las mujeres. Sin embargo algunos de los países más reaccionarios, como Estados Unidos, tuvo leyes que impedían votar a negros y otros pobres hasta 1965.
La delegación, en cualquier caso, se mantenía en todas partes. En el siglo XIX ese sistema se justificaba por la dificultad de consultar a los ciudadanos y por su falta de educación y conocimiento de las cuestiones públicas. En 2020 esa excusa ya no funcionaba: la enorme mayoría de las personas tenía cierta educación y acceso a la información, por un lado, y manejaba los medios técnicos necesarios para responder a cualquier consulta sobre las decisiones importantes. Sin embargo, el formato de delegación se mantenía y, en general, ni siquiera se ponía en cuestión. Solo aparecían, de tiempo anto en tanto, voces perdidas que clamaban por su actualización.
El modelo “democracia” se dividía, grosso modo, en dos vertientes principales: la parlamentarista, la presidencialista. En las democracias parlamentarias, muy difundidas en Europa, los ciudadanos no votaban por un jefe de gobierno sino por unos cientos de representantes —diputados, congresistas— que ocuparían asientos en la asamblea nacional. Allí esos representantes elegían a un jefe —miembro, en general pero no siempre, del partido más votado. El juego de alianzas podía variar: por eso, en el momento de votar, el ciudadano no sabía si su elección serviría para poner al mando a tal o cual partido, a tal o cual candidato, ya que eso sería definido después, en las negociaciones entre los políticos.
En cambio, el modelo de democracia presidencialista ofrecía a los ciudadanos la opción de elegir, junto con sus representantes legislativos, a un jefe de gobierno o presidente. El modelo fue, en su origen, norteamericano, pero se difundió por el resto del continente y algunos países de Europa y de África —y ofrecía, según algunos, más estabilidad; según otros, más autoritarismo. En él, el presidente no estaba sometido a la revisión constante de las alianzas y se aseguraba —salvo cataclismo— cuatro, cinco o seis años de ejercicio; en el modelo parlamentario, al contrario, cualquier cambio en las relaciones de los partidos podía acabar con un gobierno. En el presidencialista la inacción podía venir de un poder ejecutivo que no conseguía transformar en leyes sus iniciativas por falta de poder legislativo; en el parlamentarista, de la necesidad de poner de acuerdo a varias partes para cualquier intento importante. En el presidencialista, un gobierno en crisis no podía ser reemplazado y debía seguir ejerciendo sin poder ni legitimidad; en el parlamentarista esas crisis podían resolverse con un cambio de alianzas y la formación de un nuevo ejecutivo —y así de seguido: los pros y contras de cada modelo llenaban listas infinitas.
Mientras tanto había, aún, una cantidad apreciable de países que mantenían regímenes monárquicos. En un esfuerzo de síntesis quimérica, abundaban en este conjunto las llamadas “monarquías parlamentarias”. En ellas el sistema electoral y legislativo era el mismo de los demás regímenes parlamentarios pero se mantenía a la cabeza del estado a un descendiente del monarca anterior. Ese hombre o mujer servía como tótem de su país, con funciones eminentemente simbólicas y decorativas: era caro, era inquietante, era una renuncia. Su función —su posición— contradecía cualquier principio de igualdad ante la ley: una persona tenía, por el solo mérito de su filiación, enormes privilegios. Sin embargo en esos años lo ponían en práctica países que se jactaban de su modernidad, como los Bajos, Inglaterra, Dinamarca, Suecia, España, Bélgica. La contradicción no tardaría en estallar.
Y había también “monarquías plenas”: aquellos reinos de derecho más o menos divino donde el emir o rey o emperador o papa además de cumplir funciones simbólicas ejercía realmente el poder y el gobierno —y era, en muchos casos, propietario de los recursos de su reino, que usaba según se le cantara. Era el caso en Arabia Saudita, los Emiratos, Marruecos, Bután o Tailandia, donde los reyes se sucedían por sangre y, en general, se atribuía su poder a la decisión de algún dios regional. (En el Vaticano, en cambio, su dios, como prohibía a sus sacerdotes que se reprodujeran, debía buscar un nuevo papa cada vez que mataba al reinante.)
Y había una cantidad importante de países donde diversos mecanismos de coerción permitían al grupo gobernante o al líder carismático mantenerse indefinidamente en el poder y/o ejercerlo sin límites. En algunos de ellos el sistema simulaba ofrecer a sus ciudadanos la posibilidad de manifestarse en elecciones, tan controladas y manejadas que no pasaban de ser un simulacro: podía ser el caso, en esos días, de Rusia, Irán, Kazajistán, Venezuela, Nicaragua, Egipto y una parte considerable de África. En otros, la autoridad no hacía ningún esfuerzo por disimular: eran los países con régimen de partido único —donde una organización política podía decidir cuál de sus miembros gobernaría—, que funcionaba en China, Cuba, Corea del Norte, Vietnam, Libia, Sudán y otros países africanos.
En síntesis, sobre los 8.000 millones de habitantes de la Tierra entonces, unos 2.500 millones tenían plenos derechos democráticos, 3.500 los tenían nominales pero no muy reales, unos 2.000 no los tenían ni reales ni nominales. Las diferencias eran importantes —aunque había quienes insistían en que, para los habitantes del MundoPobre, gozar o no de las supuestas libertades democráticas no producía grandes diferencias en sus vidas cotidianas.
La idea se difundía con fuerza: que la igualdad formal de las democracias no impedía que subsistieran enormes diferencias y discriminaciones marcadas por los dineros, los orígenes, los géneros —y que esas democracias de delegación no eran, por lo tanto, la panacea que pretendían, sino solo una de las formas posibles e imperfectas del funcionamiento político, la manera de tantas injusticias.
(A todo esto, en 2022 los tres países más poderosos del planeta —China, Estados Unidos y Rusia— nunca habían sido gobernados por una mujer. Entre los siguientes unos pocos —India, Reino Unido, Alemania, Pakistán, Indonesia— sí lo habían sido esporádicamente, una o dos veces cada uno; muchos otros —Francia, Italia, España, Brasil, México, Canadá, Nigeria, Etiopía, Egipto, Irán—, no. Aún así, considerando que medio siglo antes ningún país había tenido presidenta y que un siglo antes las mujeres no votaban, el avance era significativo —y muy insuficiente.)
***
Más allá o más acá de los tipos de gobierno, las opciones políticas eran escasas. En todos los países funcionaba esa forma de propiedad y circulación de los bienes llamada capitalismo (ver cap.12). Las diferencias entre las distintas opciones se centraban en el grado de intervención y el rol del estado: desde el hiperintervencionismo chino, digamos, hasta la gran laxitud luxemburguesa.
Pero, más allá de esos extremos, había, en esos días, dos grandes corrientes que se repartían el gobierno en casi todos los países ricos y muchos de los pobres: los partidos llamados de derecha o centroderecha y los partidos llamados de centroizquierda —o incluso de izquierda. A muy grandes rasgos, se podría decir que los partidos llamados de derecha o centroderecha sostenían que el estado debía intervenir lo menos posible y que el propósito de un gobierno era asegurar el orden y la libertad individual —la libertad económica— para que cada quien se las arreglara como pudiera y prosperara como fuera. Y que los partidos llamados de centroizquierda sostenían que ese orden y esas libertades debían ser mantenidas y respetadas pero que el estado debía intervenir y regularlas algo más para mejorar la situación de los más pobres.
Había países donde estos dos sectores estaban representados por dos grandes “partidos”; en otros, cada sector incluía más grupos, que eventualmente se aliaban entre sí para gobernar juntos. Pero, en síntesis, ambas partes llevaban décadas alternándose en el gobierno de la mayoría de los países con sistema democrático. Los de centroizquierda se jactaban de ofrecer más y mejores servicios públicos —educación, salud, transporte— y corregían, a veces, levemente la distribución de la riqueza a través de mayores impuestos; los de centroderecha se jactaban de recortar esos impuestos y abrir más posibilidades de negocios y crecimiento económico. Los de centroderecha, que hablaban más de la libertad individual, solían instalar o conservar más límites para esas libertades en asuntos personales —los matrimonios, la reproducción, las elecciones sexuales—; los de centroizquierda, en cambio, solían compensar su falta de cambios significativos en el reparto del poder y el dinero con medidas que mejoraban esas libertades. En síntesis, ambos sectores acordaban en mantener, con leves variaciones, el sistema socio-económico de entonces, que definían como único posible. Por lo cual ofrecían a las grandes corporaciones y fortunas la garantía de que defenderían ese sistema que las favorecía; así, instaladas como las únicas opciones “razonables”, llevaban décadas alternándose en el gobierno de sus países.
Sus operadores, genéricamente denominados “políticos”, eran ciudadanos que pertenecían a esas estructuras profesionales llamadas “partidos”, donde entraban jóvenes con la esperanza de hacer carrera. En la mayoría de los países, la profesión de “político” estaba tan desprestigiada que nunca atraía a los mejores. Aunque en su origen se le suponía cierta voluntad de servicio público, la idea se había desdibujado con tantas historias de vanidades y corruptelas y traiciones menores. Así, el atractivo de otras opciones —empresariales para los más ávidos, científicas o artísticas para los más vanos— era mucho mayor: los mejores jóvenes pensaban en ellas y solo los que no encontraban o podían sostener una vocación mejor se dedicaban a carreras políticas institucionales. Así, no era de extrañar que el nivel cultural y técnico de esos administradores fuera con frecuencia muy justito.
Los políticos eran, por lo que se puede ver en la documentación que sobrevive, personas muy atildadas que hablaban raro, usando solo un centenar de palabras muy largas que recombinaban en frases donde lo único que quedaba claro era que nada debía quedar del todo claro, y se vestían con un uniforme de chaqueta y pantalón (ver cap.16) de la misma tela y una camisa blanca o celeste con un moño de colores calmos atado alrededor del cuello. Su contacto con la población solía producirse a través de imágenes grabadas y difundidas por distintos medios, donde usaban aquellas palabras para hacerse querer por los suyos y atacar por los ajenos. O para hacerse querer por los suyos atacando a los ajenos.
En esos días, en la mayoría de los países, “los políticos” siempre aparecían en las compulsas como el sector más repudiado de cada sociedad. Y, al mismo tiempo, las elecciones que los consagraban dependían cada vez más del dinero que empresarios y otros ricos les daban para gastar en ellas: eso los convertía en sus deudores —y transformaba sus candidaturas en campañas publicitarias que copiaban las campañas comerciales para “vender” a cada candidato por su sonrisa, sus slogans, sus agresiones, su familia feliz, más allá de cualquier debate serio sobre sus intenciones de gobierno. Muchos críticos insistían en que, afectada por esas campañas, la mayoría de los ciudadanos ejercía sus derechos sin mayor reflexión. Así, curiosamente, seguían votando —cada vez menos— y entregando el gobierno de sus vidas a personas que ni siquiera respetaban. Era una muestra del “carácter gritón” de muchas sociedades de entonces: se quejaban mucho de cosas que no podían o querían o sabían modificar.
Por eso, entre otras razones, la participación ciudadana en esas “elecciones” estaba, en esos días, bajo mínimos. La gran mayoría no se ocupaba de los asuntos públicos. Su participación consistía en votar cada dos o tres años y quejarse en las reuniones con amigos o parientes y sostener enfáticamente que todo eso de la política era una mierda. Algún chusco de entonces escribió que
Fue uno de los el mundo en esos días —una parte del mundo en esos días— parecía un niño enrabietado: le dolía la panza y gritaba y se enojaba con quien tuviera cerca porque no podía identificar y combatir la causa de su malestar.grandes cambios de esos años: que —a diferencia de períodos anteriores— los “políticos” habían conseguido convencer a los ciudadanos de que la política era esa sucesión de tejes y manejes, pactos y pactitos que ellos mismos anudaban en rincones más o menos oscuros, más o menos lujosos y, así, habían logrado que la mayoría de la población se asqueara de la política y les dejara el monopolio de su ejercicio. Si la política era eso que hacían los políticos muy pocos querían mezclarse en ella. Lo cual inmovilizaba sociedades enteras —en la medida en que la política era la única vía conocida para mejorarlas.
Ya fuera por fatiga, desilusión, ignorancia o una buena combinación de todas ellas, millones de personas no ejercían su derecho al voto. En muchos países la participación electoral no alcanzaba a ser mayoritaria —lo cual contradecía el principio mismo de la democracia como “gobierno de las mayorías”. En los Estados Unidos, modelo y supuesto paladín del sistema democrático, nunca votaba más de la mitad de las personas habilitadas para hacerlo: era una muestra clara de la decadencia de aquel modelo.
(En ese año 2022 hubo elecciones en varios países importantes: la participación fue de 56% en Costa Rica, 58% en Serbia, 73% en Francia, 44% en Angola, 55% en Colombia, 63% en Italia, 70% en Israel, 79% en Brasil, 49% en Estados Unidos.)
***
La organización política de los países parecía haber entrado en una vía sin salida. El sistema no conseguía la legitimidad que le habría dado una participación importante, los ciudadanos se sentían constantemente disconformes o desinteresados, muchas sociedades sentían que no estaban bien conducidas o que lo estaban en contra de sus intereses o esperanzas. La situación se degradaba —de distintas maneras— en casi todas partes, y los dos grandes bloques políticos comunes se veían muy comprometidos con su mantenimiento. La “democracia”, que durante décadas había funcionado como una meta y una garantía, empezó a perder ese lugar: demasiadas sociedades comprobaban que años y años de gobiernos democráticos no habían sabido solucionar sus necesidades más urgentes.
Lo cual empezó a dejar lugar a otros grupos más pequeños, que se presentaban como “fuera del sistema” y ofrecían la ilusión de su modificación. Lo que solía llamarse “la izquierda” eran colectivos generalmente menos numerosos, más juveniles, cuyos integrantes no solían profesionalizarse. No tenían peso suficiente para gobernar solos, pero a veces conseguían participar de alguna coalición de gobierno. Mientras tanto, seguían insistiendo en la necesidad de profundizar la distribución de las riquezas en ese modelo que llamaban “socialismo”, pero habían perdido mucho peso desde la comprobación del fracaso de los países que lo intentaron durante el siglo anterior, y en muchos casos se dedicaban con más ahínco a lo que entonces se llamaba “cuestiones identitarias”: la defensa de las minorías raciales, las libertades sexuales, el cuidado del medio ambiente, la corrección política. Estas iniciativas, que tenían buena repercusión entre jóvenes y profesionales, solían dejar fuera del juego a muchos de sus antiguos seguidores. O, más directamente, los atacaban y descalificaban.
(Los movimientos identitarios caían, por momentos, en desarrollos que ahora pueden parecernos raros. De aquellos días queda registrada la polémica que produjo el caso de una joven poeta negra estadounidense que se volvió famosa por participar en ceremonias oficiales. Su libro iba a ser traducido al holandés por una joven poeta “no binaria” muy prestigiosa; la norteamericana se negó porque suponía que una persona no negra no podía entender lo que ella escribía —y la editorial holandesa se plegó, y lo mismo sucedió en otros países.
Había, entonces, una cantidad de cosas que no se podían discutir: cuya sola mención llevaba a la censura o, según la palabra de moda, la cancelación. Libros que no podían ser publicados porque debatían la pertinencia de cambiar de género, por ejemplo. O porque contaban la historia de alguien que antaño había intentado seducir a alguien con los recursos de su época —que tiempo después serían considerados abusivos. Y se imponía la idea de que solo podían escribir sobre ciertos grupos —raciales, sexuales, religiosos, nacionales— los integrantes de esos grupos, porque lo contrario sería aprovecharse de su historia y sus tribulaciones. O la idea de que los actores —humanos, materiales— solo podían actuar de lo que eran: que un actor heterosexual no debía hacer de homosexual, o que una católica no debía hacer de judía o musulmana y así. O sea: que las ideas de actuación, de traducción, de observación, de creación se iban perdiendo.
Y los debates se hicieron muy difíciles porque las ideas no eran analizadas sino juzgadas por su respeto —o falta de respeto— a esas reglas hegemónicas. Con lo cual los pensamientos que las cuestionaban eran descalificados, “cancelados” en nombre de la obediencia que esas reglas merecían. Era el mecanismo clásico de cualquier dogma religioso, de cualquier política conservadora, aplicado so pretexto de defender a los débiles y sus nuevas libertades.
Esa era la gran novedad del momento: que cierta “izquierda” ejerciera esa censura en nombre de las víctimas, en lugar de que lo hiciera la “derecha” en nombre de los valores establecidos. Las miras se estrechaban —tanto que, como sabemos, estallaron.)
En un momento en que “el sistema” estaba muy desprestigiado, la izquierda estaba perdiendo la pelea por ocupar el lugar de “antisistema” a manos de poderosos pilares de ese sistema como el ex presidente norteamericano Trump o el brasileño Bolsonaro. Con ellos y tantos otros, la derecha extrema se presentaba como la solución a problemas que no tenía la menor intención de solucionar.
La confusión se dió sobre todo en países ricos donde las izquierdas habían representado durante más de un siglo a los obreros industriales, pero esos países habían transferido sus fábricas tradicionales a otros más pobres, con salarios y condiciones laborales muy inferiores, y conservado solo las industrias más especializadas. Así que esos obreros clásicos ya eran una raza en extinción, ni siquiera protegida como el tigre de Bengala o el camarón barbudo: los más se convirtieron en empleados de servicios o en desempleados y perdieron su lugar social. Perdieron, también, esa condición redentora que el “socialismo” les había conferido durante todo el siglo XX: entonces, ser obrero era formar parte de la clase que cambiaría el mundo. A principios del XXI, en cambio, lo mejor que las izquierdas les proponían era que, con un poco de suerte y esfuerzo y ayuda del estado, sus hijos lograran un trabajo en el sector terciario y consiguieran no ser como ellos. Así, muchos buscaron un sector o partido que los alentara a conservar sus lugares, sus tradiciones de ruptura.
Los que se ofrecieron fueron, curiosamente, grupos nacionalistas, moralistas, religiosos que siempre se habían identificado con los ricos y se consideraban “de extrema derecha”. Esos grupos retomaron ciertas características que habían sido tradicionales de los grupos “de izquierda”: el repudio de las elites, la defensa del trabajo manual, la incorrección en sus manifestaciones, la pretensión de ofrecer cambios radicales —que nunca estaban claros. Y el discurso patriótico: a diferencia de la “izquierda”, que se preciaba de no distinguir a las personas por su origen nacional, esta “derecha” culpaba a los inmigrantes de la degradación de la vida de los ex trabajadores locales, que, en muchos casos, se reconocieron en su prédica xenófoba y racista. En esos días esos partidos gobernaban o habían gobernado recientemente países tan diversos e influyentes como la India, Estados Unidos, Rusia, Italia, Brasil, Hungría, Polonia.
Ya conocemos las consecuencias de ese giro.
***
Más allá y más acá de estas divisiones, una palabra dominaba la discusión política: populismo. Con una tradición compleja, zigzagueante, la palabra “populismo” había vuelto a escena en esos años, usada por los partidos y analistas del centro político para calificar a casi todas las opciones que, dentro de la democracia, criticaban el peso de esos partidos tradicionales. La palabra definía, supuestamente, a quienes “ofrecían soluciones fáciles para problemas complejos” —lo cual, sostenido por los que no solían ofrecer ninguna solución a esos mismos problemas tenía un toque involuntariamente irónico.
El “populismo” era, más que nada, el resultado de la insatisfacción de muchas sociedades frente al fracaso de las instituciones supuestamente serias de la globalización y el neoliberalismo, que habían hecho todo tipo de promesas de prosperidad que —cada vez parecía más claro— no cumplirían, sino bien al contrario: las clases medias y bajas de los países ricos, que habían comprado esas promesas, sentían que su nivel de vida no hacía más que bajar. La frase consagrada, en esos lugares y ese tiempo, fue que “los hijos vivirían peor que sus padres” —donde “peor” significaba con menos estabilidad y ventajas económicas. En esa sola frase —en ese uso de la palabra “peor” se sintetizaba buena parte de la ideología mayoritaria de la época.
Aunque los líderes populistas eran muy variados, los unía una táctica común: la de establecer que en sus países había un actor bueno, “el pueblo”, un conjunto indefinido pero siempre atacado por oscuros intereses y protegido por Él, el amado líder, el único que lo entendía y defendía. Con ese cometido, el padrecito de turno podía emprender las políticas más diversas: las justificaban esa defensa del buen pueblo contra sus taimados enemigos. El más habitual era la prensa: para un líder populista, pelear contra ciertos medios importantes era un gran negocio. Por un lado, se enfrentaba a empresas que no tenían —como una petrolera o un gran banco— la posibilidad de parar su país; por otro, deslegitimaba cualquier información que estos medios publicaran sobre sus tropelías.
Mientras tanto, en la calificación de populismo subyacía, no realmente oculta, la idea de que era fácil engañar a los pueblos —sostenida por los que más solían engañarlos. “Populismo es un nombre fácil, que se usa para definir gobiernos y sistemas muy distintos: algunos que proponen formas confusas de asistencialismo estatal, otros que modos tan claros de capitalismo de rapiña. Los une si acaso algún desprecio por ciertas formas de la democracia. El populismo actual es el producto de una época de absoluta hegemonía del capitalismo de mercado, en que nadie lo cuestiona como base de nuestras sociedades. Como no hay discusión sobre el qué, se discute encarnizadamente el cómo. Solo así se explica que gobernantes tan aparentemente distintos puedan ser calificados —¿descriptos?— con la misma palabra, el mismo set de ideas.
“Porque no se discute el sistema que manejan sino las formas en que lo manejan: con más o menos delegación, más o menos debate, más o menos respeto por ciertas reglas, más o menos impuestos. Se discute cómo y con qué reglas funcionan los gobiernos, no cómo y con qué reglas funcionan las sociedades: quién es dueño de qué, quién tiene qué derechos, quién come y quién no come. La estructura económica y social no se discute; se disputa, si acaso, cómo se administra. La insistencia en condenar el populismo es el discurso de una época que no consigue pensar cómo podría ser distinta”, escribió un autor de la época que, obviamente, no supo ver lo que venía.
(La democracia fue, durante un par de siglos, un deseo que requirió mucha pelea para convertirse en realidad. Los revolucionarios franceses del siglo XVIII tardaron décadas en terminar de concretarla; los chartistas ingleses debieron pelear —y morir— a mediados del XIX para conseguir su aspiración de “un hombre, un voto”. Las sufragistas de distintos países lucharon mucho desde 1900 para conseguir que no fueran solo hombres sino también mujeres —que nunca antes habían participado. Durante todo ese tiempo la democracia estuvo viva: cambiaba, crecía con el tiempo y la pelea, nadie se atrevía a considerarla algo terminado; era un modelo en constante evolución. Y sin embargo, tras el final de la guerra de 1939-45 y la consolidación del imperio americano, pareció que se había llegado a un modelo final de democracia que convenía mantener sin más cambios. La democracia, en esos días, parecía muerta, congelada: no solo llevaba décadas sin cambiar, sino que a nadie se le ocurría todavía en qué dirección podría hacerlo.)
En esos días, la democracia aún se presentaba como el sistema de excelencia, la aspiración global, pero el país más exitoso no la practicaba en absoluto. Ese fue el resultado del famoso Error Nixon/Kissinger. Medio siglo antes, aquel presidente estadounidense y su secretario de Estado imaginaron que si permitían que China comerciara con Estados Unidos y el resto del mundo, su desarrollo económico la llevaría a la democracia. La necedad de los jefes norteamericanos consistió en creerse su propia propaganda: la idea de que el capitalismo estaba intrínsecamente relacionado con las libertades políticas y individuales. Esta noción había sobrevivido a los numerosos desmentidos que recibió durante el siglo XX, desde Hitler a Pinochet —desechados como anomalías, “excepciones que confirmaban la regla”. Esta noción estuvo en la base del error de Nixon, que tanto le costaría a su país: favoreció el desarrollo de su principal enemigo y abrió las puertas para el establecimiento de un modelo alternativo —”capitalismo de partido único”— que cambió radicalmente las opciones de esos tiempos.
Fue, sin dudas, el fenómeno más significativo de esas décadas: la transformación del país más poblado del mundo en la mayor potencia económica. El crecimiento chino no era un acontecimiento sino un proceso y por lo tanto no aparecía demasiado en los “medios de prensa” de la época, pero en esos años no sucedió nada comparable. La expansión de su economía y su producción, la consolidación de su modelo industrial exportador, su influencia cada vez mayor en los países del así llamado Tercer Mundo, la ampliación de sus fuerzas armadas, eran solo algunos de los datos que, sumados al evidente declive norteamericano, anunciaban un cambio de hegemonía, el fin de la Edad Occidental (ver Prólogo).
Lo que entonces, por supuesto, no se sabía era si ese cambio se realizaría —como muchos querían creer— sin conflicto o si, en cambio —como siempre había sucedido—, la potencia en declive no entregaría su posición de privilegio sin pelear. Hay, a lo largo de la historia, momentos así: situaciones en las que muchos hacen grandes esfuerzos para no ver lo evidente —y no mirarlo les impide evitarlo.
Próxima entrega 11. El imperio del centro
Tras unos pocos siglos raros, el mundo volvía a la normalidad y China a ser la nación más poderosa —no sin conflictos con el imperio anterior, los Estados Unidos.
El mundo entonces
Una historia del presente
MARTÍN CAPARRÓS
'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.