En el taller de Francisco Gazitúa: “La escultura tiene que estar en la calle”
El Premio Nacional de Artes Plásticas 2021 de Chile, figura clave del circuito latinoamericano, repasa el papel de sus obras monumentales y cómo la poesía y la montaña las han moldeado
En la cima de un cerro en Pirque, a los pies de la cordillera de los Andes, aparece un caballo. Inmóvil, tiene una de sus patas delanteras levantada. Mide 3,5 metros de alto. Es verde. A diferencia del caballo de Troya de Ulises, su esqueleto de hierro está abierto al aire para que, al igual que un instrumento de viento, suene en las alturas de la montaña. El escultor chileno Francisco Gazitúa (Santiago, 77 años) lo fabricó en su taller ubicado al final de un camino empinado que nace donde está erguido el animal. En esa cantera de granito, a 20 kilómetros de la capital, el ganador del Premio Nacional de Artes Plásticas 2021 de Chile no solo ha elaborado sus distintivos caballos, sino todas sus esculturas trabajadas en piedra, madera y acero. Desde su monumental Puente de Luz en Toronto hasta la cincuentena de obras que se encuentran en el espacio público de las principales ciudades del país sudamericano.
El olor que emana el hierro fundido en la fragua se cuela entre el aire puro que se respira en lo alto del valle del Maipo. Los golpes a punta de martillo con que Gazitúa moldea el material a rojo vivo interrumpen la paz que habita en ese recóndito lugar. Lleva medio siglo en eso. Trabajando 12 horas diarias frente “a seres que no hablan, pero que se transforman en palabra. Aunque esté escrita en toneladas de piedra”, apunta. Para que dialogue, aclara, tiene que haber un otro. “Por eso la escultura tiene que estar en la calle. Cuando uno hace esculturas para los museos o para ser famoso en circuitos y llegar a las bienales, que es un cuento horrible, entonces no estás con la gente”.
Durante las revueltas de 2019, su Oda elemental al fierro, expuesta en el Parque de las Esculturas, en el centro de la capital, tuvo un diálogo frontal con los manifestantes. “Como es una aleta, a veces era una barricada contra la policía. Me la pintaron tantas veces que se acumuló un centímetro de capa. El punto es que estábamos ahí cuando más nos necesitaban. Espiritualizando un movimiento social”, afirma durante la entrevista que transcurre en una terraza toda de piedra construida por él, como las propias herramientas con que trabaja o gran parte de los muebles que decoran la casa en la que vive con su esposa, la artista Ángela Leible.
A finales de los setenta, cuando el filósofo y escultor estudiaba en la St. Martin’s School of Arts de Londres, el pintor Roberto Matta le aconsejó leer a la poeta Gabriela Mistral. Gazitúa ya había estudiado su obra, influenciado por su madre, una mistralista. Pero Matta lo impulsó a hacerlo desde el punto de vista geológico de los poemas de la Premio Nobel de Literatura. Fue entonces cuando se produjo un punto de inflexión en la vida y obra del artista. “Abandoné el mundo del arte, su lenguaje inentendible, la pugna por las vanguardias, la fiebre arribista, las relaciones públicas, el cambio de modas cada cinco años”, dijo Gazitúa en su discurso de 2017 cuando lo nombraron miembro de la Academia Chilena de Bellas Artes.
En el clímax de la vanguardia inglesa, exponiendo en la Tate de Londres, dando clases en el Museo Británico, Gazitúa concluyó de la mano de Mistral que, si quería decir algo nuevo en el mundo de la escultura, tenía que alimentarse del fondo de sus raíces, en la “sagrada cordillera”. Con mil dólares de la época compró dos hectáreas en medio de una cantera de donde extrae las piedras para sus obras. “Regresé por este paisaje absolutamente desmedido, místico, impresionante. Esto está aquí y es gratis”, afirma apasionadamente desde su terraza-palco con vistas a la cordillera de los Andes, cubierta de blanco tras unas generosas tormentas de nieve que no se registraban desde hace 16 años.
“Nadie se atreve a vivir en la cordillera. Tú me preguntas: ¿es Chile un país andino? No, Chile se bajó de la cordillera”, sostiene al tiempo que crítica la desavenencia cultural entre el pueblo chileno y la montaña. El escultor achaca el desarraigo a la corriente racionalista, que “genera un progreso mecánico eterno, la desacralización absoluta de la materialidad”. Sobre por qué los países vecinos no han caído en eso, argumenta que ellos se han acercado al paisaje de una manera en que Chile solo lo han hecho sus poetas. Y cita las preguntas que se hacía el poeta de la generación literaria de los 50, Jorge Teillier: “¿Has olvidado que el bosque era tu hogar? ¿Por qué te olvidaste que el bosque era tu amigo? ¿Por qué no recuerdas nada?”.
Su crítica se extiende a los artistas, que están en “un estado de miseria cultural”. “Es imposible que una persona que está mirando lo que está pasando en Europa, sin siquiera ser parte, espiritualice Chile”, asegura. “Yo soy como el niño símbolo de la guerra contra todos estos que viven hablando de dónde vienen llegando”, agrega el escultor, que ha ejercido la docencia por tres décadas en la Universidad de Chile. Por posturas como esta es que no esperaba recibir el principal galardón que entrega el Estado. “Me extrañó mucho que me dieran el premio nacional. Mucho, mucho, mucho. Dije ni a palos. Pero parece que fue tan fuerte la obra que finalmente fue ella la que habló”.
Gazitúa, tan enérgico como reflexivo, tiene en su carpeta una serie de proyectos. Unos a punto de inaugurarse, otros con las maquetas listas y no pocas ideas para realizar si consigue financiamiento. Pero hay uno que lleva 25 años intentando sacar adelante junto a su esposa y aún no lo consigue. Se trata del “príncipe congelado”. Así llama al niño de unos ocho años que fue ofrendado en honor al dios inca Inti (Sol) y enterrado vivo a 5.400 metros de altura hace más de 500 años en el Cerro el Plomo. El escultor quiere que regrese a dicho lugar, donde su cuerpo liofilizado naturalmente fue encontrado a mediados de los cincuenta del siglo pasado.
“No puede seguir metido dentro de un refrigerador en el Museo Nacional de Historia Natural. Es un insulto a nuestra raza fundadora, a la sacralización de la cordillera. Yo digo: agarra a Jesucristo y mételo a un congelador en calidad de tesoro arqueológico a ver qué embarrada les queda”, plantea Gazitúa. “No me voy a morir mientras no tengamos al niño arriba. La cordillera, para mí y la Ángela, tiene más importancia cultural que el Museo de Bellas Artes con todos sus tesoros dentro. Lo más importante son las 24 hectáreas de glaciar blanco que Santiago tiene a la vista”, afirma entre los siete cerros que rodean su casa. Su taller. Su rincón sagrado.
Babelia
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