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La historia sonora de ‘Nosferatu’, un clásico del cine mudo

F. W. Murnau soñaba con ser Mahler y rodó su película de vampiros con un metrónomo para marcar el ritmo y muy atento a los sonidos y a la música que acompañaban ese universo

La inconfundible silueta de Nosferatu.
Silvia Cruz Lapeña

De pequeño, Friedrich Wilhelm Murnau soñaba con ser como Gustav Mahler. En Nosferatu, el clásico del cine mudo que marcó el camino de las películas de vampiros y del que este año se cumple el centenario de su estreno, se le nota esa vocación hasta en el subtítulo: Sinfonía del horror. No fue la única vez. En su otra gran belleza, Amanecer (1927), Murnau optó por completar el título de forma similar: Sinfonía de dos personas. Y según Edgar G. Ulmer, que trabajó para él como diseñador de decorados y más tarde fue también director de cine, ambas las rodó su maestro con un metrónomo en la mano, aparato que sirve para medir el tempo de las composiciones musicales.

Por eso, aunque la película sea muda, tuvo un paisaje sonoro que se perdió, pero aún se puede oír atendiendo a los detalles de la película, leyendo los diarios de personas vinculadas al filme, las crónicas del estreno y algunos de los libros dedicados a la obra de Murnau.

Max Schreck, en el rodaje de 'Nosferatu'.
Max Schreck, en el rodaje de 'Nosferatu'.

Para empezar, la película fue muda, no así el rodaje. Y a pesar de que se contaba una historia de miedo, lo más habitual era escuchar gente riendo en el plató. “La gente estaba feliz. No sonaba enfadado ni cuando estaba muy enfadado”, contó en unas memorias Robert Herlth, escenógrafo de las primeras producciones de Murnau. No es la única referencia a la forma de hablar del alemán, de quien el colaborador explicó que recitaba poemas en sus años universitarios con una voz profunda y magnética y que en el trabajo daba todas sus indicaciones “en voz muy suave”.

En el rodaje de Nosferatu hubo también sonidos menos agradables. Como el rozar y el roer de las 50 ratas que el equipo de producción compró tras poner un anuncio en la prensa con el fin de llenar la bodega del barco en el que llega el vampiro a la ciudad. También ese bajel, el Jurgen (un homenaje al tren de los hermanos Lumière), aparece moroso y mudo en la pantalla, como si fuera un fantasma, a pesar de que Walter Spies, pareja de Murnau y muy activo en el rodaje, explicó en sus memorias que el ruido que hizo al entrar en el puerto de Wismar para rodar esas secuencias fue “atronador”. Aun así: “Fue la primera vez en la historia del cine mudo que se oyó el silencio, la muerte de todo sonido. Ningún filme de terror posterior ha superado el horror de esa primera imagen”. Palabras del crítico alemán Andres Kilb en el Frankfurter Allgemeine Zeitung.

En la película, los escenarios tampoco suenan, pero dicen muchas cosas de la historia y la intrahistoria de Nosferatu. Poco se puede añadir sobre los decorados, puro expresionismo del que Murnau era maestro, aunque sí sobre los espacios naturales que escogió con mucho mimo. Como recuerda Mary Hallab en Vampire God: The Allure of the Undead in Western Culture (Dios vampiro: el encanto del muerto viviente en la cultura occidental), vampiros y naturaleza van de la mano. La figura del no-muerto representa la enfermedad, la plaga y la parca, y acabar con él es acabar con esas desgracias. Nosferatu marca ese camino: Murnau identifica al vampiro con la peste que se acerca al pueblo. Que optara por sitios luminosos no es una contradicción, al contrario: aumenta el miedo. Como si le dijera al espectador que lo que cuenta Nosferatu ocurre en el mundo real, que es posible.

Los sitios escogidos fueron los bosques de Lubeck; la colorida ciudad de Wismar, las montañas de Tatra o el castillo de Oravsky Podzamok en Dolny Kubin (Eslovaquia). Y todos en movimiento: ramas movidas por la brisa; gente corriendo; nubes y sol yendo y viniendo sobre el castillo, o el viento huracanado de la isla de Sylt que revuelve el pelo y el vestido de la joven que, en la escena de la playa, espera al marido retenido por el vampiro. Son solo algunas herramientas que usó el melómano Murnau para salirse con la suya en una película muda: hacer música con las imágenes.

Así lo explica la crítica Jo Leslie Collier en De Wagner a Murnau, donde cuenta que el alemán se basó en la ópera El holandés errante para rodar Nosferatu: “Se esforzó, como sus predecesores en el teatro, en crear con las imágenes un equivalente a la música, usando el movimiento de actores y objetos dentro del plano para marcar el ritmo”. De ahí la importancia de las campanas: en todos los enclaves urbanos de Nosferatu hay una iglesia gótica, y aunque no se escuche su tañer, se ven moverse y marcar el tempo de la trama y los actores. Con el mismo fin, el de hacerlos moverse como él quería, Murnau ponía música después de gritar “acción” a sus intérpretes. Por eso dice Collier que Nosferatu es “una sinfonía creada con la armonía de los cuerpos y el ritmo del espacio”. Por si había dudas, recuerda que el mismo Murnau describió la puesta en escena de su película como “un intento de transmitir los acordes tonales en el espacio”.

Una vez acabado el rodaje llegó el ruido del estreno. El productor, un sujeto extraño y afín al ocultismo, Al Grau, se encargó de crear una campaña de promoción que incluyó carteles, anuncios, notas de prensa… También se aplicó en generar una gran expectación y por eso, el día del estreno, el 4 de marzo de 1922, reservó el salón de mármol del zoo de Berlín y organizó un baile de máscaras donde sonó música en directo. Los asistentes, entre los que se encontraban artistas, periodistas y otros directores de cine, como Ernst Lubitsch, acudieron por invitación y vestidos al estilo Biedermeier, es decir, con típicos trajes burgueses de esa época. La música que marcó el estreno fue Die Serenade, una danza escrita por Hans Erdmann, quien más tarde compondría el acompañamiento de El testamento del doctor Mabuse (1933) de Fritz Lang, e interpretada por un bailarín solista de la Ópera Estatal.

De Erdmann fue también toda la música que acompañó a la película. Diez piezas con títulos tan genéricos como Idílico, Lírico, Espeluznante, Tormentoso, Destruido, Bueno, Extraño, Grotesco, Desatado y Perturbado. Entre todas, sumaban 40 minutos para un metraje de 94. Esa obra se perdió. En 1995 la directora de orquesta Gillian B. Anderson se encargó de reconstruir cómo debió sonar aquel estreno en 1922. Para hacerlo recurrió a tres fuentes: la Fantastisch-romantische Suite, obra que Erdmann compuso en 1926 realizada en parte con composiciones de Nosferatu; las crónicas del estreno, y un manual sobre la música en el cine firmado por el compositor. Por eso, Anderson cree que para completar el metraje se repitieron piezas que se eligieron según el estado de ánimo que Murnau pretendiera provocar en cada secuencia. El hecho de que para comenzar la película Erdmann incluyera una obertura de la ópera Der Vampyr (1828), de Heinrich Marschner, hizo pensar a la compositora que Erdmann debió usar otras obras de repertorio: el Mefistófeles de Arrigo Boito, por ejemplo.

La herencia musical que Murnau le dejó al cine no está solo en sus películas. Ulmer no solo aprendió de su mentor a trabajar como un artesano: si su maestro utilizaba un metrónomo para componer música con las imágenes, Ulmer rodó muchas veces con una batuta que perteneció a Franz Liszt en la mano. Nunca como con Murnau dejó el cine mudo un legado tan sonoro.

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Silvia Cruz Lapeña
Periodista en EL PAÍS Audio. Ha publicado en los principales medios españoles, colaboradora en RNE o CADENA SER y ha sido jefa de Actualidad en Vanity Fair Licenciada en Periodismo, es autora del libro 'Crónica jonda', y de su podcast homónimo publicado en Podium Podcast, así como de la biografía de la boxeadora Lady Tyger.

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