La liberación de Mauthausen, icónica y frustrante para España
La dictadura de Franco ocultó la existencia de los campos de exterminio y la suerte de los españoles asesinados, y la Transición no logró conectar con la memoria de lo sucedido tras el fin de la II Guerra Mundial
Al amanecer del 5 de mayo de 1945, una pequeña escuadra de 22 soldados del Ejército de Estados Unidos partió para reconocer el terreno. Tras comprobar el puente, avanzaron por una carretera desierta. Al doblar una loma, a plena luz del día, divisaron el Danubio en toda su extensión. Su silueta negra llevaba a lo más profundo del horror que habían visto nunca los hombres, al corazón del complejo de Mauthausen-Gusen. A medida que se acercaban al campo, crecía un silencio extraño. Curtidos en años de combates, disminuyeron la velocidad y pidieron refuerzos. Al día siguiente, con la llegada de más tropas, la Cruz Roja y los servicios médicos se adentraron en las instalaciones del campo y en su red más cercana. El paisaje no era de este mundo. Tardaron años en comprender lo que había sucedido allí. Apenas un mes antes, con el sonido de las tropas aliadas cada vez más cerca, las autoridades nazis habían ordenado construir dos nuevos hornos crematorios para multiplicar la capacidad de eliminación de los cadáveres. La estancia duró dos días y en ella detuvieron a cientos de alemanes, pero también a 17 presos acusados de colaboradores de los nazis. Entre ellos había cinco españoles. Era tan solo era el comienzo del material probatorio de la acusación de crímenes de guerra, los juicios de Núremberg.
El relativo a los españoles se celebró en julio de 1947. Fueron acusados de golpear, torturar, y de causar la muerte de miles de personas. La defensa alegó que eran víctimas de aquel sistema, que no podían hacer otra cosa para sobrevivir. La acusación reconoció que no habían sido delincuentes antes de la guerra, sino que solo en el campo adquirieron esa condición fatal contra sus propios compañeros. Fueron considerados criminales de guerra “con independencia de su nacionalidad o las de sus víctimas”, entre las que se encontraban 5.000 de sus compatriotas. Los oficiales estadounidenses declararon que el recibimiento que les habían brindado los prisioneros en la liberación del campo fue el más imborrable de todos los que habían tenido. Buena parte de ello fue responsabilidad de los españoles. La conocida pancarta en tres lenguas con la que les saludaron a su llegada es un símbolo icónico del colapso de la red del terror nazi. Su mensaje sigue siendo profundamente significativo: “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras”. Habían sobrevivido al infierno y compartían otra condición: no podían volver a la España franquista, donde les esperaba un nuevo encierro y una situación más que incierta. Su caso sentó jurisprudencia en EE UU y todavía es citado como precedente en la aplicación de la doctrina de la Justicia Universal. A pesar de todo, no recibieron el estatus de refugiados internacionales hasta 1951.
La liberación marcó el final de la guerra y el comienzo de una segunda era de la Humanidad, la del “día después del Holocausto”. En Francia, que acogió y reconoció la nacionalidad de la mayoría de los supervivientes, fue el elemento esencial de una nueva identidad. Permitió conectar colectivamente con la memoria de la resistencia y apagar la del colaboracionismo. Británicos y norteamericanos, por su parte, usaron los campos para seguir internando y persiguiendo a todos aquellos que aparecían en las toneladas de documentación incautada. Los interrogatorios se prolongaron durante años, dando origen al conocido proceso de desnazificación de la Administración alemana. Los soviéticos, sin compartir el procedimiento y la noción de genocidio consagrada en Núremberg, hicieron lo propio, como forma de justificación de su enorme sacrificio en vidas. El recuerdo de su victoria sigue siendo la base de los modernos nacionalismo y militarismo rusos. Distintas generaciones aprendieron historia partiendo de la liberación. De Occidente a la órbita comunista integraron este momento como el principio de sus distintos relatos fundacionales, pero también como el resultado de los errores de la I Guerra Mundial.
En Alemania el final de la guerra supuso la ocupación. Necesitaron tiempo para canalizar la culpabilidad colectiva por la locura nazi, sobre todo por los campos de exterminio. Los bombardeos masivos, la ocupación y los juicios por desnazificación no ayudaron a ello. Pero a partir de los años sesenta, todos los gestos públicos iban en esa dirección. A pesar de la resistencia a seguir con el proceso, desde entonces todos los jefes de Estado alemanes se han arrodillado, literalmente, para pedir perdón al mundo. Un perdón que conectaba con la liberación y que sirvió de puente en la reunificación. Más allá de la culpa, estructuraron su propia memoria con la que acababan de sufrir “los otros”. Han seguido fomentando un trabajo de confrontación y comprensión desde ámbitos muy distintos, pues el III Reich suplantó todo su pasado por unas teorías de superioridad racial y emocional que, bajo la modernidad tecnológica, sigue compartiendo la nueva extrema derecha.
En nuestro caso, la liberación no puso ser más icónica y, a la vez, más frustrante porque ninguno de esos procesos se ha desarrollado en España. La dictadura ocultó la existencia de los campos y la suerte de españoles que conocía perfectamente. Durante la Transición y los sucesivos años de democracia no se ha logrado conectar con esa memoria de la liberación. La sombra de la larga duración de la dictadura, que construyó su propia memoria, reivindicando el fantasma de la Guerra Civil, sigue siendo alargada. Mientras se consolidaban los programas de Historia mundial en tono a 1945, en España se celebraban los “25 años de paz”, con la única misión de recordar al enemigo interno y negar cualquier punto de reconciliación. De ahí, y de su cada vez más amplio perfil represivo, se ha consolidado una memoria en negativo, opuesta a la de la liberación, que necesita todavía de gestos, de encontrar y recordar a familiares perdidos, como de reconocer públicamente a aquellos tratados como delincuentes. El modelo de la liberación puede servir para cerrar heridas, también las de la apropiación de las víctimas de la violencia republicana que hiciera el franquismo. La investigación histórica conecta con la liberación, permite estructurar y comparar nuestro pasado con algo más que esa memoria cerrada de la Guerra Civil, fija, perpetua e interesada, que hay que olvidar.
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