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Ermonela Jaho: “Me gusta el miedo que me hace sentirme imperfecta cantando”

La soprano albanesa, una de las más importantes del mundo, regresa al Teatro Real para cantar ‘La Bohème’, de Puccini, esta Navidad

La soprano Ermonela Jaho.
La soprano Ermonela Jaho.Claudio Alvarez/EL PAIS (EL PAÍS)
Jesús Ruiz Mantilla

Cuidado. Ermonela Jaho es una soprano que a veces levita y que hace levitar. La albanesa de 47 años regresa al Teatro Real esta navidad para cantar La Bohéme a partir del domingo próximo. Se forjó a base de la disciplina militar y las clases de filosofía de su padre en la Tirana comunista. Allí fue a ver La Traviata y se juró no morir sin subirse al menos al escenario una vez para hacerlo. Fue inmigrante en Italia, cumplió su sueño, y hoy es una de las sopranos más grandes del mundo: a fuerza de carácter, voluntad y, dice ella, autenticidad. La pandemia le ha hecho más fuerte, cree que pondrá en su sitio a los artificios: “Habrá una batalla y ganará quien transmita verdad sobre el escenario”, dice. A ella le sobran armas.

Pregunta. Algunos cantantes han sufrido su particular crisis durante la pandemia, ¿cómo lo ha llevado usted?

Respuesta. Ha sido una situación difícil. Un frenazo repentino que hace replantear todo. Yo siempre me enfrento a cada representación como si fuese la última que haré en mi vida. Y eso me ha ayudado a afrontar esta situación porque, en efecto, todo puede desaparecer en un instante. De todas formas, aproveché para mejorar, aunque cancelé ocho contratos.

P. ¿Cantó mucho para sí misma?

R. Me pasó algo inesperado. Me sentí un poco inútil.

P. ¿Por qué?

R. Me propusieron cantar online, lo intenté pero no funcionaba.

P. ¿Necesitaba al público delante?

R. Sí, es más: necesitaba incluso de ese miedo que te hace sentirte imperfecta, a expensas del error. Esa energía es fundamental. Cantar ante una pantalla...

P. ¿No tiene sentido?

R. No, no lo tiene. La música es el lenguaje del alma. Ya nos lo enseñaron los griegos y de ahí hasta Wagner, que hacemos música para provocar emociones en otros, como una catarsis, una terapia.

P. Fuera pantallas, entonces.

R. Fuera, sí. Lo he intentado pero me he encontrado fría. O noto al público o nada. Eso he comprendido. Si no, me veía inútil, creía que no soy capaz de cantar, me sentía…

P. ¿Ridícula?

R. Eso, exactamente. No me atrevía a decirlo pero sí, ridícula. Así que me dediqué a estudiar y a esperar el destino. Y mi destino es cantar para quien tengo delante. Es lo que he hecho toda mi vida, desde que era niña. Otra cosa es estudiar. Estudiar pero para ponerte delante del público porque somos gladiadores de la escena.

P. ¿Estudiar consiste en poner a prueba los riesgos?

R. Concibo el estudio para probarte, para superar tus límites, para ver si eres capaz de más. Y en la pandemia he estudiado como si me fuera a preparar para un maratón y me he dado cuenta de que sí, de que puedo ir más allá y no estancarme en la comodidad.

P. Ha puesto a prueba su resistencia, seguro. ¿Y su fragilidad?

R. Son dos polos y no existe un punto intermedio entre ellos: entre la fuerza y la rendición. Esto es a vida o muerte, perdona si te parezco exagerada. Todo o nada. El escenario es un lugar sagrado.

P. Dice que para usted tiene sentido cantar para los demás desde niña. ¿Cuándo se dio cuenta de eso?

R. Los niños son un libro blanco. Yo sentía el sacrificio de mis padres para que me dedicara a esto.

P. Viene de la Albania comunista, supongo que debió ser duro.

R. Mucho. Mi padre era militar y profesor de filosofía. Un idealista que me transmitió una disciplina fundamental para mi carrera y mi vida. El arte no es una cosa ligera, necesita disciplina de hierro. Mi madre, maestra, tuvo que criar cinco hijos. Yo, en ese ambiente en que faltaba libertad, sentía que debía cumplir, ser perfecta ante lo que mis padres esperaban. Eso te atormenta.

P. ¿Hasta hoy?

R. Exacto, hasta hoy. Mis padres veían que yo era feliz cantando. Que era mi manera de conquistar la libertad. Que transmitía unos sentimientos diferentes, que era otra. Eso me pasa hoy, en cada personaje aporto una parte de mí. Si algo siento hoy es no poder seguir agradeciendo a mis padres todo lo que hicieron por mí. Me emociona mucho recordarlo, a los padres se les echa de menos aunque cumplas 90 años, son parte de tu travesía, como los amigos.

P. ¿Cómo se planteó que podía dedicarse a la ópera?

R. Cuando vi por primera vez una Traviata en Tirana. Me prometí que no moriría sin al menos haberlo hecho yo aunque fuera sólo una vez.

P. ¿Y cuántas lleva?

R. 301. Las he contado precisamente porque un día me hice esa promesa. Para darme cuenta de lo que me ha costado. Imagine una joven de 18 años que emigra de Albania a Italia en aquella época en la que llegaban los barcos cargados de compatriotas míos a los puertos, sin dinero ni más fijación que un sueño. Sin saber cuánta porción de verdad contiene ese sueño o si es una alucinación, cuántas veces te tienes que caer y levantarte para llegar allí. Debes medir tus fuerzas y la disciplina de mi padre, sin duda, me ayudó. Siempre se puede ir más allá, más allá.

P. ¿Tan allá?

R. Sí, pero es una tortura, porque nunca quedas satisfecha. Pero es así. Y más ahora, que todo ha cambiado tanto.

P. ¿De verdad lo cree? ¿Hemos cambiado?

R. Debemos encontrar una manera de ver hasta qué punto y definirlos. Aunque los sentimientos, las emociones humanas no hayan variado, son los mismos desde hace milenios. Lo que hay que hacer es disfrutar mucho más de la alegría cuando nos rodea la pena. Todo puede cambiar de un momento al otro.

P. ¿Ha llegado por tanto el momento, quizás, de dejarnos de artificios en el arte e ir a lo fundamental?

R. Sí, eso creo. Además el público va a percibir a detectar la falsedad, lo que no es auténtico: estamos a examen. Un examen duro sobre estas cuestiones.

P. ¿Un examen de autenticidad?

R. Sí y quien no lo pase… Creo que en esta época sobrevivirán sólo los artistas que transmitan verdad, autenticidad. Los que no, fuera. Será una batalla interesante. Hay mucho mediocre, no en este mundo sólo, digo en general, con todo este artificio, este barroquismo que a veces me hace sentirme ajena al mundo, con ganas de apartarme, de largarme al campo, desaparecer. Este mundo es raro, eh.

P. Lo virtual...

R. Sí, todo aquello que no transmite lo verdadero, lo real.

P. ¿La bendita imperfección que quiere corregir la tecnología?

R. Exacto. El alma que sufre y ríe es la que transmite lo humano y es, imperfecta, ahí está la gracia y la diferencia. En la vulnerabilidad.

P. ¿En la fuerza de la vulnerabilidad?

R. A veces te sorprende eso en el escenario y no lo esperas. De repente, te pasa y en vez de parar debes tener valentía para sacarlo, dejarte llevar hasta que no sientas la tierra bajo los pies, que te elevas. No ocurre a menudo, eh, pero cuando pasa resulta un trance único. No sabes cómo recuerdas la letra, suena una música interna, no piensas en la voz, lloras. Pero cantas con un sentimiento que no puedo explicar. Cuesta después incluso hasta salir a que te aplaudan, no los escuchas. Si te acostumbras a esto, te engancha y muchas veces te decepcionas si no regresa esa sensación. Te parece injusto que no reaparezca.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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