Sondheim, cuando el dolor se transforma en belleza
Si todos los caminos llevan a Roma, decía, todos los musicales nos llevan a Stephen Sondheim. Está en el parnaso de los grandes, junto a Cole Porter e Irving Berlin
“De lo único que me arrepiento es de haberte traído al mundo”. Esta es la despiadada nota que la madre del compositor y letrista Stephen Sondheim dejó a su hijo adolescente antes de meterse en el quirófano para que le practicaran una operación de cirugía estética. Lo estoy leyendo en Stephen Sondheim. A Life, una sólida biografía escrita por Meryle Secrest, que da cuenta de los años de formación y gloria de este genio musical. En España, su muerte a los 91 años ha pasado algo inadvertida, salvo para los amantes de esa música y para los teatreros, porque revolucionó el género y escribió letras sofisticadas, melodías narrativas, que hacía que los musicales fueran un género ideal para buenos intérpretes que además supieran cantar. Contábamos esto el otro día en La Ventana de la SER y podíamos ilustrarlo con canciones que a fuerza de ser cantadas por grandes actores, como Mandy Patinkin, o actrices, como Patti LuPone, se han convertido en standars imprescindibles del cancionero americano. Send in the Clowns es el mejor ejemplo. Experimento una felicidad infantil cuando me dejan presentar en la radio canciones que han alimentado tan poderosamente mi espíritu.
Habrá a quien le parezca que ha de hablarse de la obra del artista sin mencionar la vida sobre la que se construyó, pero en el caso de Sondheim es imposible no entrelazarlas porque en su vocación intervino decisivamente una procelosa infancia. Se crio de niño en el emblemático edificio San Remo, cercano al Dakota, mirando a Central Park. Era hijo de una diseñadora de moda y un empresario textil, que partiendo de la miseria ascendieron a una clase acomodada. Cuando el pequeño contaba 10 años el padre abandona el hogar, se marcha con otra mujer, y la madre desahoga la furia y la frustración que siente maltratando al hijo, incluso insinuándose a él sexualmente, algo que atormentaría siempre al músico hasta el punto de hacerlo público y de no asistir finalmente al funeral de esa mujer desequilibrada. Sin embargo, el crío infeliz supo oler la suerte cuando pasó por su lado. Quiso el azar que en la casa de campo que poseían en Pensilvania fuera su vecino el libretista de musicales Oscar Hammerstein, que tuvo la astucia de percibir el trastorno de aquella madre y se convirtió generosamente en tutor del niño. Solía decir Sondheim que si su vecino hubiera sido geólogo él se habría dedicado a la geología, pero aquel hombre con vocación pedagógica intuyó el talento de su protegido y le adiestró en las artes de la obra musical.
Es Sondheim el músico más reverenciado por los actores americanos, aunque sus musicales no han sido tan exitosos como esos otros que han asaltado los teatros españoles. Este creador de canciones hizo progresar el arte de la narración musical hasta convertirla en un espectáculo para adultos, en algo más sofisticado. Lo suyo seguirá siendo minoritario a pesar de ser el compositor más influyente en su género. Su primera gran oportunidad fue escribir las letras de West Side Story para Leonard Bernstein, aunque siempre renegó de esos versos que le sonaban pretenciosos y cursis y que escribió bajo el dictado del autoritario compositor.
Compuso muchas de sus canciones pensando en intérpretes concretos, y estos aseguraban que aunque los versos parecieran complicados no lo eran porque las emociones que expresan son muy claras. A España llegaron algunas de sus obras, como Sweeney Todd o Follies, de la mano de Mario Gas, que tanto talento ha demostrado dirigiendo musicales. Hace pocos días le homenajeó en RNE. Búsquenlo, nadie como Gas para hablar del gran maestro. Si todos los caminos llevan a Roma, decía, todos los musicales nos llevan a Sondheim. Está en el parnaso de los grandes, junto a Cole Porter e Irving Berlin. Y ocurre que puede pasarse una las horas muertas, sin culpa por perder el tiempo, extasiada, viendo vídeos de interpretaciones excepcionales, abrumada por esa conjunción de genialidad. Les recomiendo uno: Patti LuPone cantando Ladies Who Lunch. Advierto que el problema de ver esta maravilla es que difícilmente se puede parar. Hay que echar la tarde. Hace unos días escribía Patinkin, actor estrella del músico, en el suplemento de arte de The Financial Times: “Uno de los milagros de Stephen es cómo asumió su trauma y se puso a trabajar, el resto de su vida, usando la música y la palabra como campo de batalla para convertir la oscuridad en luz. Esa oscuridad, ese dolor, fue al final un inmenso regalo para él”.
Babelia
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