Acosta Danza: energía solar, buen baile… y Pontus Lidberg
La compañía del bailarín cubano Carlos Acosta presenta en el Teatro Real un programa derivado hacia la danza contemporánea donde lo mejor fue la serena y equilibrada coreografía del sueco
La formación de buenos bailarines es uno de los más evidentes y constantes logros de la Escuela Cubana, y a pesar de que la direccionalidad de la didáctica escora con preferencia (y lógica) al ballet académico, artistas con inquietudes hacia los modos contemporáneos también emergen con calidad y pujanza. Hay bailarines cubanos repartidos por todo el orbe (y casi ningún coreógrafo, un tema para analizar). Tras la diáspora ruso-soviética, la cubana es la afluencia abierta más notoria de toda la historia del ballet. Ambas migraciones sectoriales, la rusa y la cubana, no pueden describirse ni dibujarse sin el componente político. Muchos bailarines y maestros huían de un clima sofocante y represivo en busca de un mundo mejor (desde el propio Balanchine que salió de Petrogrado hasta Nureyev y Barishnikov de Leningrado; en Cuba, desde los 10 huidos a París en 1966, el incesante goteo de defecciones no ha parado).
Con el tiempo, algunos factores han hecho cambiar las motivaciones y el flujo, pero de hecho, sigue existiendo. No fue Carlos Acosta un ejemplo típico del bailarín emigrante, cuando su maestra de cabecera, Ramona de Saa, lo llevó primero a Turín y luego a Houston (EE. UU.), como segunda escala, antes de recalar en Reino Unido, donde pasó primero por el English National Ballet y después por el Royal Ballet, donde asentó definitivamente su categoría y fama. Actualmente Acosta compatibiliza su carrera como director artístico del Ballet Real de Birmingham (tercera o cuarta compañía inglesa) con su, cada vez más esporádico, baile personal y la tutela y administración de su compañía cubana, Acosta Danza, un ambicioso proyecto que ya ha conocido tropiezos e incomprensión a la vez que un apoyo decidido del público y de los políticos del régimen cubano, con los que, como se sabe, el laureado bailarín mantiene excelentes relaciones desde siempre. El sistema castrista ha sostenido a Acosta como uno de los suyos, y eso ha hecho posible la notable floración de su conjunto, un privilegio con el que no ha contado ningún otro artista emprendedor del ballet cubano, y menos emigrante. Ninguno que no tuviera ese predicamento oficialista habría podido tener una empresa cultural propia en la isla caribeña. Y la nueva compañía ha cumplido con creces su cometido y cubierto todas las expectativas, con una trayectoria de buenas críticas a nivel global, una exigencia de calidad en el baile mismo y una atinada selección del repertorio por parte del propio Acosta. Es evidente que la danza cubana necesitaba algo así. Y no solo en lo cultural, también en lo sociológico.
El variado programa escogido apara el Teatro Real refleja las capacidades interpretativas de la plantilla, además de permitir ver el todavía potente baile de Carlos Acosta, que retiene un brío interior excepcional, su inveterada técnica virtuosa y un cierto gusto emocional o sensible, como se quiera ver.
La mejor coreografía de la noche fue la de Pontus Lidberg (Estocolmo, 1977), que se puede relacionar fácilmente con otra creación suya para los Ballets de Montecarlo: Summer’s Winter Shadow (2015), donde también la acción del grupo bascula con amabilidad y ritmo hacia una fluencia llena de poesía y generosidad. La base sonora es Paisaje cubano con rumba, una muy sugerente composición de Leo Brouwer (editada por Ricordi en 1989 en versión para cuatro guitarras) cuya riqueza ha inspirado medularmente al sueco.
Ya se sabe que es una moda (o plaga) mundial: la oscuridad ambiental. Los iluminadores se han vuelto poderosos tiranos de las tinieblas, y como en las óperas ni los ballets de repertorio los dejan, se ceban con las obras contemporáneas. Es injusto que todo discurra entre sombras, y de esto se salva, por los pelos, solo la pieza de Lidberg.
En Satori hay intenciones y buenas ideas, pero la bisoñez puede al creador en una sobresaturada acumulación que no deja progresar al argumento, así como abunda gratuidad en la tensión y el ruido, hasta el desconcierto, en la obra final del español Jorge Crecis, denotando lagunas y creando desconcierto: ¿exaltación militarista, entrenamiento marcial de una milicia, juego de guerra? Al final, una bulla frustrante.
Carlos Acosta bordó el solo de Maliphant, un trabajo complejo que necesita concentración y un despliegue dinámico tan preciso como preciosista que un artista maduro y experto como él dosifica con maestría.
Acosta Danza
Compañía de Danza de Carlos Acosta. Teatro Real de Madrid 22, 23, 24 de octubre.
Babelia
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