Cuando salí de Cuba
Las estrellas de rock visitaban el Parque Jurásico. Pero se marchaban y los tiranosaurios seguían mandando
Cuba siempre duele. Muchos tenemos historias familiares de antecesores que vivieron en la Perla de las Antillas… y vivencias particulares en viajes más o menos profesionales. En 1995, formé parte de la expedición de Los Ronaldos, invitados por la Fundación Pablo Milanés a girar por la isla. Toda una aventura: el país no estaba habituado a recibir visitas de grupos de rock.
Eso necesita, como todo lo cubano, ser matizado. En los años setenta, algunos conjuntos españoles cantaron allí. Se beneficiaron de una medida castrista contra el “imperialismo cultural”: estaba prohibido radiar, ya no digo vender, discos en inglés; las emisoras saciaron la demanda juvenil con producciones made in Spain. Y eso provocó que, brevemente, fueran más conocidas las grabaciones de Los Mustang que las de The Beatles. Luego se acercaron serios cantautores españoles que se quedaban al borde del soponcio cuando los nativos les pedían que hicieran temas de Las Grecas, que fascinaban a la juventud revolucionaria.
Con el tiempo, aparecieron artistas españoles que se relacionaron creativa y prolongadamente con Cuba. Caso paradigmático es Santiago Auserón, alías Juan Perro. Pero también Fermín Muguruza, que ya en 1991 tocaba con Negu Gorriak en el imponente Cine-Teatro Astral habanero.
La gira cubana de Ronaldos no fue tal. Por zancadillas de las autoridades o por puras carencias logísticas —se salía del horripilante Periodo Especial que siguió a la desintegración de la URSS— no pudieron actuar fuera de La Habana. Descubrimos que el rock era una forma suave de disidencia y que estaba racializado: al público (mayormente blanco) del Teatro Karl Marx le chocó que Los Ronaldos invitaran a “descargar” a unos percusionistas afrocubanos.
De fondo, un sistema maquiavélico, que exigía la lealtad del papagayo. Para “resolver” las necesidades básicas, todo cubano estaba obligado a saltarse la legalidad. Esas transgresiones podían revelarse cuando se decidía castigar a alguien, fuera leal o insumiso. No se necesitaba espionaje tipo Stasi: el grado de control social resultaba apabullante.
Hubo lecciones más gratas. El descubrimiento de los soneros añejos, Compay Segundo o Cotán, protegidos de Pablo Milanés. Eran músicos jubilados… y despreciados. Escucharía refunfuñar a un funcionario de EGREM, la discográfica estatal: “No entiendo que les interesen estos viejitos cuando ustedes tienen a un Julio Iglesias”. ¿He dicho que muchos de aquellos burócratas eran unos horteras? Dogmáticos y horteras.
Para entonces, EGREM ya no podía fingir que daba salida a todas las músicas que se hacían en la Isla Grande. La más popular era la timba, torrencial variedad local de la salsa que engrasaba el circuito turístico. Estaba brotando el rap suburbial, que el régimen hábilmente encajaría en sus estructuras. Y según avanzabas hacia el Oriente cubano, donde se captaban emisoras jamaicanas, descubrías unos bailes desvergonzados que hoy describiríamos como “perreo” y que se identificarían con el reguetón.
Comparativamente, el rock era una pasión minoritaria, concentrada en lo esencial en La Habana. Aunque hubo grupos valientes, como los zaragozanos Distrito 14, que en 1996 y 1998 se arriesgaron a presentarse en otras localidades. Con el tiempo, “el concierto en Cuba” se transformó en otra opción mercadotécnica más. Los galeses Manic Street Preachers, de corazón izquierdista, recibieron la visita de Fidel Castro en camerinos (aquel cocodrilo, que había vetado a los Beatles, inauguró incluso la estatua de John Lennon en un parque habanero).
Otra de las prodigiosas acrobacias del régimen. A pesar de que no podía pagar caché, por allí pasaron Audioslave (2005), Sepultura (2008), Zucchero (2012), los Rolling Stones (2016), Blondie (2019). Aprovecharon para grabar vídeos del concierto y explotaron la publicidad consiguiente. ¿Cambiaron algo esos aparatosos aterrizajes? ¿Trajeron ansias de libertad o se quedaron en meras exhibiciones de privilegio? Ya saben la respuesta.
Babelia
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