Un nuevo hogar cambia las perspectivas de la colección Frick
El museo neoyorquino traslada su sede durante dos años a un edificio brutalista de Marcel Breuer, mientras se remodela la original, un palacio en la Quinta Avenida
La nueva sede de la Frick Collection es un desafío que invita a contemplar con otros ojos un conjunto centenario. En la relación habitual que se establece entre el espectador y la obra, introduce un tercer elemento: el espacio. Las 400 piezas que el magnate del acero Henry Clay Frick (1849-1919) atesoró durante décadas se han mudado solo cinco manzanas, pero han dado un salto colosal en el tiempo: del palacete neoclásico de la Quinta Avenida de Nueva York, su sede permanente —cerrada por una reforma que durará dos años—, al inmueble minimalista de un discípulo de la Bauhaus, el húngaro Marcel Breuer, exponente del brutalismo arquitectónico, movimiento del siglo pasado que se caracteriza por enfatizar la naturaleza expresiva de los materiales empleados. Un paso de gigante desde los dorados, espejos y mármoles del pasado, a una paleta de grises que se rinde al hormigón.
El edificio de Breuer, terminado en 1966 como sede del museo Whitney y posteriormente apéndice (temporal, también) del Metropolitan, deja respirarla variopinta colección Frick, compuesta por pinturas excelsas, pero también por bibelots, chinoiseries, artes decorativas, alfombras indias o esculturas diversas. La opulenta mansión de la Quinta Avenida parecía la horma perfecta para la miscelánea, reflejo del ecléctico gusto de la alta burguesía industrial de finales del siglo XIX en Estados Unidos y del periodo de expansión conocido como Edad Dorada, pero el nuevo hogar de la Frick Madison —por el nombre de la avenida donde se halla― formula un radical cambio de registro.
Porque, lejos de limitarse a albergar las piezas, como tantos otros museos, propicia la interacción entre estas y el espacio: un ámbito gris, de cemento enfoscado y casi ciego, salvo por contadas ventanas trapezoidales que operan como marcos. Sobre un fondo apagado, el magenta del retrato de San Jerónimo del Greco parece convocar a los purpurados que cuatro siglos después pintara Francis Bacon, mientras la galantería de Fragonard y su Progreso del amor (1771-1772) aletea como si en la sala donde se expone —una VIP, con ventana a la calle— hubiera entrado definitivamente la esquiva primavera neoyorquina.
Con el traslado al edificio de la avenida Madison, la colección Frick ha ganado en espacio, en todos los sentidos. En holgura —pintores como Rembrandt, Van Dyck y Vermeer disponen de una sala cada uno—, pero también en márgenes, algo vital cuando el aforo está limitado al 25% por la pandemia. Pese a la abundante afluencia de público —el museo acaba de abrir sus puertas—, hay distancia suficiente para deambular por sus estancias. Xavier F. Salomon, subdirector del museo y curador jefe de la fundación Peter Jay Sharp, explica que “el edificio ha sido una gran influencia para la nueva exposición, es un matrimonio perfecto entre la arquitectura de Marcel Breuer y la colección Frick. La actual selección”, añade, “se centra en lo más destacado de la colección. Se muestran casi 300 obras, y esta es una selección de lo que se suele exhibir en la casa”, es decir, la sede permanente, el hogar del magnate.
Aunque el traslado había sido planeado mucho antes de la pandemia, la ralentización de la vida cotidiana y las restricciones de movilidad se tradujeron en algunos inconvenientes. “La pandemia ciertamente ha complicado el proceso, pero estamos muy contentos con el resultado final y, a pesar de algunos desafíos adicionales, hemos logrado lo que planeábamos y dentro del calendario previsto”, prosigue Solomon. La reforma del palacete original fue aprobada por la comisión de hitos arquitectónicos del Ayuntamiento de Nueva York en 2018.
A lo largo de tres pisos, ordenadas cronológicamente y por regiones, las obras se despliegan a modo de sucinto repaso a la historia del arte universal. Hay sobrerrepresentación de periodos y escuelas como la holandesa, tanto de retratistas como paisajistas; o de los grandes retratistas británicos de la segunda mitad del XVIII. Constable y Turner, rivales en vida, se ven condenados a entenderse en la habitación donde cuelgan tres de sus majestuosos paisajes. La representación española es reducida: nueve lienzos del Greco, Goya, Murillo y Velázquez. Del Goya pintor de cámara al testamento pictórico de La fragua, una sola pared basta para resumir la modernidad de su legado. La presencia de los pintores impresionistas es aún más escasa, apenas media docena de obras, mientras que la indumentaria de las figuras de James McNeill Whistler, con sala propia, permite presagiar los ropajes con que Klimt vistió sus cuadros.
La sobriedad arquitectónica del edificio de Breuer permite lucirse con todo su esplendor a la citada serie de Fragonard –encargada por el rey Luis XV para su última amante, madame du Barry, y rechazada con desdén por esta–, gracias al ventanal que preside la estancia. Una segunda obra de la colección también descuella por el impacto de la luz natural (lo que permite la metamorfosis del cuadro según las horas del día): el San Francisco en el desierto de Giovanni Bellini, única pieza en una sala dotada de otra ventana colosal. Pintado a finales de 1470 para una iglesia remota de la laguna veneciana, el cuadro, también conocido como San Francisco en éxtasis, recibe la luz del exterior como un maná que alivia la transición del santo.
Fragonard y Bellini se muestran como las joyas de la corona de la nueva Frick Madison gracias a la luz natural que las inunda, pero también es un espectáculo visual contemplar la simbiosis del espacio y la pieza más minúscula. Como ha señalado Ian Wardropper, director de la institución, “el nuevo emplazamiento ha inspirado nuevas perspectivas”. Un renacimiento espacial para obras venerables que, gracias a una simple mudanza, parecen haber regresado también del tiempo.
Babelia
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