Carme Pinós: “Nunca he diseñado algo sin entender de dónde venía”
La proyectista, que ha logrado un gran reconocimiento internacional a lo largo de tres décadas, protagoniza la primera exposición que el museo ICO dedica a una arquitecta
No solo levantó —hace 15 años— un rascacielos en México, la torre Cube es hoy uno de los edificios más singulares de Guadalajara. Tanto que, una década después, los clientes le encargaron a Carme Pinós (Barcelona, 66 años) otro rascacielos, el Cube 2, que añade expresión al centro urbano y protege a los inquilinos con los brise-soleils (parasoles) que tejen la fachada. La arquitecta ha firmado también la Facultad de Economía en Viena (2013), el CaixaForum de Zaragoza (2014), la Escuela Massana de Barcelona (2017) o el Pabellón M en Melbourne (2018). Sin embargo, puede que el lector no la conozca. Si es el caso, más allá de preguntarse por qué, ahora tiene la oportunidad de saber quién es y qué hace. Podrá comprobar cómo el Paseo Marítimo de Torrevieja (2000) abraza la densidad de la ciudad para conseguir espacio para la gente. Va a poder ver cómo la Estación de Metro Ciudad Universitaria de Barcelona (2016) es un lugar subterráneo, pero luminoso. También cómo la Escuela Massana de arte y diseño se desgaja para construir una ciudad orgánica, no hecha a bloques, levantada desde el suelo, el contexto y una libertad exigente que se pliega a la complejidad de la metrópolis en lugar de imponerse en ella. Carme Pinós, escenarios para la vida es el título de la exposición que el ICO mostrará hasta el nueve de mayo. Es la primera vez que este centro expone el trabajo de un estudio fundado y liderado por una arquitecta.
A Pinós, el reconocimiento internacional le llegó temprano pero esquivamente. Era la socia del arquitecto más brillante de su generación, Enric Miralles (1955-2000), pero era también su esposa: él ponía el vuelo, ella las raíces: “Me viene del amor a la tierra”, explica. Su familia era propietaria de plantaciones de manzanos en Lérida. Juntos, Miralles y Pinós firmaron algunos de los lugares más evocadores que hoy pueden visitarse en España: el cementerio de Igualada o la Escuela de Morella, pero el divorcio (en 1991) y la prematurísima muerte de Enric —que ya no permitió reconsideraciones— hicieron que ella tuviera que empezar de cero. Consiguió remontar desde el lado más difícil: construir en el extranjero y hacerlo con la máxima ambición —rascacielos o universidades—. No por casualidad, la Torre Cube es el proyecto del que está más orgullosa: “Entiende el lugar y es muy difícil hacer eso con un rascacielos. Además, le debo mucho. Me dio credibilidad”. ¿También en su ciudad? “Bueno… el año que terminé la Escuela Massana y toda la ampliación del Mercado de la Boquería que ha transformado una zona histórica, el jurado del Premio Ciudad de Barcelona ni se dignó a irlo a ver para considerarlo. Esa falta de curiosidad delata a quien no la tiene, pero nos daña a todos” Y a todas.
Ante todos sus proyectos, Pinós admite dudas: “Seguro que he tenido más fallos que aciertos. Pero es la duda lo que te hace avanzar. Un proyecto parte de la responsabilidad ―que es lo que nos enseñó Moneo― pero debe dar más, ir más allá”. Hay muchas maneras de ir más allá. Cuando ella se separó de Miralles decidió ser esencial: “Nunca he diseñado algo sin entender de dónde venía”.
En el ICO, grandes fotografías en blanco y negro del mítico cementerio de Igualada, la escuela de La Mina en Barcelona o el desaparecido campo de tiro con arco empapelan la entrada a la exposición. Un paseo mudo por ocho proyectos que conduce a los ochenta en los que Pinós y su equipo de 10 arquitectos han trabajado en los últimos 30 años. En esa planta, uno no necesita mirar los planos para comprobar la arquitecta que es Pinós. Basta con fijarse en el montaje: un laberinto claro, un bosque de desplegables que envuelven las columnas del local y se abren, con distintos ángulos, indicando caminos, relacionando obras. A veces tocan el suelo, otras vuelan. Tanto ingenio para organizar la visita resume su arquitectura: un exceso que busca contenerse, un árbol en lugar de un prisma.
En Pollença (Mallorca), el Hotel Son Brull, el último de sus edificios construidos, es un trabajo de paisaje: hay muros de piedra que en lugar de marcar los linderos agrícolas separan las habitaciones y conducen las vistas. “Me escribieron del Centro Pompidou pidiéndome algunas maquetas. Les contesté que si las querían que las compraran. Y lo hicieron”.
-¿Cuánto le ha costado llegar hasta aquí? “Bueno, he tenido siempre gente que ha creído en mí. Quien trabaja conmigo se queda mínimo veinte años y no tengo ningún becario sin pagar”.
-¿Qué aprendió de Miralles y qué sin él? “Ambición y estrategia de trabajo, pero la manera de hacer arquitectura la descubrimos juntos: máximo respeto al contexto y libertad absoluta en el lenguaje. Se trata de poner la geometría al servicio de unas ideas y un contexto, nunca al revés. Ni Enric ni yo teníamos prejuicios. Jamás pensamos que un ángulo recto era mejor. Luego, sin él, aprendí a confiar en mí. Al encontrarme sola sin tener la habilidad que él tenía decidí hacer proyectos más concisos. Por eso los puedo representar con esquemas sencillos. Antes de desplegarme, aseguro lo que tengo. Mi referencia son los árboles, todo se entiende en ellos, pero es impredecible saber cómo van a ser”.
¿Qué aprendió Miralles de usted? “El primer proyecto que hicimos juntos fue el de unas oficinas en Alcañiz [Teruel]. Y yo, que me crie tocando el suelo en el campo de Lérida, lo tuve claro: nos hundimos, no podíamos competir con la catedral”. Quedaron segundos. La finca de manzanos —producían un millón de kilos al año— la vendieron cuando su padre, que era médico, murió.
El subtítulo de la exposición Escenarios para la vida resume el trabajo de Pinós. También el confinamiento: “La gente ha descubierto lo que es un barrio. El límite de un kilómetro ha hecho que los vecinos se saludasen, que esperaran pacientemente en las colas. Nos hemos acostumbrado a salir sin ir a consumir: cuando nos daban un poquito, preferíamos pasear. Hemos descubierto el espacio público, que es el común, el que nos une”.
Babelia
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