Un cuarteto a seguir muy de cerca
Los integrantes del Cosmos dejan una impresión inmejorable en su presentación en Madrid
El número de cuartetos de cuerda —profesionales y aficionados— podría ser un excelente índice para medir la salud de la vida musical de un país. De los segundos, aunque propios por definición del ámbito privado y, por tanto, apenas visibles, debemos de andar más bien escasos. Otro tanto nos sucedió durante décadas con los primeros, aunque la situación ha empezado a cambiar lentamente y contamos ya incluso con dos agrupaciones muy experimentadas y con una sólida carrera nacional e internacional a sus espaldas, como son los Cuartetos Casals y Quiroga. Seguimos, sin embargo, a años luz de otros países europeos, por lo que la llegada a los escenarios de cualquier nueva agrupación estable debería ser saludada con júbilo y como un paso más en el larguísimo camino hacia la normalización. En este caso, cuanto más crezca nuestra incidencia acumulada, mejor.
Círculo de Cámara
Obras de Bach, Schubert y Webern. Cuarteto Cosmos. Lluís Claret (violonchelo). Sala de Columnas del Círculo de Bellas Artes. 17 de enero.
Decidir formar un cuarteto de cuerda no es, desde luego, la más lucrativa de las decisiones. El caché del grupo en su conjunto suele ser inferior al de cualquier solista, pero los grandes cuartetos de cuerda están integrados precisamente por cuatro solistas potenciales que han preferido dedicar su talento a uno de los repertorios más gratificantes —espiritualmente al menos— de la música occidental. El documental de Daniel Kutchinski sobre el Cuarteto Ébène, titulado sintéticamente 4, reflejaba muy bien cómo son la vida, los ensayos y las giras de un cuarteto de cuerda, cuatro personas obligadas a una convivencia muy estrecha, a una disciplina espartana de ensayos y sometidas a un tipo muy peculiar de interdependencia.
Los cuatro jóvenes (tres catalanes y una soriana) que integran el Cuarteto Cosmos han superado las fases más difíciles de la construcción de un grupo homogéneo y equilibrado. Aunque su presentación en Madrid no se ha producido en las mejores circunstancias (la Sala de Columnas del Círculo de Bellas Artes tiene una acústica seca e ingrata y, por si eso no fuera suficiente, se cuelan ocasionalmente ruidos procedentes del exterior y un molesto ruido del sistema de calefacción por aire era muy perceptible en medio del silencio), han demostrado que son un grupo hecho, con cuatro personalidades muy definidas, entre las que destacan quizás las de las dos mujeres del grupo —la violinista Helena Satué y la violista Lara Fernández—, con excelentes detalles de gran clase por parte de ambas. Los hermanos Prat —Bernat y Oriol—, que, curiosamente, tocan idénticos instrumentos que los hermanos Tomàs en el Cuarteto Casals, son también músicos muy sólidos y, aunque más sobrios, apuntalan muy bien el sonido global y se complementan a las mil maravillas con sus más creativas compañeras en los registros agudo y grave del grupo: un cuarteto de cuerda es un delicadísimo jugo de equilibrios en el que intervienen todas las combinaciones posibles.
El programa tenía una lógica weberniana, porque, además de presentar tres de las obras para cuarteto del músico austríaco, figuraban en él piezas de los dos únicos compositores a los que decidió orquestar en su edad madura (síntoma inequívoco de admiración): Bach, representado al comienzo por la primera de sus Suites para violonchelo, y Schubert, que cerraba el programa con su monumental Quinteto en Do mayor. El privilegio de tocar la Suite de Bach se lo cedieron al veterano Lluís Claret, a punto de ser septuagenario. Un histórico del panorama camerístico español como integrante del Trío de Barcelona y un heredero espiritual de Pau Casals (se formó con su hermano Enric), el andorrano ha sido un intérprete asiduo de la colección bachiana y los aficionados más veteranos recordarán sus frecuentes visitas a Madrid en los años ochenta y noventa. Su versión tuvo el poso de la madurez, aunque se vio lastrada en ocasiones por una afinación inestable. Con los ojos sorprendentemente clavados en la partitura, su interpretación sonó poco personal, sin el dejo danzable inherente a esta música y sin apenas variantes u ornamentación añadida en la repetición de las dos secciones de cada movimiento.
Bach funciona siempre bien como preámbulo de cualquier cosa y preparó el camino para la trilogía de Anton Webern. El Cosmos decidió invertir el orden lógico, que hubiera sido empezar por el compositor aún expansivo y tardorromántico del Cuarteto de 1905 (aún sin número de opus), para proseguir con los Cinco Movimientos op. 5 (mejor que piezas, como figuraba en el programa) y concluir con las fugaces Seis Bagatelas op. 9. Durante la composición de estas últimas, un ejemplo temprano de la proverbial concisión del compositor maduro y dueño ya de su propio lenguaje, Webern confesó a Alban Berg: “Tenía la sensación de que una vez que habían sonado las doce notas [de la escala cromática], la pieza estaba terminada”. La confidencia explica a un tiempo su laconismo y la invención del dodecafonismo como una consecuencia natural del atonalismo. Su creador, Arnold Schönberg, escribió en el prólogo de la primera edición de las Bagatelas de su discípulo (más de una década después de su génesis): “Piénsese en qué moderación se requiere para expresarse con tanta brevedad. Cada mirada puede dilatarse en un poema, cada suspiro en una novela. [...] Estas piezas podrá comprenderlas únicamente quien crea que algo que solo puede decirse con sonidos admite ser expresado con sonidos”. Es también imposible sugerir más con menos. Los ocho años que separan las Bagatelas del Cuarteto de 1905 parecen, cuando menos, duplicarse cuando escuchamos las tres piezas sucesivamente, como planteó el Cosmos. Sin embargo, tanto para ellos en su ejecución como para el público durante su escucha, en este caso concreto el orden cronológico habría tenido mucho más sentido.
Las versiones escuchadas dejaron claro que el grupo tiene muy bien asimilada esta música, nada fácil ni en sus aspectos técnicos ni en los conceptuales. El viaje de Webern hacia una suerte de abstracción musical por la vía del ascetismo es un ejercicio no muy diferente del que propuso en su día Georg Christoph Lichtenberg con palabras en sus aforismos: decir mucho con muy poco y, a ser posible, con lo mínimo. El segundo y el cuarto movimientos de la op. 5 y la tercera bagatela marcaron quizá los momentos más altos de la interpretación. No es casual que en las tres páginas abunden los pianissimi, ya que, en general, y es posible que la pobre acústica influyera también en la percepción, el Cosmos brilla más, y delinea mejor su personalidad, en las dinámicas más íntimas y delicadas que en las más explosivas, donde dio la impresión de que había margen para una mayor rotundidad. Los extremos dinámicos son una seña de identidad de la música de Webern: en los 23 compases del tercero de los Cinco Movimientos op. 5, por ejemplo, se pasa en un suspiro de ppp a fff, con una amplia gama de posibilidades intermedias.
El Quinteto en Do mayor de Schubert es una obra más ambiciosa y más extensa que muchas sinfonías del siglo XIX. Contemporánea de Schwanengesang, de las tres últimas sonatas para piano, de la última Misa, es una de esas postreras bocanadas de genio del compositor en las semanas previas a su muerte. La versión del Cosmos no acaba de decantarse ni por el Schubert más negro y desesperanzado, ni por el gran heredero de la tradición clásica, incompatible, por tanto, con los excesos o los extremos. Ambos pueden convivir, por supuesto, pero también hay que saber hacer que encajen y se enriquezcan mutuamente los elementos antagónicos. En una obra con dos violonchelos, se echó en falta un mayor peso de los instrumentos graves. Los mejores momentos llegaron quizás en las dos secciones lentas del Adagio, tocadas con poco vibrato y un excelente equilibrio entre las voces. En el primer movimiento (donde no se repitió la exposición), dio la sensación de que el tempo no acababa de asentarse del todo y en el Scherzo faltó una articulación más incisiva, violenta incluso, como parece reclamar la música. Su Trío, casi un descenso a los infiernos del Schubert más nihilista, empezó algo premuroso, pero acabó instalado en el tempo justo. El Allegretto final es un caso paradigmático de ese Schubert dúplice y ambiguo, que Artur Schnabel encarnaba en el último movimiento de la Sonata para piano D. 960: “No sé si estoy riendo, no sé si estoy llorando”. También aquí la interpretación se habría beneficiado de timbres más oscuros. Cuando sonó el Do final grave al unísono de los cinco instrumentos, precedido de la ominosa apoyatura del Re bemol, la sensación era la de haber escuchado una versión mejorable, pero plagada de virtudes y con constantes, y a veces casi imperceptibles, fogonazos de genio.
El público se comportó admirablemente durante las dos horas sin intermedio que duró el muy exigente concierto: apenas tosió y soportó estoicamente el molesto zumbido de fondo. Es probable que el Cosmos tocara algo atenazado por la responsabilidad de estar ofreciendo su primer concierto en Madrid, pero ha superado la prueba con nota. Siendo como es un cuarteto con apenas seis años de vida, ha alcanzado ya un nivel altísimo, con una afinación impecable y un arsenal de recursos técnicos muy consolidados. Lo que más necesitan ahora es tocar, dar conciertos, ampliar repertorio, aquilatar su personalidad, madurar frente al público. Desgraciadamente, desde hace ya casi un año, lo que más escasea, sobre todo, paradójicamente, fuera de nuestro país, es la demanda de conciertos. Cerradas las salas de Alemania, la vida musical de toda Europa se ha empobrecido considerablemente. Pero bautizarse como Cosmos apunta a deseos y ambiciones no fácilmente doblegables.
Babelia
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