Los dos tenores
Jonas Kaufmann y Javier Camarena encarnan dos maneras diametralmente opuestas de plantear un recital
Parafraseando la histórica frase de Francisco Umbral, Jonas Kaufmann podría haber declarado nada más aterrizar en Madrid: “Yo he venido aquí a cantar mi disco”. Porque eso es exactamente lo que hizo en el segundo recital del minifestival Grandes Estrellas de la Ópera iniciado el día antes por Joyce DiDonato. Grabado en pleno confinamiento y publicado a finales del año pasado, el tenor alemán llegó (que no fue fácil), cantó el repertorio del disco (al pie de la letra), venció (pero no convenció) y se volvió a Múnich.
Festival Estrellas de la Ópera
Canciones de Mozart, Beethoven, Schubert, Silcher, Mendelssohn, Schumann, Chopin, Liszt, Brahms, Svorák, Grieg, Silcher, Chaikovski, Zemlinsky, Strauss, Wolf y Mahler. Jonas Kaufmann (tenor) y Helmut Deutsch (piano). Teatro Real, 14 de enero.
Arias y oberturas de ópera de Hérold, Gounod, Lalo, Offenbach, Donizetti y Rossini. Javier Camarena (tenor). Orquesta Titular del Teatro Real. Dir.: Iván López-Reynoso. Teatro Real. 15 de enero.
El repertorio de la grabación y el recital había sido confeccionado por su fiel pianista de siempre, Helmut Deutsch. Kaufmann corroboró en su única intervención hablada (sobre la que se volverá enseguida) que son grandes amigos. Nadie debe ponerlo en duda, pero a un amigo, y en el estado vocal actual de Kaufmann, no se le hace empezar un concierto con Der Musensohn, de Franz Schubert, porque todo aquello que exige la canción (energía, flexibilidad, claridad en la articulación) estuvo ausente en la lamentable versión del alemán, al que cada vez le cuesta más calentar su instrumento y ponerlo en funcionamiento. Idénticos problemas, no sólo de afinación, asomaron en Adelaide, un Lied largo y muy exigente de Beethoven en el que Kaufmann, con la voz frágil, destemplada y quebradiza, volvió a tener serios problemas por encima del Re: las subidas al Sol le costaban sangre, sudor y lágrimas.
El público nada tenía que ver, por ejemplo, con el que acude en el Teatro de la Zarzuela al Ciclo de Lied y había acudido al Real a lisonjear a la gran estrella, sin importarle gran cosa lo que cantara: al acabar la primera parte, se oyó a una mujer preguntar en el patio de butacas si ya se había acabado el concierto. Habían venido casi todos de casa con el piloto automático de los aplausos y se empecinaban en premiar raudos las pobrísimas interpretaciones de los primeros Lieder tapando incluso sistemáticamente las últimas notas y acordes del piano. Kaufmann tardó en reaccionar, pero ante el peso de la evidencia decidió dirigirse por fin al público (su única alocución, frente al desparpajo verbal de DiDonato el miércoles) para rogarles, después de las preceptivas declaraciones de amor, que le dejaran cantar al menos varias canciones seguidas antes de aplaudir, porque se trataba de miniaturas delicadas y los aplausos le hacían perder la concentración, etcétera, etcétera. Parte del público, que no entendió el mensaje, siguió aplaudiendo como si nada, pero un par de canciones después, y aleccionados por sus vecinos, cobraron conciencia de que tenían que reprimir su efusividad hasta el final.
Lo curioso fue que, después de su intervención hablada, Kaufmann empezó a cantar sensiblemente mejor, y así quedó patente en Ännchen von Tharau, una nadería de Friedrich Silcher. E incluso alcanzó un buen nivel musical en el díptico con más sentido del estrambótico programa: dos canciones de Felix Mendelssohn (Gruß y Auf Flügeln des Gesanges), ambas a partir de poemas de Heinrich Heine. El interés volvió a decaer en Widmung, donde estuvieron ausentes ese ímpetu, brío y exaltación íntimas (“innig”, escribe Schumann en la partitura) y cuya sección central fue demasiado mortecina. A partir de ahí se refugió en la media voz, que por fin podía controlar y dotar de belleza tímbrica, recordando al gran cantante que puede ser cuando afloran todas sus virtudes en la canción de Alexander von Zemlinsky (Selige Stunde) que da título a su disco. Antes del descanso, regaló a sus admiradores –lo que parecía imposible media ahora antes– un La agudo bien colocado y razonablemente bien timbrado en la primera sílaba de “heilig” (sagrado).
La segunda parte volvió a comenzar mal, porque Die Forelle, con sus constantes saltos, no es tampoco una canción para calentar motores. En Der Jüngling an der Quelle, Kaufmann siguió teniendo problemas para mantener la línea y la extraordinaria Über allen Gipfeln ist Ruh’ conoció una versión inane, intrascendente. Tras la concentrada altura metafísica de Schubert y Goethe, caímos en picado en la famosa canción de cuna de Brahms, cantada por Kaufmann en un pianissimo perpetuo. Hubo poco de zíngaro en Als die alte Mutter de Dvořák, y aún hubo tiempo de que asomara el kitsch con un arreglo vocal de Alois Melichar del Estudio op. 10 núm. 3 de Chopin, procedente de Abschiedwalzer, una película rodada en la Alemania nazi sobre la relación entre Frédéric Chopin y George Sand. En el tramo final del recital hubo cada vez más destellos –minúsculos a veces– del gran cantante que ha sido (y podría seguir siendo) Jonas Kaufmann, que se refugió en los tiempos lentos, morosos casi, y una media voz casi permanente para abordar las obras maestras de Chaikovski, Schumann, Wolf, Strauss y Mahler que cerraban la segunda parte. Curiosamente, un Lied de este último, Ich bin der Welt abhanden gekommen, era la única coincidencia con respecto al programa cantado por Joyce DiDonato el día anterior. Fue una versión monótona, pero mejor dicha y comprendida que la de la estadounidense, en parte gracias al piano de Helmut Deutsch, de mucha mayor enjundia que el de Craig Terry, a pesar de que aquel se limitó a cumplir con oficio en todo momento, sin implicarse más de lo estrictamente imprescindible. El Sol agudo al final de la canción, que parecía una cima inalcanzable una hora antes, fue perfectamente atacado en pianissimo por Kaufmann, lo que confirmó que en el alemán, muy pendiente de las partituras en su iPad durante toda la tarde, conviven ahora muchos cantantes diferentes.
El recital del viernes de Javier Camarena fue muy diferente, aunque también tuvo menos historia. Los recitales con orquesta tienen también sus propias reglas: oberturas y preludios orquestales como peaje obligatorio para poder escuchar al divo de turno en un puñadito de arias de ópera. El tenor mexicano cantó cuatro arias en la primera parte y otras tantas en la segunda. Ni una más. Al contrario que Kaufmann, el repertorio estaba muy bien elegido: piezas que conoce muy bien y ha interpretado con frecuencia, que se adecuan como un guante a su voz, agrupadas en una primera parte francesa y una segunda italiana, y con exigencias técnicas que iban de menos a más. En ellas, Camarena hizo lo que mejor sabe: cantar con efusividad, dibujar perfectamente las frases (abrirlas, mantenerlas, cerrarlas) y –lo que más deseaba el público– emitir agudos, escritos o inventados, con pasmosa facilidad. Del triple Si en Gounod pasó al triple Do (el tercero atacado sin preparación) e incluso un Re bemol en la romanza del protagonista de Dom Sébastien de Donizetti.
Fue justo a continuación de estos alardes cuando Camarena se dirigió al público, reiterando, en la línea de DiDonato y Kaufmann, las declaraciones de amor: en las dos direcciones. Pero fue más divertido cuando animó a su compatriota Iván López-Reynoso a que atacara la última aria de la primera parte (de Rita de Donizetti) con un sabroso “¡Dale...!” Lástima que fuera justamente aquí donde se produjeron los desajustes más ostensibles entre orquesta y cantante, achacables exclusivamente a la batuta. El jovencísimo director, con un largo proceso de maduración por delante, ofreció versiones correctas y ortodoxas de todas las piezas orquestales, bien concertadas, pero poco más, y revelando sus carencias especialmente en la obertura de L’italiana in Algeri, preludio de las excelentes agilidades de Camarena como Lindoro, coronadas por uno de esos agudos no escritos por Rossini. El tenor frasea siempre con gusto, sin perder nunca el brillo ni el color de su voz. Los Donizetti finales, donde destacó el excelente trompeta solista en la extensa introducción del aria de Ernesto en Don Pasquale, en la que Camarena emitió otro impecable Re bemol, volvieron a demostrar el esplendor vocal de Camarena en este momento de su carrera. En el aria de Roberto Devereux, el entusiasmo de los aplausos interrumpió la llegada de la cabaletta, llamada a poner fin al recital por todo lo alto.
Los dos tenores gestionaron de manera muy diferente la obligada ceremonia de las propinas. Kaufmann consiguió que un recital plúmbeo en su mayor parte concluyera en tono triunfal (la primera parte, por ejemplo, se cerró con unos efímeros aplausos de cortesía), porque eligió muy bien los regalos, cuatro en total, y los ofreció en el momento justo. Toda la coherencia que había faltado en la elección del repertorio asomó por fin en las cuatro canciones de Strauss con que se despidió de Madrid: Traum durch die Dämmerung, Breit’ über mein Haupt, Nichts y Morgen. Delicadas y melancólicas primera y última, exaltadas y efusivas las dos intermedias. Con ello Kaufmann disimuló hábilmente con estos brochazos un mal recital y se fue aclamado por sus incondicionales, que son muchos.
Javier Camarena, en cambio, hizo algo cuando menos incomprensible. Mantuvo artificialmente al público aplaudiéndole durante veinticinco minutos, durante los cuales cantó una única propina, Esta tarde vi llover, como homenaje a su compatriota, recientemente fallecido, Armando Manzanero. Su interpretación, con un acompañamiento pianístico hinchado de Ángel Rodríguez, nos hizo añorar aún más al compositor mexicano, soberbio intérprete de su propia música. Antes y después, Camarena se limitó a llevarse la mano al corazón y a decir “¡Gracias!” infinitas veces. Por más que lo ame y admire su bonhomía, el público aplaudía cada vez menos, porque lo que esperaba eran nuevas propinas de su ídolo en vez de tantos golpes de pecho. Pero estas no llegaban ni a tiros, aunque la larguísima espera animaba a todos a pensar que sí lo harían antes o después. Y, a todo esto, con la orquesta sentada y ninguneada durante casi media hora cual convidada de piedra. Y el símil viene al caso porque acaban de poner fin a su heroica tanda de representaciones de Don Giovanni.
Babelia
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