Treinta centímetros que todo lo cambian
Guadalupe Nettel abre la maternidad al mundo, la libera del mandato social y la deja volar por espacios solidarios: cuando una madre cae exhausta, otra acude a recogerla
De unos años hacia acá observamos en la creación literaria una decidida voluntad de conceder a la familia un lugar central. Su carácter y naturaleza ha pasado a ser eje de una reflexión y escritura cada vez más franca, abierta, crítica, lúcida, a veces bronca y otras que resulta fruto de un desnudamiento brutal. Ha quedado atrás el conocido íncipit de Tolstói en Ana Karenina sobre familias felices y desgraciadas. Aquel somero juicio se ha visto superado por una casuística narrativa abrumadora: la impresión es que en todas convive la felicidad con la desgracia. En todo caso, es un tema que absorbe a escritores de ambos sexos y los conduce a la exploración de experiencias familiares tanto propias como ajenas.
Nos faltan todavía estudios sobre las razones de esta fascinación actual por los lazos familiares, pero apunto las enormes posibilidades que ofrece la familia cuando reparamos en ella con un deseo de verdad. Sigue siendo la institución humana más sólida, a pesar de todas sus heridas íntimas y sus violencias silenciosas. La familia nos conecta íntimamente con nuestro ser: nos permite responder a la pregunta de dónde venimos (cuando la contemplamos desde la perspectiva filial) o bien hacia dónde vamos cuando las experiencias de la maternidad y la paternidad no admiten más postergaciones sobre nuestro futuro.
La escritora mexicana Guadalupe Nettel, ganadora del Premio Herralde de Novela con Después del invierno, nos sumerge en esa reflexión en su última novela, La hija única, escrita con una gran delicadeza de estilo. Ya la cita que encabeza el libro, tomada del escritor David Foster Wallace, nos da una idea de qué vamos a encontrar: “Si tú no has llorado nunca y quieres hacerlo, ten un hijo”. Trata de las distintas formas de vivir la maternidad a través de tres mujeres —Laura (la narradora), su amiga Alina y Doris, vecina de la primera—. Tres formas de enfrentarse a la vida a partir de su relación con el hecho de ser madres, o decidir no serlo.
La maternidad es una experiencia nuclear que irradia y penetra en el universo entero. Con razón el feminismo se ha centrado en ella como uno de sus principales focos de interés. Sin embargo, pese a su trascendencia, quedó en el pasado sometida a un constructo: se la consideraba un hecho que fluía de la naturaleza a través de las hembras de la especie y al que no debía prestarse demasiada atención: las mujeres parían, por lo general amaban a sus hijos y debían cumplir con la obligación de su crianza. Quienes no respondían al estereotipo eran malas madres (concepto que el feminismo ha resignificado) y eran condenadas socialmente como una anomalía moral. Poco se sabía de la pérdida personal y del amargo destino que puede significar la maternidad cuando las condiciones no son las adecuadas.
Para Nettel, la maternidad está en el punto de mira de su texto tomando como eje de la narración la experiencia de Alina, una mujer a la que anuncian que el feto que crece en sus entrañas sufre de microlisencefalia y no soportará el nacimiento. La historia recuerda la escrita por William Kotzwinkle en El nadador en el mar secreto (1975), publicada por Navona en 2014. Solo que su desarrollo constituye el reverso de aquella.
Junto a Alina, otras dos mujeres viven en La hija única la maternidad a su manera: una de ellas rechazándola y otra desentendiéndose del hijo por pura incapacidad para bregar con todas las dificultades que la vida (y la crianza de su hijo) le presenta. Opta por el ensimismamiento. Es un acierto de la autora el cruzar los roles de diversas mujeres que se ayudan de forma natural conformando una cadena de apoyos mutuos. De modo que quien no desea ser madre ejercerá instintivamente como tal, la que lo ha sido se refugiará en sí misma, mientras que quien no puede serlo se entregará a sobrellevar la carga de otra. La hija única es un relato muy bien construido, perfectamente equilibrado, de lectura apacible y donde todo encaja, incluso el nido de palomas cuya evolución, observada por la narradora, sirve para ilustrar las analogías entre el mundo animal y el mundo humano.
Nada altera el ritmo de un relato impecable que leí en paralelo a Irene y el aire, del novelista y crítico cultural Alberto Olmos. Si Nettel se enfrenta, como escritora, a diversos escenarios vinculados a la intensa y difícil experiencia de ser madre, Olmos, por su parte, se sumerge en su reverso, mostrándonos la vivencia, como varón, de lo que supone ser padre. Una historia, la de Olmos, que arranca anecdótica y mordaz para crecer en intensidad y sentimiento. Ambos libros se estructuran en dos partes porque, en efecto, todo cambia en la vida personal y familiar cuando se asiste al largo viaje de los 30 arduos centímetros que debe recorrer un feto para salir al mundo. El gran viaje del ser humano para llegar a la vida es también el gran viaje de madres y padres para poder acogerlo en las suyas. Olmos se enfrenta a la paternidad, al hecho de cómo ser padre significa preguntarse también cómo ser un hombre y cuál es su papel en el microcosmos maternofilial, mientras Nettel, como mujer, abre la maternidad al mundo, la libera del mandato social y la deja volar por espacios solidarios: cuando una madre cae, exhausta, otra acude a recogerla. Maravilloso diálogo entre dos libros que no se conocen.
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Autora: Guadalupe Nettel.
Editorial: Anagrama, 2020.
Formato: tapa blanda (237 páginas, 18,90 euros).
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