“Si la literatura no habla de aquello que nos duele, ¿de qué vamos a hablar?”
El escritor Antonio Ortuño comienza, con Guadalupe Nettel, una serie de seis charlas con otros tantos autores mexicanos contemporáneos que reflexionan en torno a sus letras y sobre el lugar en el que les tocó nacer y aquel que eligieron contar
Su tema recurrente es la singularidad: esas características o circunstancias únicas del cuerpo, la mente o la vida que parecen colocar un reflector encima de una persona y enajenarla de las demás, pero que, tantas veces, la unen subterránea y profundamente con ellas. Comenzó a escribir sus “rarezas” en la infancia, para aterrorizar a sus compañeros de escuela. Ellos terminaron por ser sus primeros lectores entusiastas y los han seguido muchos más. Ahora, es una de las narradoras latinoamericanas más reconocidas. Ganadora de los premios Herralde de novela y Ribera del Duero de relato, traducida a una docena de idiomas, editora de la histórica Revista de la Universidad (UNAM), a la que ha revitalizado, Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), tiene una perspectiva inconfundible: la de una escritora que explora la intimidad pero no deja de reconocerse en los debates sociales, según dice, “como un Doctor Jekyll y Mister Hyde”.
Pregunta. Naciste en Ciudad de México. Viviste muchos años en el extranjero, en París y Barcelona, pero hace tiempo volviste y resides aquí con tus hijos. Desde un punto de vista de ciudadana, ¿cuál es la imagen que tienes del México en el que creciste y cuál la del país contemporáneo?
Respuesta. Siempre lo vi como un lugar absurdo y caótico donde hay cosas que sostienen a la sociedad, algo que se manifiesta cuando hay contingencias o terremotos, esa solidaridad que sale de debajo de las piedras. O cuando estamos borrachos, que de repente nos podemos volver muy solidarios, muy fraternales. Esto es lo que sostiene a la sociedad. Sentimos que hay un pegamento fuerte que nos une y que nos hace resistir también estas crisis enormes, esos tsunamis políticos y económicos que hemos tenido. Me tocó la devaluación de 1982, cuando López Portillo dijo que iba “a defender el peso como un perro” y tres días después se desplomó todo. Se nacionalizó la banca, los ahorros que tenían mis padres y los padres de mis amiguitos se fueron varios ceros abajo. Siempre lo he visto así, desde niña. También me tocó el temblor del 85 y surgió esta cosa tan poderosa y solidaria. Tenemos esta mezcla entre crisis constante y fortaleza de espíritu.
P. ¿Algo de ese México caótico y en crisis permanente ha cambiado?
R. Hubo varios momentos de toma de consciencia importantes. Para mí el más significativo fue 1994: el levantamiento zapatista. Cuando empezó, teníamos por un lado el proyecto salinista del TLC [Tratado de Libre Comercio de América del Norte] y, según él, todos íbamos a saltar hacia el primer mundo... Un día nos íbamos a despertar y ya íbamos a vivir en Suecia. Y, de repente, se abre la tierra y surge este movimiento indígena que dice: “Siempre hemos estado marginados, pero queremos que volteen a ver nuestra realidad y este México que también existe, donde están los pueblos originarios, los que hablamos todavía las lenguas de este lugar, los que tenemos los haberes de este lugar todavía y vivimos sin servicios de salud, sin educación, sin derecho a las escuelas, donde no se respetan ni nuestros derechos humanos y no se nos toma en cuenta nunca. Volteen a vernos”. Para mí eso fue importantísimo, creo que esa burbuja que se había construido en los últimos años del PRI, en el salinismo particularmente, explotó, y hubo una toma de conciencia. Después, me acuerdo cuando cambió el régimen por fin. Algo que ni siquiera veíamos posible: cuando cae el PRI y gana Fox. Era como si todos nos hubiéramos despertado en éxtasis. Yo me acuerdo que los árboles brillaban. Se veía el cielo... Además, era un día precioso. Nunca había visto un día tan bonito y estábamos en una especie de sueño, de esperanza que no habíamos tenido durante décadas. De repente, pensábamos que otro México iba a ser posible, que las cosas iban a cambiar, que ya nos habíamos deshecho del tirano que nos tenía subyugados. Y ese momento fue importante porque sentimos que se podía hacer otra cosa. Ya después los resultados fueron otros y muy graves. Y luego vino Felipe Calderón, que para mí es el mayor criminal que ha habido en la historia de nuestro país: la guerra contra el narco, todos los desaparecidos, todos esos muertos, toda esa sangre en la que seguimos ahogándonos. La desesperanza allí fue muchísimo mayor que antes. Se desmoronó una especie de sistema en el que no creíamos, pero que de alguna manera nos sostenía, y entramos en una tierra de nadie. Tierras arrasadas, como dice Emiliano Monge. Y todavía estamos ahí, desgraciadamente. Ha habido también tomas de conciencia de la sociedad, no tan importantes como la del 94, pero sí grandes movimientos como el [que protestó por] los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. O las madres que buscan [a sus hijos desaparecidos], etcétera. Creo que la prensa también cambió en estas décadas. A diferencia de lo que ha pasado en otros países, el periodismo cobró una legitimidad muy fuerte, porque se juegan la vida. Para empezar, los periodistas en este país hacen que nos lleguen atisbos de verdades. Obviamente seguimos sin creerles a los diferentes Gobiernos que van pasando, pero hay una voz por ahí que nos dice: “Miren, a pesar de que arriesgo mi vida, les voy a contar lo que está pasando en mi ciudad, en mi pueblo”.
P. Tu obra, tanto novelística como en cuento, puede considerarse intimista. Has abordado aspectos de tu propia memoria y tu experiencia, la conciencia de tus personajes o narradores, y el análisis de las relaciones humanas; sin embargo, en momentos no solo se vislumbra, sino se asoman abiertamente el país, la ciudad. Hay una visión de esa sociedad que rodea a tus personajes. ¿Hasta qué punto tiene relevancia para ti, como narradora, contar México?
R. No me lo planteo como una prioridad. No digo: “Tengo que contar cómo es este país para dejar un testimonio”. Pero de alguna manera las historias que cuento están situadas en este lugar muchas veces. Me gustan las contradicciones sociales y creo que mis personajes siempre están, de alguna manera, interferidos por la realidad que los rodea. Hay un cuento, que para mí es uno de los que más reflejan a México de los que he escrito, que es Guerra en los basureros. El cuento de un niño cuyos padres no se pueden encargar de él, y se va a la casa de una tía que es burguesísima y vive con dos sirvientas. Él está en medio de esos dos mundos, porque su familia no pertenece ni a una clase ni a la otra, pero esa no-pertenencia le hace ver ese choque tan grande de clases. Y que las sirvientas tienen un conocimiento que no tienen las tías ricas y cómo, en algún momento, cuando hay un enemigo común, las dos clases se hermanan para luchar. Entonces, me parece que —aunque esté hablando de un ámbito doméstico y no refleje la ciudad, ni hable de las noticias, ni de los periódicos—, cuenta bastante cómo es México.
P. Como directora de la Revista de la Universidad has impulsado una línea editorial de actualidad. En la revista se están analizando temas de coyuntura. ¿Cómo incorporas esta faceta de editora, como alguien volcado al análisis del presente desde la literatura, la ciencia y el pensamiento, con tu trabajo de creación?
R. Siempre me he identificado con el Doctor Jekyll y Mister Hyde, y siento que tengo dos identidades, pero puede que sean más. Por eso también escribí El huésped, donde el personaje principal está habitado por otro ser muy diferente, y creo que es esa dualidad la que se manifiesta en mi vida como editora de la revista y escritora. Pero me hace muy feliz hablar de estos temas sociales y sentir que de alguna manera estoy contribuyendo a esta toma de conciencia que me parece tan importante. Juntar autores, especialistas, a veces académicos, a veces creadores, y hacer que dialoguen alrededor de temas que me parecen fundamentales, me crea la fantasía de que estoy contribuyendo para que el mundo sea mejor o para que avancemos hacia algo, para que vivamos en un mundo más justo. Y, bueno, el trabajo literario, el mío al menos, es más de búsqueda interior, de indagar en mis dolores, en mis heridas, en los monstruos y los lados oscuros y tratar de hacer algo con ello.
P. Es muy extenso el debate al respecto de la relación entre literatura y realidad o literatura y vida. En ese sentido, en la narrativa mexicana actualmente se discute la presencia de temas como la hiperviolencia, y existe también un debate inédito en torno al machismo, por ejemplo. ¿De qué manera te posicionas ante estas controversias?
R. Siempre he creído que la literatura debe incomodar. No estoy de acuerdo en que es mejor irse a escuchar una sinfonía o algo armónico, y no leer un libro que va a hacerte sacudir, llorar, o a causarte nauseas, etcétera. La literatura sirve para crear empatía entre la gente, eso sin duda, pero también para buscar en los subterráneos emocionales que tenemos y mucha gente no quiere ver. Es un lugar idóneo para sacar a la luz cosas que no querríamos ver de otra manera. Decirles a escritores que han sufrido durante su vida violencia de todo tipo, de miles de maneras distintas (a través de los noticieros, a través de experiencias propias o de su familia o historias que oyen) que no escriban sobre violencia, es como decirles que no escriban su biografía. Nuestra generación ha estado marcada por eventos violentísimos y trágicos, y por la desigualdad. La vemos, la respiramos y obviamente necesitamos hacer algo con ella. Es absurdo pedir que no lo hagamos y creo que cuando viene de las entrañas y de una necesidad de expresión, es absolutamente válido como motivo literario. Ya si vende o no vende es otro problema. El problema es que es nuestro motor. Si la literatura no habla justamente de aquello que nos duele y quisiéramos entender, ¿de qué vamos a hablar? Pienso también en que es como si le dijeras a un autor palestino: “No hables de las bombas”, o: “No hables de la tensión social entre israelíes y palestinos: habla de cualquier otra cosa, menos de eso”. Pues le estás cortando una de sus arterias. Toda esa gente ha vivido siempre rodeada de ese tipo de situaciones. Lo mismo a un nicaragüense o a un salvadoreño, no les vas a decir que no hablen de violencia. Desgraciadamente es nuestra realidad. Ojalá que haya un momento en que los escritores mexicanos ni se les ocurra hablar de violencia, que hablen de otras cosas. Ojalá.
P. Has sido una escritora activa en las polémicas surgieron en las redes a partir de miles de hashtags como #MiPrimerAcoso o #MeTooMéxico. ¿Cuál es tu perspectiva sobre este tema, que hace mucho rebasó las redes y puede decirse que es el corazón de un movimiento amplio en la sociedad mexicana?
R. Si uno ha vivido toda su vida en una especie de caldo de violencia de género, en donde sales a la calle cuando eres adolescente y todo el mundo se te tira encima, con piropos o cosas mucho más fuertes, es normal que en algún momento quieras hablar de eso. Cuando empecé a escribir, era muy mal visto que se hablara de literatura femenina y que una escritora quisiera hablar de problemáticas de género o de temas femeninos, porque inmediatamente era colocada en la segunda división. No se hablaba de literatura femenina. Era como hablar de literatura light y estaba el prejuicio en el aire. Algo como decir: “Si tuviste la desgracia de ser mujer y quieres ser escritora, mejor piensa como hombre y habla como hombre, y ni siquiera voltees a ver a las otras mujeres que estén escribiendo”. Era la consigna tácita. Y, poco a poco, esto ha ido cambiando gracias al trabajo de escritoras feministas que han puesto sobre la mesa estas desigualdades, esta falta de espacios para las mujeres y este prejuicio inmenso. Me ha tocado ver esa enorme evolución, que tal vez las escritoras nacidas en los ochenta o noventa no hayan visto, pero está. Cuando yo llegaba a un festival literario, a los veinte años, era una de las únicas dos o tres mujeres ahí. La gente que sigue organizando festivales desde ese tiempo, como la Bienal Mario Vargas Llosa demostró hace poco, cree que sigue siendo así el mundo y la verdad es que no. A mí me sigue dando mucha rabia ver que hay espacios que se les siguen negando a las mujeres, que hay escritoras que han vivido en la sombra a pesar de haber tenido obras maravillosas. El caso de Elena Garro realmente me saca de quicio. Ya ahora es otra lectura obviamente, pero durante muchísimo tiempo no se reconocía el enorme talento que tuvo esa mujer, y tampoco se reconocía el silencio que tuvo que vivir por culpa del personaje con el que se casó y por el séquito que tenía este personaje en las letras mexicanas. Entonces, me parece importante que se estén haciendo esfuerzos conscientes para sacar a la luz esas obras soterradas, esas obras silenciadas, oscurecidas, y que se hable de lo que escribieron esas mujeres en ese momento y obviamente de lo que están escribiendo ahora. Si hace falta tomar medidas radicales como las cuotas famosas, pues que sean bienvenidas. Si hace falta que rueden algunas cabezas para hablar de lo inmensamente machista que ha sido el mundo literario, también me parece bien.
P. Ese personaje que mencionabas es Octavio Paz, seguramente el escritor mexicano más reconocido en el mundo… Paz y Elena Garro han terminado convirtiéndose un poco en el símbolo de ese debate, ¿no?
R. Claro. Por suerte hay esas iniciativas en las que se busca volver a publicar las obras de escritoras que no fueron reconocidas en su momento. Es muy fuerte ver que había tantas escritoras con talento... ¿Por qué habría que haber menos que hombres, no? Aunque hay razones para que las hubiera, porque muchas tuvieron menos acceso a la literatura, menos acceso a las bibliotecas, menos acceso a la universidad y a la educación. Son cosas que también hay que poner sobre la mesa.
P. Estás por publicar una nueva novela, que se llama La hija única. ¿Hacia dónde va, considerada junto al resto de tu obra y tu trayectoria?
R. Tiene cosas en común porque sigue con esta idea de que la literatura debe poner sobre la mesa aquello que no queremos ver en ocasiones y ha sido una de mis líneas de escritura. En cada libro, hablo de temas distintos, pero regresa el tema de la discapacidad o de las personas que tienen rasgos notoriamente distintos al resto. Digamos que vuelvo al tema de la diferencia, en este caso a una disfunción cerebral. Es la historia de una madre a quien, en el octavo mes de embarazo, le anuncian que su hija no podrá sobrevivir al nacimiento porque su cerebro no se desarrolló. Entonces ella, que había pensado en tener una única hija y ya está en una edad en la que no se puede permitir muchos embarazos, y menos después de esta experiencia, decide que va a vivir a fondo, muy intensamente, su maternidad, con este ser con el que no sabe si se va a poder comunicar o no el tiempo que viva, porque los médicos le dicen: “Puede sobrevivir unos minutos, puede sobrevivir tres horas, puede sobrevivir tres semanas, no sabemos cuánto” Entonces fue difícil, porque está basada en la historia de una amiga cercana y fue a través de su experiencia y de entrevistas con ella que pude escribirla. Fue muy generosa, porque en algún momento me dio todos los detalles de cómo se sentía, qué había pensado, qué había escrito, hasta la música que oía en ese momento, y después me dijo: “Ahora sí, inventa, toma la libertad para meter lo que tú quieras, si cuentas esto nada más así va a quedar muy aburrido”. Fue dificilísimo tomar su experiencia, su vivencia y después meterle de mi cosecha. Es una historia escrita de una manera muy diferente al proceso que yo había tenido antes con otros libros.
P. El escritor está en fricción con otros discursos: los del poder, la ciencia, los discursos políticos. A lo largo de tus libros hay un estilo de escritura particular y una manera de enfrentar el lenguaje también. ¿Cómo convive eso con el bombardeo de lenguajes, dado que cada palabra y cada elección de una palabra es también una elección no solo estética, sino política, social? ¿Cómo construyes un lenguaje literario en esta época de lenguajes efervescentes?
R. Voy a tientas, como puedo. Intento tomar algunas causas, pero el Doctor Jekyll y Mister Hyde todo el tiempo están peleando. Entonces, algunas a veces, uno dice: “Utiliza la palabra que se usa aquí en Coyoacán”, y él otro responde: “No, no hagas eso. ¿Por qué Coyoacán y no la Ciudad de México, y por qué si una palabra argentina explica más lo que quieres decir no la puedes decir, ¿porque eres mexicana?”. Y la otra replica: “Sí, justamente por eso”. Vivo corrigiendo cosas que quizá no debería de corregir. Quizá debería ser muchísimo más espontánea en vez de estarme planteando todas estas cuestiones políticas alrededor del lenguaje. Y luego está esta cosa de lo transitorio, ¿no? Porque cuando elegimos poner “SMS” o “mensaje de texto” en vez de “un mensaje” nada más, o cuando queremos hablar de los e-mails o cosas así.. No sé, dentro de diez años, siendo muy optimista, va a quedar muy viejito eso, ¿no?
P. ¿Cómo salir vivo de ese campo minado en el que las palabras pueden adquirir un peso descomunal o no significar nada por lo complicado del momento social, del momento histórico?
R. Hay una necesidad de expresión que es como… Bueno, hay autores que lo relacionan con la botánica. Como la planta de calabazas que no puede sino dar calabazas. Hay seres humanos que dan música, seres humanos que dan plástica y seres humanos que cocinan y al cocinar expresan lo que son. Yo creo que, en mi caso, la única forma que he tenido siempre de expresar quién soy, lo que siento y de convertirlo en algo, y darle sentido, es a través del lenguaje. Entonces, no es que lo elija yo, es que no tengo otro remedio. De otra forma me daría un cáncer o me volvería loca o algo me pasaría si no escribiera, o simplemente me moriría, me apagaría definitivamente. Entonces, esa es mi manera de entender el mundo, de procesarlo, de comunicarlo. Ni siquiera es verbal, porque es muy diferente la palabra hablada que la palabra escrita. Creo que a nivel verbal y oratoria no soy para nada la misma persona que escribe, y al escribir me siento en un lugar de seguridad como si volviera al vientre de mi madre, por decirlo de alguna forma. Cuando estoy escribiendo en ese espacio casi autista que creamos, donde no oímos nada alrededor, donde solamente estamos en una especie de silencio y cada palabra va cayendo con un peso y la vamos colocando como en un rompecabezas. No solo las palabras, sino también los personajes, las historias, los ritmos narrativos. Es un lugar en el que me encuentro conmigo misma y me siento en equilibrio, y me siento bien. Hay otras veces en las que no se da y ese espacio está lleno de grietas. Entra la luz, entra el ruido y es muy desagradable estar ahí adentro, pero uno tiene ese recuerdo bueno. Yo tengo el recuerdo de ese momento de armonía conmigo misma y siempre voy a buscarlo, eso es lo que me hace ir ahí. Después, uno quiere vivir de eso, entonces intenta que se pueda vender, compartir y que también lo vea la gente de alrededor. porque no vamos a decir que no, es una enorme gratificación cuando llega alguien y te dice: “Tu libro me ayudó a sobrevivir el momento horrible que estaba pasando”. O: “Me cayó en las manos justo cuando más lo necesitaba, dijiste lo que no lograba decir”. Este tipo de situaciones de fraternidad, que se crean con el lector, para mí son muy gratificantes, y es también parte del motor que hace que siga escribiendo.
P. ¿Es otra, la palabra silenciosa, la palabra para la vista, la que se lee, que la que se pronuncia? ¿Eliges una palabra para escribir y eliges, quizá, otra si tienes que decirla en voz alta? ¿Hay una mayor intimidad en la palabra del texto?
R. Sí, yo creo que sí. Es que se aísla de alguna manera del ruido. Nada más ella brilla, esa palabra, o la frase también, porque entra en relación con otras palabras y se crea una música. Hay personas que nada más leen en diagonal y solo fotografían y ya con eso entienden. Para mí es muy importante la música del lenguaje y hay cosas que me rechinan horrible en los oídos. Entonces, tengo que volverlas a escribir, y estoy siempre tratando de ver qué es lo que suena más justo o transparente o golpea más. Porque tiene cada una sus diferentes efectos. Sí creo que es muy distinta la relación que uno tiene con el silencio de la escritura y la lectura a la que tiene con la palabra que, por ponerte el ejemplo totalmente opuesto, escuchas cuando estás con la tele en el fondo o, no sé, la de la gente hablando en un café, ¿no?
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