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Las guerras culturales de Trump
Tribuna
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Sobre la cultura de la cancelación

Tenemos la sensación de que “todo vale” en el nuevo territorio del ciberespacio, donde no se han establecido leyes claras

Ilustraciones originales de Robert Crumb expuestas en la casa de subastas Bonhams de Londres, en 2005.
Ilustraciones originales de Robert Crumb expuestas en la casa de subastas Bonhams de Londres, en 2005.Graeme Robertson (Getty Images)

¿En qué momento la llamada “cultura de la cancelación” lo mezcló todo y quiso hacernos creer que las personas son como una serie de televisión que se puede discontinuar?

En Estados Unidos, en los últimos años, han pasado cosas trepidantes a golpe de declaraciones, anuncios, confesiones, denuncias, descalificaciones y sentencias en las redes. El espacio cibernético ha transformado las inicialmente juguetonas redes sociales, que establecían contactos e intercambio de ideas, en un impulsivo nanoblogueo. Cada aseveración polémica o acusación suena como una inmensa caja de resonancia. Celebridades, políticos, poderosos empresarios, presentadores de televisión, periodistas o actores han sido aspirados por un complejo remolino de expresivas denuncias. A veces, cuajan en imputaciones demostrables con delito tipificado en leyes precisas y otras, simplemente, se transforman en el eco de una repetición que siembra dudas y genera rechazo hacia la persona señalada.

Uno podría preguntarse por qué la denuncia, la acusación o el señalamiento público a través de las redes ha sido el mecanismo que está imperando cuando nuestras democracias, en teoría, ya tienen los sistemas de protección desde unos parámetros de realidad tangible en instituciones concretas. Tenemos la sensación de que “todo vale” en el nuevo territorio del ciberespacio, donde no se han establecido leyes claras sobre los saberes que exhiben. No importa que sean asuntos ciertos de mucha gravedad como el maltrato, el acoso o la corrupción. También están los impulsos visionarios, las revisiones historicistas, las reivindicaciones sociales, las sañas personales, las denuncias falsas, las campañas de desprestigio o desinformación, las trifulcas políticas con toda su gama de manipulación, o la simple venta de productos de dudosa calidad. En el “todo vale” el resultado es una amalgama grisácea, como cuando de niños mezclábamos los vivos colores de la plastilina para ver qué pasaba.

Por otra parte, las grandes compañías, detrás de muy variados productos, han entrado en el juego de dejarse guiar por lo que digan las redes tratando de proyectar una imagen en la que sus celebridades, locutores o anunciantes no pueden tener mancha alguna. Las caídas en desgracia desde el pedestal de la simple duda son un nuevo y ruidoso espectáculo que recuerda al viejo circo romano.

Curiosamente, los políticos han sido maquiavélicos cultivando el arte de la resiliencia ante cualquier señalamiento. El propio Trump ha salido airoso de acusaciones de variada índole: sexual, financiera o electoral. Su manera de perpetrar la política, por más que nos llevemos las manos a la cabeza, tiene detrás un equipo avispado de técnicos informáticos y publicistas que neutralizan todo lo que no se pueda concretar en un delito tipificado.

Muchos escritores, ante la idea del impacto de una denuncia en las redes, se suelen asustar y algunos ya practican la autocensura cotidiana. El proceso creador tiene un ritmo diferente del discurso mediático de los políticos o las celebridades. Los escritores se siguen viendo a través de las propuestas de sus libros y cuando usan las redes, que bastantes lo hacen, se expresan con la simple franqueza que desprende una conversación informal con todos sus defectos. Luego lamentan sus palabras y acciones, se atragantan y contemplan perplejos la polarización incendiaria de un pensamiento y la incomodidad del descrédito. Aunque muchos saben que la popularidad de las redes no se traduce en venta de libros. Que hay mucho ocioso que vive pegado a la pantalla de su teléfono y a sus trepidantes tramas, y no gastarán en su vida una moneda en leer un libro literario. Todavía no se puede cuantificar el impacto de este fenómeno en los creadores. ¿Se parece a la censura institucionalizada de todas las ideologías que ya conocemos?

Los académicos de las universidades estadounidenses llevamos décadas dejando la puerta de nuestro despacho abierta y tomando talleres obligatorios sobre acoso sexual, comportamiento inadecuado y protocolos de actuación en el entorno universitario. Está regulado anticipar corrección y asegurarse imparcialidad. Contemplamos lo complejas que son las redes, en donde la ofensa volátil puede generar reacciones agresivas y demonización inmediata. Para algunos, estos son revulsivos necesarios donde cuestionar y desarmar a los poderosos. Pero los poderosos tienen recursos para consolidarse en las redes, y, al final, son otros los individuos que se convierten en el tradicional chivo expiatorio.

Como estudiosa de los cómics, llevo dos décadas y media dialogando en el aula con los peligros de las “miradas ofendidas”. Me ha tocado defender la pertinencia de Robert Crumb, Diane DiMassa o Harold Gray. Las etiquetas de la “cancelación” se olvidan de reflexionar sobre lo que significan las obras de los creadores en su propio momento y cómo verlas desde nuestro presente para aprender y evolucionar. Las Humanidades son ese espacio tan necesario de conocimiento reposado donde se modulan todas las voces. En estos tiempos tan inquietantes hay luz y cordura en los saberes humanísticos, que siempre se interrogan ampliando su corpus a nuevas perspectivas y a todo tipo de conocimiento, nunca se quedan en la superficie.

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