¿Quién teme a Rosa Chacel?
La reedición de 'Estación. Ida y vuelta' rescata para los nuevos lectores a una autora que supo situarse a la vanguardia de los años veinte sin descuidar la más fecunda tradición intelectual española
Bienvenido sea todo esfuerzo por rescatar una obra de Rosa Chacel y darla a conocer a los lectores de hoy. Más si se hace en una edición cuidada y exquisita, de portada tan hermosa como exacta y con prólogo de Marta Sanz, autora “con tirón”, cuyas palabras quizá puedan sumarle lectores a la escritora vallisoletana, dada la popularidad de la prologuista y su empeño por hacernos cercana y actual una figura tan impar y a la vez tan escarpada y abismática como Rosa Chacel. Intelectualmente hablando, claro. Fue también una persona única: exigente y generosa, nos entregaba su tiempo si estábamos dispuestos a arañar superficies y decapar tanta costra rancia e improcedente, para después excavar y profundizar. ¡Tan mal se había contado o historiado su trayectoria literaria y parte de la de su generación!
Tuve el privilegio de “ser admitida” por ella y a veces, observándola, creí descubrir cómo funcionaba su cabeza, cómo a partir de una imagen, por nimia o insignificante que a priori pudiera parecer, Rosa la asediaba desde todos los puntos de vista posible para entregarse después a una meditación de la que extraería una idea. Como era educada, ese acto de conocimiento se incluía en el coloquio o la conversación que tuviéramos. Por eso, desde el destierro, reafirmando la amistad juvenil, María Zambrano le escribía: “Eres de esas pocas personas de las que esperaba siempre no decires, sino revelación. Cuando te leo es lo mismo”.
Nunca fue una empollona como afirma Marta Sanz. De niña, jamás fue a la escuela, salvo unos pocos meses, experiencia narrada en Memorias de Leticia Valle (1945), cuya protagonista comparte más de un rasgo con la célebre Lolita de Nabokov. Fue autodidacta, si bien creció en un ambiente artístico e intelectual atípico, según descubrimos en Desde el amanecer (1972), autobiografía de los 10 primeros años de su vida y crónica de una niña que busca su camino a través de negaciones y oposiciones muy firmes, que la llevarán a situarse en posiciones de avanzada, en la vanguardia, sin por ello descuidar nuestra más fecunda tradición: Cervantes, Larra, Galdós o Unamuno, a quienes dedicó páginas deslumbrantes, como todas las que conforman su ensayismo. Modernaza la llama Marta Sanz, ignorando que tal palabra en nada se ajusta a la “sensibilidad lingüística fuera de serie” que le reconoce a la escritora vallisoletana en este prólogo bienintencionado pero poco esclarecedor, porque abundan las generalidades y los lugares comunes, y porque divulgar no es banalizar. Flaco favor se le hace a Rosa Chacel alineándola sólo con escritoras, ni reivindicándola por cuestiones “de género” o por la injusticia histórica fruto de nuestra “cultura patriarcal”. No compartiría ella las líneas “maestras” del discurso feminista actual; léanse las decenas de páginas que dedicó a hablar de la situación o la condición de la mujer. Además, siempre estuvo entre los más grandes, se ganó su reconocimiento, y lidió y disputó con ellos cuando fue necesario.
Alumna de Valle-Inclán en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, conoció y trató a Juan Ramón Jiménez —que, caso insólito, le dedicó dos autorretratos en Españoles de tres mundos— y asistió a las tertulias de Ramón Gómez de la Serna y de Ortega y Gasset, a quienes también consideró sus maestros.
A esa hora de España, la década de los años veinte del pasado siglo, pertenece Estación. Ida y vuelta (1930), novela en sintonía con la transformación del género que se gestaba por entonces, con Proust y Joyce a la cabeza en lo que a los referentes de Rosa Chacel se refiere, palpable en lo que esta obra tiene de metaficción, pues trata de la revisión del camino emprendido por un joven narrador-protagonista, que incluye una historia de amor y el recuento de esta. Y novela que es también la crónica de los cambios preferenciales de una nueva generación que intentaba una moral y una estética distintas de las anteriores. A la vez, novela de ideas, pues el pensamiento de Ortega —y el concepto de razón vital como núcleo— puntea los monólogos del protagonista, muy en la línea de lo que después hará Sartre en La náusea (1938) con la filosofía de Heidegger.
En esta primera novela se aprecia ya la formidable capacidad que tenía Rosa Chacel para transcribir la vida interior y la cualidad genesiaca de abundantes chispazos visuales —¿epifanías?, ¿iluminaciones?— que veremos desarrollados en obras posteriores —singularmente en su novela cumbre, La sinrazón (1960)—, y “una prosa soberbia, en un lenguaje preciso, justo, y en un uso mágico de la palabra, mágico no en el sentido de poético, sino en el de alquímico”, como escribió Ana María Moix. Pero comparto las palabras del narrador y protagonista de Estación. Ida y vuelta cuando al final de la novela habla de que no deja de ser “un primer paso”, un “ensayo”.
Hoy que tanto gusta la autoficción, ¿por qué no rescatar la trilogía que arranca en Barrio de Maravillas (1976) y sigue con Acrópolis (1984) y Ciencias naturales (1988)? Son títulos imprescindibles en nuestra memoria histórica y literaria, radiografían un tiempo irrepetible y, dado el fervor republicano que vivimos, algunos aprenderían cómo se construye ese proyecto, qué fuerzas hay que mover, qué ideas combatir, qué valores encarnar. No en vano, de la primera de ellas Javier Marías destacó “la inconmensurable capacidad de observación” que preside una novela en la que “el método de transformación de la realidad es admirable”. ¿O Teresa (1941), la biografía novelada sobre la célebre amante de Espronceda? Una mujer a quien Rosa Chacel rescata del fango de las crónicas para ofrecernos un ejemplo de rebeldía contra una sociedad mezquina, hipócrita y pacata, y una novela donde los temas sociales que hacían eclosión en la década de los años treinta —cuando fue escrita— siguen siendo de plena actualidad. Porque como también escribió Carmen Martín Gaite, la obra de Rosa Chacel, “trasunto de la introspección más exhaustiva y rigurosa, nunca ofrece fruta del tiempo, de ningún tiempo, sino descarnada intemporalidad, interiorización del tiempo”.
ESTACIÓN. IDA Y VUELTA
Rosa Chacel.
Edición de Jairo García Jaramillo. Prólogo de Marta Sanz.
Cuadernos del Vigía, 2020. 178 páginas. 20 euros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.