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CRÍTICA DE 'EL MAL DE CORCIRA'

Una nueva mitología popular

En 'El mal de Corcira', Lorenzo Silva lleva al personaje de Bevilacqua a los años de la lucha contra ETA. La novela es un ejercicio de comprensión sin equidistancias

Un agente de la Guardia Civil ensangrentado lleva en brazos a una niña herida en el atentado contra la Casa Cuartel de Vic, en 1991. 
Un agente de la Guardia Civil ensangrentado lleva en brazos a una niña herida en el atentado contra la Casa Cuartel de Vic, en 1991. Pere tordera

Si uno pretende desentrañar los mecanismos de una novela de Lorenzo Silva (Madrid, 1966), no puede eludir su dimensión popular. No solo porque, como aclara la faja publicitaria de El mal de Corcira, Silva tenga “más de dos millones de lectores”, sino por la relectura en clave épica de una mitología popular (y nacional) que se propone el novelista. En la serie de novelas protagonizada por la pareja de inspectores Bevilacqua y Chamorro, la resignificación mítica de la Guardia Civil no solo es un acto de justicia histórica (acabar con su papel de “mala” de la literatura española), sino que ambiciona, y logra, la creación de un imaginario nacional que concilia patriotismo y lucha de clases.

La simpatía de Lorenzo Silva con algunas características de la Guardia Civil, a la que también ha dedicado un ensayo histórico, Sereno en el peligro, es evidente: proletarizada, servicial, sacrificada y desconocida. Además: las opiniones morales (e incluso el temple) del subteniente Bevilacqua cargan con el peso ideológico de la novela y juegan a confundirse con los juicios del propio autor mediante una cuidada ambigüedad. Por ejemplo, en las numerosas apologías del sacrificio del individuo (incluso de “un verso suelto” como Bevilacqua) en una identidad colectiva, en una cierta idea conservadora, plural y democrática de España.

Si destaco la épica nacional es porque Silva no pierde en ningún momento una visión idealizada de la Guardia Civil. En general, los servidores públicos de El mal de Corcira, jueces, policías, abogados y médicos son “curtidos”, “diligentes”, “despiertos”, “bregados”, “resueltos”. Son buenos padres y buenos hijos, excelentes amigos y mejores compañeros. Pero Silva consigue vencer lo tedioso, a priori, de una novela sin “malos” ni dobleces psicológicas gracias a su don para el relieve cotidiano. Los personajes son héroes, pero también gente común y que trabaja para lo común a ras de suelo: “Nunca dura la paz en la casa del subalterno”, escribe, con sorna. Una lógica que no difiere de la épica del wéstern, pero con el matiz de que los guardias civiles (los “superhéroes” peor pagados que uno pueda imaginar) trabajan en equipo.

En El mal de Corcira, Bevilacqua investiga el asesinato de un hombre de mediana edad en una playa de Formentera. Pero lo que parece un crimen pasional hunde sus raíces en Gipuzkoa y justifica su centralidad en todo el ciclo de novelas del “detective”: bucear en sus años de aprendizaje, a finales de los años ochenta, en la Guardia Civil; su comienzo en la lucha antiterrorista contra ETA.

Silva es un escritor que todo lo explica: abundan las frases hechas y aquellas en las que el sentido seguiría intacto con la mitad de elementos: “Tenemos su teléfono móvil y su portátil, uno bloqueado con contraseña y el otro no, pero espero que los técnicos se las arreglen para destriparlos los dos”. No se detiene hasta que ha aclarado cualquier ambigüedad o sobrentendido. Pero El mal de Corcira busca contentar a la vez a un lector despistado, que lee de manera intermitente, y a otro sagaz. Y lo logra gracias a un sutil manejo de la ironía y a un enorme, y nada ostentoso, talento estructural. Silva no es escritor de giros imprevistos: toma un camino y lleva hasta el final, con suavidad, al lector, que gozará de 500 páginas en las que se entrelazan tres tramas y numerosas digresiones paisajísticas, culturales y éticas, sin percibir lo accidentado del recorrido, el artificio de la narración.

Otro ejemplo de esta sintonía de niveles de lectura: Silva es un autor culto que juega con el doble (y hasta triple) filo de la cita docta. Las páginas dedicadas a Tucídides, Deleuze y Walter Benjamin (con generosas menciones al trabajo de los traductores) satisfacen a un lector que concibe la lectura como una combinación de evasión y distinción cultural, al que busca instrucción erudita y, finalmente, a aquel más irónico que ya cree saber.

Esta ironía de fondo también permite justificar los puntuales estereotipos nacionales (un sicario, cómo no, es de origen colombiano) y de género (“tiene toda la pinta de ser un crimen entre homosexuales […] la típica venganza de un chapero”). No hay que olvidar que el narrador de El mal de Corcira es un guardia civil que conversa con otros guardias civiles. Pero incluso las disquisiciones morales de Bevilacqua/Silva en torno a la defensa del orden “sin entrar en política” alcanzan un notable humorismo. Como en tantas novelas populares, cada ocasión es buena para juzgar la actualidad, con mandobles a “esos presuntos revolucionarios” con “chalet” y “chófer”, y a quienes hacen de la bandera un arma de pureza ideológica y división. La ética de Bevilacqua, que justifica la Corcira del título y emparenta las guerras del Peloponeso con la lucha antiterrorista en el País Vasco, es una voluntad de colocarse en el lugar del otro, también del “enemigo”, sin perder la complejidad de cada punto de vista. Una peculiar paz burguesa, bienintencionada, pero consciente de la superioridad jerárquica desde la que uno puede permitirse la compasión. Porque El mal de Corcira es un ejercicio de propaganda. Pero también una maravillosa novela popular capaz de entretejer lo épico con un realismo menor, atinado y entrañable. Por eso, en cualquier momento uno espera que Bevilacqua se demore en el quiosco del ­aeropuerto y compre la última novela de Lorenzo Silva; y en nada afectaría a la verosimilitud.

El mal de Corcira

Lorenzo Silva


Destino, 2020


544 páginas. 21,90 euros


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