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Quemar Después de Leer
Columna
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La mejor y más retorcida escritora británica que aún no conoces se llama Ann Quin

'Berg', clásico entre los clásicos de la tragedia absurda y la vanguardia británica de los 60 se publica por primera vez en castellano, y trae de vuelta a su genial autora suicida

Laura Fernández
Ann Quin, en una instántanea de finales de los 60.
Ann Quin, en una instántanea de finales de los 60.

En los muelles de Brighton hay un pequeño parque de atracciones con vistas a la playa en la que Ann Quin se quitó la vida. No hay, evidentemente, ni un solo cartel que la recuerde, porque existe una historia de la literatura y luego existe una historia de la litertatura en los márgenes y Ann Quin pertenece a la segunda por más que, como Samuel Beckett o Alain Robbe-Grillet, elaborase brillantemente absurdos y explosivos artefactos que la colocasen no ya al frente de la vanguardia británica – en la década de los 60 – sino en los inicios de la misma. Se dice que fue ella la que importó la experimentación francesa de la época, aunque también se dice que lo más probable es que no importase nada, que todo lo que sucedía en sus páginas sucedía únicamente en su cabeza.

Ann Quin trabajaba como secretaria en Londres cuando escribió Berg, la novela que, por fin, exactamente 56 años después de publicarse originalmente, puede leerse en español – y en una fascinante traducción de Axel Alonso del Valle y Ce Santiago – gracias a Malas Tierras y Underwood. Es curioso. Esa historia de la literatura en los márgenes no existiría sin editores que creyesen en la idea del libro como un pequeño terremoto que va a destrozarte, a veces, literalmente, la casa, entendiendo ésta por todo lo que creías que eras o que era la literatura hasta el momento en que te topaste con ese libro en cuestión. La existencia de Ann Quin se la debemos a John Calder, y al sello Calder & Boyars, que entre 1964 y 1972 publicaron las cuatro novelas que la ex secretaria escribió antes de matarse.

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Berg es un pobre tipo. Odia a su padre con todas sus fuerzas. Recibe cartas mentales de su madre, que le llama Aly, porque Berg en realidad se llama Alistair Charles Humphrey Berg, aunque está haciéndose llamar todo eso seguido de Greb para poder ser vecino de habitación de su padre y amante sin que se entere. Porque lo que Berg quiere es matar a su padre, un borrachuzo aborrecible y torpe, un tipo llamado Nathaniel, que no hace gran cosa más que desaparecer todo el tiempo. Desapareció de casa y ahora desaparece del cuarto que comparte con Judith, su nueva mujer, de la que Berg se enamora extraña y perdidamente, en realidad, no se enamora, la desea, pero también desea ponerse su ropa y, quién sabe, ¿y si a quien desea es a su padre?

No, a su padre, Berg, un perdido vendedor de crecepelo (COMPRE EL INSUPERABLE TÓNICO CAPILAR DE BERG ACABE CON EL MAL DE DALILA: EN DOS MESES SERÁ UN HOMBRE NUEVO), quiere matarlo, pero lo que hace es escucharle tener sexo con su amante al otro lado del tabique y dejar que duerma la mona en su cuarto, diciéndose luego que ha perdido una oportunidad única pero que no tenía otro remedio que hacerlo porque así ha descubierto cómo hacerlo – cuando vuelva a estar borracho –. La cosa no ocurre nunca, o tal vez sí – lean, lean –, pero la indagación, absurda, en la tragedia delirante del hombre pelele, aquel que se lamenta por imaginar y no actuar, el Godot solitario y lamentablemente estúpido, está servida, y de una forma de descompone a la vez la narración y la idea misma del monólogo interior.

Como en un cuadro impresionista – se dice que Ann Quin escribió Berg con el impresionismo de La señora Dalloway en la cabeza –, todo en la durísima y a la vez divertidísima – la intensidad del ridículo apasionamiento incapaz de Berg es similar al de otros intensos artistas del fracaso cotidiano, como el protagonista de Hambre, de Knut Hamsun – Berg es un desesperado espejismo en el que el propio Berg no es distinto a una silla, una puesta de sol, o un zapato. Perdido en ese impresionismo del que forma parte, como un muñeco de no acción, el vendedor de crecepelo es, como todo lo que le rodea, incluida la pesadilla del eterno retorno a la habitación que colinda con la de su padre y su eterno fracaso, nada y todo a la vez.

Cubierta de la edición en español de 'Berg'.
Cubierta de la edición en español de 'Berg'.

Ann Quin, que había nacido en Brighton en 1936, escribió Berg mientras trabajaba como secretaria. Había crecido, ella también, como el propio Berg, en una casa sin padre. Su padre, como el nauseabundo Nathaniel, las abandonó a ella y a su madre antes de que ella pudiera guardar siquiera un buen recuerdo de él. El impacto de Berg en su momento fue considerable, siempre considerando que formó parte, desde el principio, de la historia de la literatura en los márgenes, y más concretamente, de la olvidada – casi al momento – generación de novelistas británicos experimentales de los 60, de la que formaron parte B. S. Johnson, Stefan Themerson, Rayner Heppenstall, Alan Burns y Eva Figes. Quin tenía 28 años cuando Berg se publicó.

Cuando Berg se publicó, Quin consiguió una beca D. H. Lawrence y se mudó a Estados Unidos, donde, dicen, experimentó con todo tipo de drogas – llegó en el mejor momento: se aproximaban el Verano del Amor –, y escribió otra novela, Three (1966). Su salud mental empezó a deteriorarse. Después de Estados Unidos, Quin vivió una temporada en Irlanda y otra en Suecia. Un día, a su vuelta, y mientras trabajaba en un hotel en Cornwall, sufrió una crisis nerviosa que acabó con ella en un psiquiátrico. Ya había sido internada en uno una temporada en Suecia. Pero esta vez la cosa fue peor. Se le recetó un tratamiento de electroshock. A partir de entonces, tomaba a diario tal cantidad de litio que apenas podía pensar. Aún así logró terminar otras dos novelas, Passages (1969) y Tripticks (1972).

La historia de cómo Berg ha llegado finalmente a publicarse en español tiene algo de rocambolesca y forma parte, también ya de esa historia de la literatura en los márgenes: Ann Quin no tenía herederos

Un día de agosto de 1973, a apenas un par de semanas de que se quitara la vida su amigo y compañero de generación olvidada B. S. Johnson, Quin se dirigió a la playa de Brigthon – había vuelto a la ciudad para estar con su madre –, y una vez allí, se quitó la ropa y se metió en el mar. Un tipo llamado Albert Fox, al parecer, un pescador, la vio hacerlo. Preocupado, llamó a la policía. Al día siguiente, encontraron su cuerpo sin vida. Tenía 37 años. No dejó descendientes y, durante años, su obra no tuvo herederos. Estaba en una especie de limbo, a buen recaudo en Marion Boyars, el sello que publicó todas sus novelas. En su etapa en Alpha Decay, Ana S. Pareja, que dio con Berg en una librería de segunda mano de Londres y se enamoró de ella, estuvo a punto de publicarla en español, pero le pareció demasiado arriesgado en su momento.

La historia de cómo Berg ha llegado finalmente a publicarse en español tiene algo de rocambolesca y forma parte, también ya de esa historia de la literatura en los márgenes. El año 2015, Fernando Peña, de la editorial Underwood, se puso en contacto con Catheryn Kilgarriff, editora de Marion Boyars. Catheryn había adquirido los derechos de Berg de la propia Quin en la década de los 60. Puesto que, después del suicidio de Quin en 1973, no se encontró a nadie que representase su legado, la propia Catheryn le recomendó editar y publicar la edición española de Berg por su cuenta y riesgo. Fernando se demoró un tiempo, y entonces entró en escena Malas Tierras.

Lo hizo en 2018, justo en el momento en el que apareció un heredero. El heredero era uno de los mejores amigos de Quin, la última persona conocida que la vio con vida. La editora firmó entonces un contrato con ellos. No pidió nada porque “en cierto sentido se sentía en deuda con ella y no quería anticipo a cambio, solo ver el libro publicado”, cuenta Fernando. En cualquier caso, tenía que hablar antes con Underwood, que se había interesado primero. Hablaron y se plantearon tres escenarios posibles: o la publicaba Malas Tierras, o la publicaba Underwood o la coeditaban. Al final se embarcaron en la coedición, y permitieron que Quin, y el inefable y edípico Berg, se eleven a la categoría de clásico que merecen, también en español.

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Sobre la firma

Laura Fernández
Laura Fernández es escritora. Su última novela, 'La señora Potter no es exactamente Santa Claus' (Random House), mereció, entre otros, el Ojo Crítico de Narrativa y el Premio Finestres 2021. Es también periodista y crítica literaria y musical, y una apasionada entrevistadora de escritores y analista de series de televisión.

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