Aprenda a escribir con Kurt Vonnegut
La escritora Suzanne McConnell, aventajada alumna del gran autor estadounidense en los sesenta, recopila en un libro los consejos que solía dar a los aspirantes a ejercer su oficio
El año 2000, Stephen King publicó un ardorosamente brillante y, cómo no, adictivo libro –oh, todo lo que lo toca lo es– que era a la vez un manual de escritura y una autobiografía a grandes rasgos –hablaba de su madre, de su padre ausente, de la chica de su instituto que inspiró Carrie, de cómo él estaba por todas partes en lo que escribía– titulado Mientras escribo. Se sumaba así King al género no lo suficiente cultivado del, podríamos llamar, do it yourself while I help –algo así como "hazlo tú mismo, que yo te echo una mano, o un más vonnegutiano: "la cosa fue así para mí, tal vez te sirva"–. Con esa clase de libros, el escritor –en este caso, King– parece decirle al aspirante que, de acuerdo, este oficio es básicamente autodidacta, pero a lo mejor seguir el rastro que uno ha dejado en el camino puede ayudarte. Yo, dice el escritor, he estado ahí antes, y no me hubiera ido nada mal una especie de mapa, por más que fuese un mapa de una ciudad que no es la mía.
Obviamente, King no ha sido el único en hacer algo así. A lo largo de la historia, un buen puñado de escritores despertaron un día –o les hicieron despertar agentes y editores, que siempre confían en el éxito de este tipo de libros, y casi nunca aciertan– y se dijeron que lo que habían aprendido bien podía servirle a alguien, y a la vez, soltar lastre. Confesar. Porque además de colecciones de pistas, estos libros son también y sobre todo, confesiones. El autor se sitúa ante la hoja en blanco para hablar de cómo salió de todos y cada uno de los aprietos en los que le metió cada uno de los libros que ha escrito. La clase de cosas que lleva guardándose demasiado tiempo por creer que aburrirán a la mayoría, porque la mayoría –y eso incluye cenas familiares y cenas con amigos– no sabe de qué manera escribir una historia puede llegar a torturarte. A veces, durante años. Patricia Highsmith, Ray Bradbury y hasta Margaret Atwood tienen libros de este tipo.
"No pierdas ese entusiasmo, ya tenemos suficientes escritores sin entusiasmo”, dijo a un jovencísimo John Irving, alumno suyo, cuando le leyó su primera novela
Es curioso. Si se hiciera un porcentaje se llegaría a la conclusión de que los escritores de algún tipo de los mal llamados géneros –¿no quedamos en que solo existe buena y mala literatura?– son mayoría cuando se trata de lanzarse a confesar cómo han hecho lo que han hecho. Pero ¿no puede alguien, alguien que asistió a las clases que ese escritor daba en, por ejemplo, Iowa, reunir apuntes y entrevistas, reunir hasta la última palabra que ese escritor dijo respecto al oficio de escribir, y acabar ella en este caso, escribiendo el libro que ese escritor podría haber escrito? Por supuesto. Lo haría años después. Exactamente, en el caso de Suzanne McConnell, 53 desde que entró a una de sus clases, y 13 desde que el escritor en cuestión, el mismísimo Kurt Vonnegut Jr., dejó de poder escribir cualquier cosa porque murió. Sucedió en 2019, año en que McConnell, autora y profesora de escritura, publicó el nutritivo Pity The Reader (Seven Stories Press).
Podría describirse Pity the Reader de muchas formas, pero tal vez ésta sea la más acertada: parece escrito por uno de sus personajes. O tal vez por él mismo encarnado en uno de sus personajes. En realidad, lo ha escrito una de sus alumnas, que lo recuerda en clase era "serio, divertido, ridículo, amable, apasionado”. “Fumaba, hacía garabatos, era exactamente como te lo imaginas cuando escribe”, dice. Y sus ejercicios consistían en todo tipo de juegos. Como por ejemplo, el que sigue: “Leed los 15 relatos del volumen Masters of the Modern Short Story e imaginad que sois un editor. Decidme qué no funciona en cada cuento y por qué no lo publicaríais. Escoged tres que os gusten, y decidme por qué os gustan y por qué las publicaríais en vuestra importantísima editorial”. O: “El otro día oí a un chaval de la clase decir que casi todos los libros que hemos leído en clase son aburridos, ¿podríais explicarme qué ha llevado a pensar algo así?”.
Hay, en las primeras páginas de Pity the Reader, una carta que escribió una de las hijas del propio Vonnegut, Nanette, cuando trabajaba de camarera. Se la escribió a un cliente descontento. La carta es un pequeño relato que hace las veces de primer mandamiento vonnegutiano. Escribe sobre algo que te importe. Es decir, ese tío te ha molestado, porque era tu primer día en el trabajo, y ha intentado que te echaran. Bien, coge esa rabia y haz con ella algo de lo que podrías reírte, o que podría hacer reír a alguien, o que simplemente hará sentir tanta rabia a ese alguien como la que has sentido tú. La primera cosa que le importó de verdad a Vonnegut fue lo que ocurrió en Dresde cuando un bombardeo aliado casi acaba con él. Cuando se libró de la muerte porque acabó, de milagro, encerrado en un matadero de cerdos. ¿Qué sentido tenía todo? Se suponía que él era de los buenos, ¿y qué hacían los buenos lanzando bombas contra los buenos? A su vuelta, tuvo cientos de trabajos, incluso vendió coches de segunda mano. Quería escribir, quería contar aquello, pero no sabía cómo hacerlo.
He aquí el segundo consejo. Toma distancia. La que necesites. Deforma el asunto. Que no parezca que te importa lo que te importa. O que lo parezca de otra manera. McConnell, la narradora, habla de un momento de su vida en que tuvo que visitar a un novio en la cárcel. Aquella experiencia la marcó y, cuando empezó a escribir, se obsesionó con contarla. Vonnegut le dijo que estaba demasiado cerca. Que se dejase llevar por lo que sintió y olvidase lo que pasó. El resultado fue una novela de fantasía en la que se mencionaba de pasada, en una escena entre personajes secundarios, algo parecido. Pero sin embargo, lo que sintió aquel día estaba por todas partes. Lo mismo ocurrió, cuando llegó, 23 años después, con Matadero 5. Kurt Vonnegut tardó 23 años en dar forma a la odisea de Billy Pilgrim. Hay una carta preciosa del escritor a José Donoso –que hasta pensó en el suicidio, sintiéndose incapaz de acabar Obsceno pájaro de la noche– pidiéndole que no se rindiera, que la solución estaba en una de las mil páginas que ya había escrito. Le hizo caso. La terminó.
“No pierdas ese entusiasmo, ya tenemos suficientes escritores sin entusiasmo”, fue lo que le dijo a un jovencísimo John Irving –también alumno suyo en Iowa– cuando leyó el manuscrito de su primera novela. “Escribir era un ejercicio espiritual para mi padre”, dice en un momento determinado Mark Vonnegut. “Era en lo único en lo que creía”, añade. Para él, escribir, como pintar, crear, en definitiva, era “ensanchar el alma”. Cavar cada vez más hondo. “Llegó a pensar que cuando lograse contar lo que sintió en Dresde, dejaría de escribir”, relata McConnell. Pero descubrió que “cuando cierras una herida, otra se abre”. Entonces se centró en las discusiones de sus padres. “Yo era pequeño, y me preguntaba si discutían por mi culpa”, recuerda McConnell que contó en una ocasión. La madre de Vonnegut se suicidó –o eso se cree; sobredosis de barbitúricos– durante el fin de semana del Día de la Madre en que el escritor había pedido un permiso para ir a verla. Del suicidio como solución a todos los problemas va Desayuno de campeones, que por otro lado tiene voz de niño porque en ella Vonnegut es aquel niño que se preguntaba si la culpa era suya.
En esa misma novela aparece un vendedor de coches que podría ser, como en una cinta de David Lynch de personalidades cambiantes, una versión de sí mismo. Disemínate, dice Vonnegut. Primero, practica. Tienes algo que contar, sabes que lo quieres contar, pero aún no sabes cómo. Ve aproximándote a tu presa, como se aproxima la leona a la suya. En La pianola y Las sirenas de Titán, libros anteriores a Matadero 5, se producen esas pequeñas aproximaciones, esos tanteos. “Dale a un hombre una máscara”, recuerda McConnell que decía Vonnegut citando a Oscar Wilde, “y te contará la verdad”. Su máscara en La pianola era esa sociedad futura en la que las máquinas habían sustituido el trabajo físico pero también el mental. Por esa época le obsesionaba de qué manera había perdido su padre el trabajo cuando eso empezó a ocurrir en la realidad. Cogió esa rabia, y la convirtió en una distopía satírica sobre uno de sus temas favoritos, de fondo en todas sus historias, la estupidez humana, el absurdo de una existencia sin conciencia.
Escribe para ti. Escribe para alguien, dice Vonnegut. Tiene que ser una sola persona: “Si abres la ventana para hacerle el amor al mundo, lo más probable es que tu historia pille una neumonía"
En un momento de una de sus novelas, Kilgore Trout, el fracasadísimo escritor de ciencia-ficción que hace las veces de alter ego del autor, encuentra una toalla en un aseo público en la que alguien ha escrito: “¿Cuál es el sentido de la vida?”, a lo que a él le gustaría responder si tuviera un bolígrafo. Si tuviera un bolígrafo, escribiría: “Ser los ojos y las orejas y la conciencia del Creador del universo, imbécil”. El creador, según otro de sus personajes, no tiene ojos, ni orejas ni conciencia, es el tío más vago que existe. En ese sentido, en un sentido político humanista, es que entiende Vonnegut la función del escritor. El escritor es la conciencia del mundo. Y cualquiera que quiera escribir tiene que hacerlo con esa intención. Señalar lo que pasa, pero también dar ideas. “Creo, como Hitler, Stalin y Mussolini, que el escritor debe servir a la sociedad, pero no de la manera en que ellos creen”, dijo. “Los escritores son células especializadas del organismo social encargadas de producir ideas” y dejar que la humanidad perdida “mientras trata de llegar a alguna parte”, las use.
El abuelo y el padre de Vonnegut fueron arquitectos. Aún hay en Indianápolis grandes zonas de la ciudad que fueron diseñadas por ellos y que utilizan cada día miles de ciudadanos. Esa conciencia de trabajar para los demás, de que el escritor es el encargado de ofrecer estructuras sólidas que pueden pisarse sin miedo, viene precisamente de ahí, dice McConnell. Hay que decirle al mundo, nos dice Vonnegut, que sabemos cómo funciona y que vamos a cambiar lo que no nos gusta. “En el fondo, todo artista es un agente de cambio, que impone el orden en el caos. Unos imponen el orden en un lienzo, en el que todo es perfecto, otros, en una colección de versos. Los escritores contamos historias que ordenan lo que hemos vivido de una manera distinta cada vez”, insiste. No hay que tener prisa, solo hay que tener ganas y no rendirse nunca porque, como él dice, “escribir es la cosa más difícil del mundo”, pero “cuando se te da bien hacerlo, tienes que hacerlo, la humanidad te necesita”.
Pero siempre escribe para ti. Escribe para alguien, dice Vonnegut. Tiene que ser una sola persona. Porque “si abres la ventana para intentar hacerle el amor al mundo, lo más probable es que tu historia pille una neumonía”. He aquí el secreto, dijo Vonnegut a través de uno de sus personajes de Payasadas, la señora Berman, para disfrutar mientras escribes. “No escribes para el mundo, escribes para una única persona”, dice la señora Berman. Vonnegut se dio cuenta después de haber escrito Payasadas que había escrito esa novela para su hermana Alice. Se dio cuenta cuando ella murió. Insiste: “Ese es la clave para que la historia tenga sentido, para que haya una unidad, un motor que arrastre lo que se cuenta, y además es algo que todo el mundo tiene su alcance, porque es sencillo contarle una historia a alguien, estás pensando en ese alguien, y todo tiene sentido”. Es la teoría Eliot Rosewater. Eliot Rosewater es el único lector de Kilgore Trout, y eso le basta para existir, le da sentido a todo lo que ha escrito sin saber bien para quién.
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