Curro Romero, Hijo Predilecto, artista (a su pesar) que acariciaba a los toros
El veterano diestro se recupera de un tumor en la laringe tras 38 sesiones de radioterapia
Curro Romero (Camas, Sevilla, 1933) reapareció el pasado jueves, 28 de febrero, Día de Andalucía, en el Teatro de La Maestranza, a pocos metros de la plaza de toros de Sevilla, para recibir el título de Hijo Predilecto de la Comunidad, que le había concedido el gobierno autonómico "porque es un claro ejemplo de superación y de talento andaluz".
A Curro, metido ya en los 87 años, le costó un esfuerzo ímprobo enfundarse el traje oscuro, y necesitó compañía para acercarse al escenario del teatro, donde le esperaban el presidente de la Junta y la presidenta del Parlamento.
Todo sea por el agradecimiento de bien nacido, pero ni Curro necesitaba el título ni tenía el ánimo para fiestas. El máximo referente del arte del toreo de la segunda mitad del siglo pasado ha recibido todos los honores merecidos y soñados, y este último ha llegado de manera inesperada e innecesaria (los políticos, siempre tan amantes de los convencionalismos) cuando el maestro lleva 20 años retirado de los ruedos y goza de la gloria reservada a los más grandes.
Y algo más: Curro llevaba un tiempo apartado de la vida pública, y el pasado jueves se le vio mayor, con más canas de lo habitual y el semblante apagado. Pocos asistentes conocían que el maestro está convaleciente de un duro tratamiento para exterminar un tumor de laringe que le descubrieron cuando fue operado de las cuerdas vocales. Ha sido sometido a 38 sesiones de radioterapia después de que los médicos decidieran no intervenirlo al tratarse de una operación complicada y agresiva.
Curro Romero es el mástil inmarcesible de un arte que ha encontrado en el toro una forma de entender la belleza
Parece que el tratamiento ha surtido efecto y el tumor ha desaparecido, pero los efectos secundarios de la radioterapia han sido molestos: la quemazón y un fuerte y constante dolor en la zona se han unido a las extremas dificultades para comer y hablar.
Su esposa, Carmen Tello, comentaba este domingo a este periódico que el torero, que ha perdido ocho kilos de peso, había desayunado una tostada por vez primera en mucho tiempo, que aún no toleraba los alimentos líquidos y que había comenzado “a hablar bajito”.
Sea como fuere, allí estuvo, como tantas tardes en la puerta de cuadrillas de la Maestranza, con la timidez cincelada en la cara, como referente esencial de un arte del que ha sido y sigue siendo exponente para varias generaciones.
Hoy, cuando la tauromaquia es seriamente vapuleada y despreciada por unos y olvidada por otros, la figura de Curro Romero se erige como un mástil inmarcesible de un arte que ha encontrado en el toro una forma de entender la belleza.
Si alguien no es un bárbaro es este poeta del toreo nacido artista por la gracia de los genes de sus padres, Francisco y Andrea, una humilde familia de Camas. Curro cuidó ganado siendo un niño y trabajó como recadero en una farmacia antes de que él mismo se sorprendiera de sus cualidades vestido de luces. Lo ha repetido varias veces: se hizo torero por necesidad y artista, a su pesar. No entraba en sus planes arrastrar multitudes, ni ser el fundador de la religión del currismo, ni emocionar con sus andares, ni con sus muñecas, ni con el vuelo efímero y eterno de su capotillo. No soñaba Curro con el triunfo de tardes gloriosas ni las sonoras broncas de tantas otras; ni con honores ni homenajes.
“Me gustaría ser un pintor”, decía a este periódico en enero de 2008, “que se conociera mi obra, pero no a mí”. “Mi público preferido es el de tenis”, añadía en un acto reciente. “Necesito el silencio; el griterío y el jolgorio se producen dolor de cabeza”.
Poco hablador —siempre, y no solo ahora por razones médicas—, misterioso, de breve léxico pero largo en sentencias, poseedor de un estilo personalísimo, inconmensurable artista de lo efímero, quizá su mayor mérito haya sido que los demás soñaran el toreo que él esbozaba.
“Yo no he hecho nada extraordinario”, afirmó en otra ocasión. “Solo he tenido suerte, he nacido así, y ser torero no me ha obligado a un esfuerzo especial; quizá, he contado con armonía y una cierta gracia, pero nada más”.
He ahí un torero, un poeta, un referente, pese a quien pese, de la cultura de este país
“He sido un hombre con estrella”, ha repetido mil veces, y recalcaba que “mi único mérito ha sido expresar mi sentimiento ante el toro, que siempre lo he entendido como una caricia”.
“El torero es el único artista que realiza su labor delante de miles de personas”, ha contado, "y tiene que escuchar que alguien le diga: ‘así, no". ¿Se imaginan ustedes que eso le ocurra a un escritor o a un pintor mientras trata de encontrar la inspiración?”.
Ya no tiene ojales en las chaquetas para lucir medallas y títulos. Él es el peso de su propia historia, la de un poeta del toreo que el pasado jueves hizo el esfuerzo de enfundarse un traje de domingo para escuchar una ovación más de las muchas que ha recogido desde que dijera adiós a los ruedos en el año 2000.
Ahí lo tienen, en la foto de Paco Puentes, con la mirada perdida y resignada, con el miedo escénico en el cuerpo, acariciando con sus manos el título de Hijo Predilecto, entre la rendida admiración de las primeras autoridades de Andalucía y la sonora y emocionada ovación de un teatro puesto en pie.
He ahí un torero, un artista (a su pesar), un poeta… Un referente, pese a quien pese, de la cultura de este país.
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