Alegato taurino final en favor del empresario de La Maestranza sevillana
Análisis transgresor y bienintencionado de los carteles de la Feria de Abril de Sevilla
A la luz de un aficionado medio, exigente y generoso, amante de una fiesta emocionante basada en la diversidad del toro bravo y encastado y un amplio abanico de toreros heroicos y artistas, los carteles de la Feria de Abril de Sevilla se caen de las manos.
¿Son malos? No, pero no están Paco Ureña, el gran triunfador del año pasado y un torero extraordinario; ni Ventura, el líder del toreo a caballo. Además, repiten ganaderías de las llamadas de lujo, toros bonancibles y cómodos, que dejan estar y colaboran con su lidiador, y la mayoría de los puestos se los reparten figuras ya amortizadas, toreros que ya lo han dicho todo, veteranos cansinos, que duran y duran gracias a que esos toros bondadosos les permiten acabar cada temporada con la tensión arterial normalizada y el corazón en su sitio.
Pero son buenos carteles, claro que sí. Monótonos, insulsos, carentes de imaginación, sin un gesto, sin una sorpresa, los mismos del año pasado y el otro y el otro; la misma película de siempre, con los mismos protagonistas y similar argumento… pero, son buenos, magníficos carteles, sin duda, para los tiempos que corren, para la fiesta de hoy, para el público bullanguero que paga, y, sobre todo, para comprobar que esta versión de la tauromaquia no deja huella ni crea nuevos aficionados.
¿Quién es el responsable de la presente historia?
Es el gestor de La Maestranza y representante de la empresa Pagés, Ramón Valencia (Albacete, 1951), empresario inmobiliario, casado con una hija del recordado Diodoro Canorea, que aprendió el negocio taurino al lado de su suegro, y se ha afianzado en el sector con el apoderamiento del diestro Roca Rey.
¿Qué clase de figuras son Pablo Aguado, Roca Rey y Morante?
Hombre serio, reservado, juicioso, aparentemente frío, adusto a veces, en guardia casi siempre frente a los periodistas, entrañable pero desconfiado en la distancia corta, políticamente correcto en sus declaraciones —no es fácil sacarle un titular—, Valencia es un taurino de su época; es decir, que no es un rompedor, ni un renovador, ni un señor que pretenda revolucionar la fiesta de los toros.
No. Ramón Valencia mantiene con su esfuerzo la prestigiosa tradición familiar, creada por Eduardo Pagés, abuelo de su esposa. El toro le ha proporcionado la notoriedad pública que no conceden los ladrillos, y sigue la máxima de don Diodoro: carteles rematados con figuras y el toro de Sevilla, y pare usted de contar.
Los experimentos, con gaseosa, y no con el abono maestrante.
Valencia es un empresario hijo de la época taurina que le ha tocado vivir, como la inmensa mayoría de sus compañeros. No liderará ninguna iniciativa innovadora, sus parámetros son los mismos de su suegro, y capeará el temporal con una gestión similar hasta que el cuerpo de la fiesta aguante.
En definitiva, él es el responsable de lo bueno y malo del abono sevillano. Y con un agravante: está sometido a los intereses de Roca Rey, razón por la cual su torero y Pablo Aguado no se verán las caras en la feria. ¿Acaso no es interesante verlos de nuevo juntos en el ruedo como aquella tarde del 10 de mayo, cuando el sevillano cortó cuatro orejas? (La imagen televisiva que ilustra este texto dice más que mil palabras).
A pesar de ello, Ramón Valencia no es el único culpable de lo que sucede en Sevilla. No.
Valencia también debe tener muy en cuenta los deseos de sus clientes, el público, y las exigencias de sus principales proveedores: los toreros, en este caso, las figuras.
Al público solo le interesa el ambiente, la alegría de la feria, el marco majestuoso y bellísimo de La Maestranza, el torero conocido, el gin tonic, el puro, en su caso, la diversión… Y poco más.
Al público no le importa la diversidad de encastes ni el toro fiero, ni la casta ni la fortaleza; ni la técnica del torero, ni la pureza ni la heroicidad. Se lo pasa bien con el colorido, aplaude al picador que no cumple su labor, se muestra alborozado ante los intentos bailongos de algunos toreros y pide trofeos con una desmesura sorprendente. El público es tradicional y rancio, más rancio que los propios taurinos.
Y las figuras, que no son tontas, lo saben. Erradicado el aficionado sabio y exigente, ese que se rebela ante la comodidad de los toreros y el presunto fraude, el que quiere ver toros y no lastimosos corderitos, y vende caras, muy caras las orejas, los toreros hacen y deshacen a su antojo, a sabiendas de que solo cuatro histéricos reprobarán sus hechos.
E imponen sus condiciones porque se consideran los dueños del negocio, y obligan al empresario a contratar las ganaderías que gozan de su predilección.
La fiesta está en manos de antitaurinos vestidos de luces
Por eso, cuando Ramón Valencia esboza el esquema de la feria apunta: dos corridas de Victoriano, dos de Garcigrande, dos de Juan Pedro y otras dos de Núñez del Cuvillo; porque así puede contentar a las figuras, y conseguir que se apunten a varias corridas, lo que, de algún modo, ayuda a que el público acuda a las taquillas y permite que el gestor gane el dinero que le corresponde.
Ciertamente, el empresario carece de ideas novedosas, y, si las tiene, está convencido de que no las puede aplicar en Sevilla. No es un hombre comprometido con la alarmante situación de la fiesta (si lo estuviera, su actitud sería distinta), pero tampoco es libre, a pesar de lo que pretenda hacer creer a los demás. “Los toreros no imponen absolutamente nada en esta empresa”, dijo el viernes. No es necesario; la autocensura del empresario es más que suficiente. Depende de la sangrante simpleza del público y de las insoportables exigencias de las figuras.
Por cierto, ¿qué clase de figura es Pablo Aguado que se parte la pana para elegir ganaderías entre las más cómodas del mercado, y es incapaz de dar un golpe en la mesa y sorprender a todos con un hierro diferente? ¿Y Roca Rey? ¿Se puede ser figura entre algodones? ¿Cuándo dejará Morante de ser considerado un genio para ser, simplemente, el torero que todos desean ver?
¿No sería esta una feria más atractiva si Morante, Aguado, Roca, El Juli, Manzanares, Ponce y compañía se ofrecieran a matar los toros de Fuente Ymbro, Santiago Domecq, Torrestrella o Victorino Martín, por ejemplo, ganaderías triunfadoras en esta plaza?
¿No lo sería aún más si aceptaran abrir los carteles a toreros jóvenes en lugar de que todo quede cerrado entre cuatro o cinco toreros que se reparten toros, fechas y emolumentos?
Pero, no. O se aceptan mis condiciones o no voy, y fastidio al empresario. Y entonces Ramón Valencia se acuerda del calvario de la feria de 2014, cuando sufrió el boicot de las figuras, y reserva más toros de lujo por si acaso.
Así está esto: en manos de antitaurinos vestidos de luces.
Ramón Valencia es el responsable, claro que sí; pero no el único. Incluso, a veces, puede ser hasta una víctima.
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