El último crimen de la gran dama del cómic
La británica Posy Simmonds, una de las autoras más veteranas a sus 74 años, publica 'Cassandra Darke', adaptación libre y negra del 'Cuento de Navidad' de Dickens
En el despacho de Posy Simmonds habitan cientos de criaturas. Ahí nacen —sobre una mesa iluminada por dos lámparas y una ventana—, crecen y esperan a que una historia las necesite. Algunas, en realidad, no saben todavía ni quiénes son: tan solo lucen un busto, no tienen ni un trazo de piernas para salir a dar un paseo. Otras, en cambio, ya han encontrado incluso a su media naranja, como un lobo trajeado y un entrecot vestido de novia que se funden en un vals. Hay mujeres con velo y prisa, niños vestidos de soldados u hombres con pinta de tramar el enésimo trapicheo. Incluso el dueño pakistaní de la tienda de la esquina ha acabado retratado en unos esbozos. “Pero él no lo sabe”, se ríe Simmonds. Para descubrirlo, tendría que visitar el hogar de la dibujante, descender unas escaleras y acceder al cuarto que encierra su tesoro. No hay cofres amontonados en las estanterías, sino cuadernos. Dentro, la gran dama del cómic británico conserva sus gemas más preciadas: todas sus ideas.
Hace décadas que Simmonds fía a estas páginas sus ocurrencias. Y aquí empezó a dibujarse el camino que la llevó de la granja lechera de su familia en el pueblo de Cookham hasta ser una pionera del tebeo. Porque ya hay muchas creadoras celebradas, pero ninguna tiene 74 años y dibuja desde los sesenta. “Hasta que no coincidí en festivales de cómics con otras artistas que me contaron sus dificultades, no fui consciente de estar fuera de lo ordinario”, asegura la inglesa. Lo cierto es que así es: entre novelas gráficas, libros infantiles y la viñeta que cada semana entregaba a The Guardian, ha acumulado una carrera excepcional. Y todo un manual de sátira sobre la clase media y sus contradicciones.
Un día, hace 11 años, apareció en sus bocetos una anciana merchante de arte, tan rica y culta como intratable. Poco a poco, le puso abrigo, gafas, muchos kilos y una lengua afiladísima. Y la rodeó de un invierno tan gélido como su alma. Debió apartarse de ella, obligada por una larga neumonía. Pero volvió. Y, en cuatro años de trabajo, le dibujó una hermanastra, un exmarido, un perro, una estafa y una pistola. Es decir, un relato. El “más oscuro” de su carrera, ennegrecido por “la coincidencia con el Brexit”. Tituló el tebeo como su personaje principal, ya que su presencia domina cada página. Y, ahora, Salamandra Graphic —que invitó a este periódico a Reino Unido— edita Cassandra Darke en español.
“Camino mucho por Londres. La diferencia entre los barrios pobres y ricos me recordó al Cuento de Navidad de Dickens. Es como si fueran dos sociedades”, explica Simmonds. Así que volvió al viejo Scrooge, aunque se permitió leerlo solo una vez: “La historia tenía que ser mía”. Hace tiempo que la autora se alió con los clásicos para crear nuevos éxitos: en Gemma Bovery, convirtió a la madame de Flaubert en una joven inglés expatriada; en Tamara Drewe, una columnista de cotilleos sustituye a la protagonista de Lejos del mundanal ruido de Thomas Hardy. Ambas obras han sido adaptadas al cine. Y Cassandra Darke va por la misma senda: sus derechos han sido adquiridos para una película o una serie.
Esta vez, Simmonds se ha llevado el Cuento de Navidad a 2017: no hay fantasmas, los móviles enganchan más que cualquier villancico y no es tan raro recibir en el teléfono la foto del miembro de un desconocido —“Nunca me ha ocurrido. Para la parte tecnológica, me asesoraron mis nietos”, aclara ella—. Quedan, eso sí, la nieve, una ciudad de tintes grises y luces festivas, y una protagonista huraña como su predecesor. “No está interesada en caerle bien a nadie. Supone lo contrario de lo que se espera de las mujeres, de cómo nos crían”, defiende Simmonds.
“Quería que le gritara a la gente”, agrega. De alguna forma, Cassandra era una venganza. Por un mundo que tolera más que pierda los papeles un hombre. Por aquel señor al que Simmonds pidió que no tirara basura al suelo y que respondió insultándola. Por las heces de perro que cualquiera ha pisado alguna vez. En definitiva, por esos momentos de rabia ciega que la buena educación impide, pero un dibujo es libre de concederse. Y eso que su creadora parece colocarse en el extremo opuesto. Serán sus exquisitos modales, la sonrisa con la que invita a un café, la ardilla dibujada en sus zapatos o quizás un barrio donde los pajaritos cubren el ruido de Londres; pero en casa de Simmonds se contagia una paz casi mágica. Al fin y al cabo, el gran espejo de su despacho crea hechizos todos los días: ante él, la autora simula movimientos, prueba expresiones o sacude objetos. Luego, su lápiz transforma esos ensayos en arte.
“Lo dibujo todo a mano”, confiesa Simmonds. Suyos son los guiones, los textos y los diseños. Y no solo: la británica suele recrear también la biografía entera de sus personajes, para conocerlos mejor. Por eso, en sus cuadernos, hay bocetos donde la vieja Cassandra apenas es un bebé e incluso sonríe. Mientras la tecnología revolucionaba el mundo, la autora apenas ha cambiado su rutina. Las únicas diferencias llegan a posteriori, cuando su marido escanea las imágenes y mecanografía las letras. Aunque el paso del tiempo sí ha afectado a la autora, que se nota “más lenta”. Lo dice con naturalidad, sin dramas: por eso asume menos proyectos. Aun así, ya tiene al menos dos en marcha. Por un lado, quiere recrear en dibujos su vida en los cincuenta y sesenta. Y, por otro, una hoja en su mesa de trabajo muestra a varios niños enfundados en uniforme de soldado. Es el homenaje que Simmonds prepara a los militares que mueren en conflictos, y a sus familias. Quiere recordarlos como lo hacen sus padres: ninguna máquina de guerra; tan solo su pequeño e indefenso hijo.
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