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LIBROS | CRÍTICA DE 'CRÓNICA DE UN SILENCIO'

Stalin contra la palabra

En la URSS, cuenta Lidia Chukóvskaia, no hubo piedad para con las gentes de ideas, pero la intención no fue eliminarlos sino destruirlos

La escritora Lidia Chukóvskaia.
La escritora Lidia Chukóvskaia.Errata Naturae

Poco a poco siguen apareciendo testimonios del horror estalinista aplicado a los artistas rusos que tuvieron la desgracia de vivir (y morir) bajo un régimen brutal que nada tiene que envidiar a los totalitarismos de signo contrario en Europa. El comunismo era perfectamente consciente del valor de las ideas porque estas fueron las que lo llevaron al poder en Rusia y precisamente por ello se dedicó al exterminio de toda disidencia. Pero el exterminio de los intelectuales, creadores o no, consistió en relegarlos a lo que Lidia Chukóvskaia llama “el silencio” porque, en realidad, se trató de eso, de silenciar a hombres y mujeres que hicieron de la palabra su vocación y para los que no hallaron método más refinadamente cruel que privarlos de ella. Unos murieron y otros sobrevivieron, pero a todos se los confinó en la nada. Por ello, testimonios como el del presente libro son y siguen siendo imprescindibles para conocer la dimensión del cinismo, la cobardía y la maldad con que el régimen soviético engañó a las gentes a las que pretendía llevar al paraíso en la tierra.

De todos los testimonios que siguieron a la engañosa apertura posestalinista (en la que se trató de que todo siguiera como estaba tras un mínimo lavado de conciencia de los responsables), el más impresionante por su impresionante fuerza expresiva y su verdad sigue siendo Contra toda esperanza, de Nadiezhna Mandelstam, esposa y luego viuda del gran poeta Ossip Mandelstam. La traigo a colación porque, a diferencia del texto de Nadiezhna, el de Chukóvs­­kaia aparece como un testimonio sereno en la forma y tan demoledor como el otro en el fondo. Chukóvskaia fecha su libro en el año 1974, en el que hubo de enfrentarse “desvalida, casi ciega y sin apoyo alguno”, como se explica en la contraportada del libro, a un jurado en una sesión de la todopoderosa Unión de Escritores que había de decidir si podía seguir publicando (con censura, naturalmente) o si sus libros debían ser eliminados de las bibliotecas del país y de la historia literaria de Rusia.

El relato de sus desventuras y de las de compañeros escritores está escrito, como dije, con la admirable serenidad propia de una persona que decidió encarar su destino y no darse por vencida. El texto es más propio de una fe de vida que de un testimonio desgarrado, y asombra la entereza de la autora. El orden, el temple y la precisión con que narra el horror no lo atemperan, sino que lo potencian; muestra a una mujer excepcional que, tras haber escrito este libro en penosas condiciones personales y físicas, fue capaz de continuar corrigiéndolo hasta tres años después. En la URSS no hubo piedad para con las gentes de ideas, pero la intención no fue eliminarlos sino destruirlos, no fusilarlos sino reducirlos a la nada. Sabían bien que destruirlos psicológicamente era la mejor manera de acabar con su legado; tras ello, bastaba con borrar su obra de la literatura soviética. Su arma era el olvido total, la nada; sus medios, un verdadero catálogo de la maldad.

Cuando en el libro ella cita un fragmento de un artículo oficial sobre Batjin (“por lo visto, un culo de mal asiento”, dice con salvaje ironía), comenta: “Poco después de la publicación de su libro sobre Dostoievski, M. M. Batjin se estableció en la frontera entre Siberia y Kazajistán, en la ciudad de Kustanái”, y apostilla: “Vivía en Leningrado, luego cogió y se mudó. A una zona remota, a Kustanái”. Mantener el tipo con semejante sarcasmo requiere un espíritu muy especial. Hay muchos testimonios de esos años de espanto, pero esta actitud es la que hace a este diferente.

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Autora: Lidia Chukóvskaia.


Traducción: Marta Rebón


Editorial: Errata Naturae, 2020.


Formato: tapa blanda (288 páginas).


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