Los premios Grammy más turbios
La industria musical se resiste a enmendarse, más allá de lo meramente cosmético
Los premios Grammy de este año han llegado en un momento feo para la organización responsable, la Recording Academy. Pocos meses después de que la Academia de la Grabación intentara modificar una imagen excesivamente machista al contratar a Deborah Dugan como CEO, la ejecutiva fue suspendida en sus funciones por lanzar acusaciones de conducta sexual inapropiada contra el todopoderoso abogado de la Academia.
Visto desde fuera, todo resulta muy raro. Al contratar a la Dugan sabían que se trataba de un hueso duro de roer. Superviviente de discográficas turbulentas como Capitol o SBK, responsable mundial de las publicaciones de Disney Publishing Worldwide durante ocho años, poseedora de una gran agenda de contactos tras su paso por Red, la marca de Bono que combate el sida en África…nadie podía pensar que se conformaría con ejercer de mascarón de proa en la era del #MeToo.
Cierto que Dugan tampoco aspira a incinerarse en la presente batalla: ha propuesto a la Academia un acuerdo extrajudicial de ocho dígitos a cambio de retirar sus denuncias. Y cabe imaginar que tiene artillería de reserva: de momento, ha revelado irregularidades financieras y —esto sí que hace daño— chanchullos en la selección de candidatos para el casi centenar de categorías que constituyen los premios Grammy.
Un verdadero torpedo contra la Recording Academy. Los artistas siempre han querido creer que ganaban por sus méritos propios, no por manipulaciones en la obscuridad. Aunque algunos aceptaban los apaños: Michael Jackson intentó movilizar a su discográfica para llevarse en solitario el Grammy como productor por Thriller, alegando que Quincy Jones ya tenía demasiados trofeos. Pero, en general, el artista venera esos premios, que ocupan lugar de honor en su estrategia promocional, se trate de una cantante teen o de un instrumentista de música barroca.
El ego de los artistas requiere la continuidad de los Grammy. En términos económicos, tienen poco sentido. Anteriormente, durante la semana posterior a los premios se registraban considerables aumentos de ventas en los discos triunfales; ahora, con el desplazamiento a otras maneras de consumo, el impacto es modesto y de ninguna manera compensa la millonada que supone montar la ceremonia y los eventos paralelos. Hasta participar resulta menos atractivo: las bolsas de “swag”, los regalos que reciben los artistas presentes, ahora son considerados ingresos fiscalizables y deben ser declarados.
Pero the show must go on. Urge mantener una ilusión de normalidad cuando la industria discográfica ha visto la reaparición de un añejo monstruo: la payola. Es decir, el pago en dinero, bienes o servicios a cambio de pinchar determinadas novedades en emisoras claves. Un flanco débil que fue utilizado a finales de los años cincuenta para intentar detener la ascensión del rock and roll y que se reanima ocasionalmente: hace quince años, se saldó con multas millonarias a disqueras y cadenas radiofónicas.
Una práctica prohibida que, según un reportaje reciente de Rolling Stone, se mantiene detrás de unas mínimas precauciones: los tratos corren a cargo de promotores independientes y, en vez de prostitutas y farlopa, ahora el dinero suele terminar en camisetas y vallas publicitarias. Pero sigue siendo otro de los secretos sucios de la industria.
Babelia
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