El huracán de Raphael no amaina en su versión 6.0
El cantante más temperamental reabre el WiZink con un concierto extenso y rutilante para celebrar su sexta década de oficio
Nadie puede con Raphael, ni siquiera el maldito bicho. En el año más chuchurrío de nuestras vidas, ese que hasta en sus estertores sigue sirviendo como sinónimo de cochambre y penuria, llegó el de Linares y se las ingenió para permanecer fiel a su cita navideña con el Palacio de los Deportes. Qué milagro preservar un ritual en un momento en que los tenemos todos, toditos desbaratados. Y qué hermoso que quien logre sobreponerse a las adversidades sea un hombre en sus setenta y muchos, una generación a la que reverenciábamos por su sabiduría hasta que pasamos a catalogarla con esa pavorosa terminología de la incertidumbre: grupo de riesgo.
Era muy emocionante, mucho, regresar a un WiZink con todos sus graderíos desplegados y 5.000 almas -el 40% del aforo- alternando el pálpito de la fascinación y el reencuentro. Todos los trabajadores del recinto se habían sometido a una PCR (otro neologismo para la pesadilla) y la sensación en las butacas era de disfrute sosegado.
Da igual. Estaban las huestes de los raphaelistas, que son muchos, entusiastas, heterogéneos y bien avenidos. Y estaban aquellos que, sin necesidad de abrazar militancia alguna, aún conservan intacto el sentido del asombro. ¿Y cómo no admirar a un caballero que, a la altura del otoño número 77, aún conserva una voz descomunal, es capaz de enarbolar un repertorio de 29 títulos y permanecer a pie quieto durante dos horas y cuarto encima de un escenario?
Nos ha acostumbrado Miguel Rafael Martos a ejercer la valentía durante su vida y carrera, así que tenía lógica que en la temporada de todos los retraimientos fuera él quien optase por dar un paso al frente. Abrió fuego a las siete con la puntualidad de un reloj suizo, escoltado por esa rutilante alineación de 17 músicos —cuerdas y metales incluidos— que se comporta como lo que él mismo es: un huracán avasallador. Y demostró que, aun proviniendo de la canción melódica y nada contestataria de los años sesenta, es posible alcanzar una madurez dignísima y de confección muy renovada. Henchida con frecuencia (Yo soy aquel) de ese pop electrónico que en la era prepandémica alimentaba las madrugadas de nuestras ciudades.
No hizo excesivo alarde Raphael, con lo amigo que siempre fue del manierismo, de la excepcionalidad inherente a la jornada. Ni siquiera hizo uso de la palabra hasta los 25 minutos, cuando se limitó a constatar la “felicidad grande” del momento y la importancia de que “esto empiece a rodar”. Pero hubo algún gesto de belleza sutil, un adjetivo al que no estábamos acostumbrados en el ecosistema del raphaelismo. Así, el detalle de rescatar una pequeña joya semiolvidada de hace 28 años, aquel Ave Fénix de Alberto Cortez, como símbolo de renacimiento, de vuelo que se levanta una vez más a pesar de la turbadora tormenta.
Ventajas de llevar seis décadas, seis, sobre las tablas. El fondo de armario del señor Martos es inconmensurable, oigan. Atesora Raphael 12 o 15 clásicos que deben aflorar cada noche, porque más de un espectador se llevaría en caso contrario un soponcio. Y procede hacerle hueco a las novedades, que para eso dispone de un nuevo álbum de dúos y versiones, 6.0, recién desembarcado en las tiendas (¿Hemos mencionado ya que a este hombre no le para nadie?). Pero entre tantas exigencias del guion también puede colarse la colérica y excelente No vuelvas (1966), ejemplo de enfurruñamiento temprano. O, de aquel mismo y remoto EP, la encantadora Estuve enamorado, construida por Manuel Alejandro —ahí queda eso— a partir de una cita del Day Tripper de The Beatles.
Algunos arreglos son tan enfáticos e innovadores que Raphael puede llegar a colarse en la mismísima Mi gran noche, donde comenzó una estrofa ocho compases antes de tiempo. Algo parecido le sucedió (aunque de manera más disimulada) con Me olvidé de vivir, un clásico (1978) de Julio Iglesias y Ramón Arcusa que este año ya había revivido gracias a una lectura espléndida de los estadounidenses The Mavericks. Le acompañaba para la ocasión el onubense Manuel Carrasco, otro integrante ilustre en la nómina de admiradores jovenzuelos. Igual que Pablo López, segundo invitado de la jornada, que estrenó esa canción (Treinta y seis) con la que testimonia lo mucho que le enorgullece escribir para su ídolo. Es un ejemplo de escritura autorreferencial y seguramente autocomplaciente, pero Raphael bien vale un exceso.
“Madrid, les amo tanto, tanto”, proclamó Raphael a las 21.15, en inconfundible modo rociojuradesco, antes de hacer mutis y reservar fuerzas para la cita de este domingo. No hay virus que valga: solo los funestos designios biológicos detendrán algún día a este prodigioso torbellino de la naturaleza.
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