‘McCartney III’: andanzas de un viejito capaz aún de saltarse cualquier guion
El exBeatle repite la experiencia en completa soledad de sus álbumes de 1970 y 1980 y sale asombrosamente bien parado
Hay muchas cosas que anotar, siempre, en torno a un nuevo disco de Paul McCartney. Pero la primera y más asombrosa, en el caso que nos ocupa, es que un hombre de 78 años y con seis décadas de carrera siga resultando todavía perfectamente impredecible.
Por lo pronto, este disco no entraba en los planes de nadie, así que su mera existencia ya supone una bendición. Macca había planificado un intenso año en la carretera (¿recuerdan que nos íbamos a encontrar en Montjuïc?), pero el confinamiento, por aquello de la necesidad y la virtud, le abocó a escribir nuevo material. Y en ese proceso de reclusión ensimismada, los predecesores más obvios eran McCartney (1970) y McCartney II (1980), dos trabajos rigurosamente en solitario, con Paul tocando y cantando cada nota, que además comparten otra característica esencial: hoy se los considera referenciales, pero en su día —y ahí están las hemerotecas— fueron vilipendiados con saña cruenta.
Con McCartney III no sucederá tal cosa, aunque solo sea porque los dislates escritos ahora tienen alcance universal y los antecedentes invitan a no repetir el mismo error por tercera vez. Pero sí hemos de lanzar dos avisos previos, perfectamente complementarios entre sí. El primero: no nos encontramos ante un disco sencillo ni de ingesta amable o instantánea. El segundo: esta nueva entrega se torna fascinante en muchos aspectos, lo que de paso sirve para corroborar que la verdadera genialidad no se diluye en cuestión de pocos años.
El mundo entero se preguntó hace medio siglo cómo demonios el mismo artífice de la cara B de Abbey Road, tal vez la suite más portentosa en la historia del pop, había sido capaz de grabar apenas medio año más tarde un disco desaliñado, fragmentario, ínfimo. Tardamos en comprender que McCartney preconizaba con modos casi visionarios el intimismo y el lo-fi. Tampoco parecían inteligibles los devaneos con las cajas de ritmos y los teclados de baratillo allá por 1980, justo tras casi una década de melodías prístinas al frente de los Wings, pero los clubes más distinguidos y noctámbulos acabaron enloqueciendo al ritmo de Temporary Secretary. La tentación transgresora no es tan radical ni acentuada en el caso de McCartney III, pero parece evidente que ningún LP de vocación mayoritaria se abriría jamás con Long Tailed Winter Bird, un (casi) instrumental de cinco minutos cimentado en torno a un obstinato de Mi agudo repetido hasta la extenuación. Nada pesadillesco, descuiden: acabarán tarareándola todo el fin de semana.
Tampoco se alinea con los cánones del consumo rápido la pieza más extensa y asombrosa del disco, esos ocho minutos largos de Deep Deep Feeling, un diabólico laberinto sonoro en torno a una especie de mantra sobre el amor. Los oyentes familiarizados con la obra de Macca durante el nuevo siglo podrán encontrar paralelismos estilísticos con dos de sus discos más experimentales, Electric Arguments (2008), firmado junto a Youth bajo el alias de The Fireman; y, sobre todo, Chaos And Creation In The Backyard (2005), la última y descomunal obra maestra del liverpuliano. Pero quienes prefieran el sonido pulcro, afable y ligeramente engolado de sus tres trabajos más recientes, Memory Almost Full (2007), New (2013) y Egypt Station (2018), harían bien en mantener esta vez una prudente distancia de seguridad.
Que no cunda el pánico, porque hay margen razonable para una escucha sin excesivos sobresaltos. Pretty Boys es el enésimo ejemplo de genio melódico, un tiempo medio de cuerpo sonoro creciente. Find My Way podría descodificarse como indie acelerado, contemporáneo y adictivo, más aún en sus pasajes en falsete. Lavatory Lil nos recuerda que el hombre a quien sus detractores caricaturizan como un autor remilgado y burgués había escrito Helter Skelter a los veintipocos, un lustro antes de que nadie escribiera el adjetivo heavy en una crónica musical. Y Slidin’, ojo, podría colarse en un álbum de los Black Keys con bastantes más galones que algunos de los éxitos de Dan Auebach.
Siempre queda el peligro de la autoindulgencia, claro, y más a una edad ya provecta y sin un productor en la sala que pueda formular educadamente algunas objeciones. Una supervisión más estricta quizá hubiera arrugado el entrecejo con la inane Seize The Day y la liviana Deep Down, o albergaría alguna duda respecto a Women And Wives, donde la voz de sir Paul, más que añeja, parece congestionada. Pero el maccartiano militante levitará al llegar a The Kiss of Venus, que recupera ese característico arpegiado acústico patentado ya en tiempos de Blackbird y apuntalado varias décadas más tarde con Jenny Wren. Y comprobará que aquel Paul campestre y bucólico que le cantaba al “corazón del campo” a principios de los setenta revive con la adorable y (aquí sí, canónica) When Winter Comes.
Ah, que nadie piense en malos farios por la colocación de un tema titulado Cuando llega el invierno como colofón para un disco editado a una edad ya bastante seria. Macca lo tenía casi escrito desde mediados de los noventa y su revisión sirvió como espoleta para todo el proceso creativo de este álbum. El decimoctavo en nombre propio, a los que debemos sumar una veintena entre Beatles y Wings, los tres de The Fireman y hasta algunos devaneos sinfónicos. Pues bien, es ese viejito de currículo abultadísimo el que aún es capaz, a estas alturas, de saltarse el guion y pillarnos con el pie cambiado. Asombrémonos: Paul sigue muy vivo.
Babelia
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