Ensayo fotográfico en las entrañas de la Pachamama
Miquel Dewever-Plana documenta en el libro ‘Vale un potosí’ el extremo sufrimiento de los mineros bolivianos en el mítico Cerro Rico
Con el rostro bañado en sudor por el calor asfixiante, entre polvo y gases de arsénico, que abrasan la garganta; extenuados, cada día los mineros bolivianos del Cerro Potosí entran en los túneles excavados en esa montaña con el sueño de encontrar una veta que les proporcione plata para un mayor bienestar de sus familias. Esa vida que la mina acorta a chorros centra el ensayo en imágenes Vale un potosí (editorial Blume), del fotógrafo y realizador francés Miquel Dewever-Plana. El autor explica, por teléfono, que decidió su profesión cuando supo de primera mano “la historia de sufrimiento de los pueblos mayas de Guatemala”. Desde entonces, son ya 25 años de trabajos en América Latina. A aquella iluminadora experiencia, Dewever-Plana (París, 59 años) sumó la decisiva lectura de Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano. “Todos mis proyectos se relacionan con ese libro”, que, de hecho, comienza con la fiebre del oro y la plata, con Potosí —fundada en 1545 por los españoles—, como símbolo de la explotación colonial.
A él le ha interesado contar “por qué esas personas trabajan en ese sitio y en esas condiciones; entrar en la mina del Cerro Potosí es morir un poco cada día”, añade. La razón para intentar vivir a más de 4.000 metros de altura en la cordillera de los Andes no es otra que la económica: “La mayoría de los mineros vienen del campo, de tierras que ya no producen; o bien lo hacen para que sus hijos puedan ir a la escuela, algo que ellos no tuvieron”.
Este fotoperiodista pasó nueve meses entre ellos, repartidos en cuatro viajes. Como explica su colega Gervasio Sánchez en el prólogo del libro, la de Dewever es una forma de trabajar en la que “se empapa de la esencia” de los temas que aborda. “El sentido de lo que hago es para devolver a estas personas lo que ellos me ofrecieron”, añade él, que ha enviado 500 ejemplares gratis de su libro a los mineros para que vean cómo les ha retratado. “Las primeras semanas no iba con las cámaras, lo importante era explicarles por qué quería hacer esta publicación”. Ese comienzo no fue fácil: “El Gobierno de Evo Morales había legislado para permitir trabajar en la mina a adolescentes a partir de los 14 años, algo que la prensa europea criticó mucho. Pero cuando uno ve por qué lo hacen, en vacaciones y para ayudar a sus familias, lo entiendes”.
Luego llegó el momento de bajar a las entrañas de la tierra, de fotografiarles arrancando el mineral a la Pachamama, como la llaman los indígenas, y de tomar más de 40 retratos únicamente con la luz del faro de su casco, cuenta. Dewever los capturó con los ojos llorosos, rostros polvorientos y, en algunos casos, los carrillos hinchados por la hoja de coca que mastican para combatir el mal de altura y el agotamiento. Además, incluyó testimonios, como el de Nelson Espinoza: “Hay momentos en que tu cuerpo dice basta, ya, no aguanto más. ¿Por qué me tocó vivir esta vida?”. También los muestra rezando u ofreciendo cigarrillos y alcohol en pequeños altares dentro de la mina al Tío, la deidad demoniaca a la que veneran, representada en arcilla y con un gran pene. Todo con la esperanza de que les ayude a encontrar una veta.
Dewever explica que los mineros trabajan en cooperativas, unas 30, con un total de unos 6.000 socios. “Cada uno de ellos excava en una galería y de lo que saca, una parte va a la cooperativa y otra al Estado”. En la época de la colonización española la montaña, conocida también como Cerro Rico, escondía tesoros de plata, lo que aupó a Potosí como una de las ciudades más ricas del mundo, y financió al imperio español. Junto al trabajo de Dewever, el libro incluye un relato de la periodista y escritora Isabelle Fougère, una novela negra que cuenta lo que el fotógrafo, pero literariamente.
Si el interior de Cerro Rico es asfixiante, con los mineros condenados a la silicosis, el desolador paisaje exterior señalado por el fotógrafo muestra una tierra contaminada. Un daño que “está en el aire, en el agua… pero de ello no se habla mucho porque no le conviene a las autoridades”.
Otro grueso apartado del fotolibro está dedicado a las mujeres de esta mina, “que tienen unas condiciones de vida peores, porque ellos al menos tienen el sueño de encontrar una buena veta”. Son las palliris, las encargadas de separar los minerales de la roca estéril cuando los sacan a la superficie, o guardianas de los túneles. “A veces, son viudas de mineros, suelen vivir sin agua, ni electricidad, y con el riesgo de sufrir abusos sexuales”. Dewever se inspiró en un cuadro, La Virgen del Cerro Rico, del siglo XVIII, que representa la coronación de María, con esta incrustada en la montaña y su manto como si fueran las laderas del cerro. Así quiso retratar a las indígenas, con esa forma triangular que supone colocarlas con el cerro a sus espaldas. Una de estas mujeres es Lucía Armijo, de 45 años, que en pocas líneas describe los golpes que le ha dado la vida: solo fue dos años a la escuela porque sus padres eran pobres, se casó con un hombre “que solo era bueno para beber, pegarme y dejarme embarazada”, dice. Las mujeres como ella vigilan las entradas de los túneles para que no haya robos: “Somos como los guardianes del templo, pero nadie nos respeta ni valora como merecemos”.
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