Sigmund Freud se pone el fez
La cineasta Manele Labidi estrena en España su ópera prima ‘Un diván en Túnez’, una comedia sobre psicoanálisis en el país magrebí
Manele Labidi (París, 38 años) es y no es Selma, la protagonista de Un diván en Túnez, el primer largometraje de la directora, que se proyecta estos días en las salas de cine de España. Ambas han pasado buena parte de sus vidas en Francia pero proceden de familias tunecinas y usan su profesión —Selma como psicoanalista, Labidi como cineasta— para entenderse a si mismas, sus raíces y su lugar en el mundo. “Selma es una ficción absoluta, de la A a la Z”, recalca enfáticamente Labidi en una videollamada pero admite que dentro del personaje “están muchos elementos que se pueden considerar autobiográficos”.
En la película, el personaje que interpreta Golshifteh Farahani regresa a una Túnez pujante pero todavía acostumbrándose a los cambios que ha traído la revolución de 2011. Su plan de abrir un consultorio, adornado con un retrato de Sigmund Freud portando un fez, encuentra todo tipo de reacciones. Los mayores no entienden que clase de médico no da recetas mientras que a su prima adolescente le parece absurdo que regrese a la tierra de sus padres si bien pudiera vivir en París o Londres.
“Nací en una familia tunecina y el arte, como profesión, era impensable. No era de lo que podías vivir” explica la cineasta. Cursó Estudios Clásicos en la universidad y después buscó una profesión estable. “Una vez que tenía todo resuelto fue cuando me atreví a comenzar de cero”, recuerda Labidi. “Empecé a escribir más seriamente y me inscribí en la escuela de cine de La Femís en París y encontré a gente que me enfiló a mi carrera”. Sin embargo, señala que no todo lo que ha aprendido ha venido de estudiar: “Creo que la mayor escuela es la vida. Siento que he vivido varias vidas en una sola. Eso es lo que alimenta mis ideas, mis guiones”.
Desde pequeña disfrutaba de observar a sus familiares y vecinos, tanto en París como cuando visitaba Túnez en vacaciones. “Lo que siempre me impactó fue esa mezcla del absurdo del sistema social con la autenticidad de las personas y, por debajo de la alegría, casi imposible de palpar, una corriente de melancolía”, rememora la realizadora, quien considera que el largometraje es una especie de homenaje a su familia, sus vecinos, "a la clase media del sur de Túnez, a los que están entre tradición y modernidad”.
Labidi confiesa que lo que probablemente sea más autobiográfico de Un diván en Túnez es la relación de Selma con el país: “Es un te quiero pero no te quiero. Ella llega con un sentimiento de ingenuidad aunque también de superioridad, porque viene de Francia y tiene un diploma pero a la vez no conoce Túnez”.
Aunque muchos le aconsejaron acentuar las diferencias culturales —ya sea para aumentar el conflicto o crear más situaciones cómicas— la cineasta rehusó vehemente caer en esos antagonismos. “No me lo creo porque no es algo que he vivido, ni de un lado ni del otro”, argumenta Labidi e indica que el conflicto reside en la búsqueda de identidad de Selma, quien “no es de aquí ni de allá”. El filme mantiene cierta ambigüedad sobre si la protagonista logra encontrar un equilibro dentro de ella entre sus dos países pero en el trayecto aprende a ver de forma diferente a quienes le rodean y ellos, a su vez, aprenden de ella.
“La película habla de pequeños problemas cotidianos, que son universales”, señala Labidi. Admite que sí existe una lectura política de su obra pero que no es necesaria para disfrutarla. “La gente que no sabe nada de Túnez, ¿qué va a ver? Unos padres que intentan criar a su hija adolescente de la mejor forma posible, un padre que lucha contra el alcoholismo, un hombre que tiene problemas de identidad de género. Eso es algo que ocurre en cualquier sitio. Es, al final, una película sobre la vida”.
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