Olivia de Havilland: heredera de un mundo
Aunque la muerte de la actriz puede resultar al público joven una noticia del más allá, conviene revisar el cine de una mujer con tendencia a lo desvaído
A algunos lectores jóvenes la noticia de la muerte de Olivia de Havilland con 104 años de edad les resultará posiblemente una noticia del más allá; y lo es, por encima de la longevidad extraordinaria de la actriz. No había apenas memoria de ella, ni un culto a Havilland (y quizá sí lo tenga su hermana menor Joan Fontaine entre cinéfilos de la tercera edad), aunque en los últimos meses se la ha visto en el contexto de las protestas antirracistas que salpicaron también a Lo que el viento se llevó. Conviene recordar, sin embargo, que ella no era la mujer brava de la película, sino la modosa, y las frases (o lemas) que se han oído en los reportajes los decía con mucho énfasis la Señorita Escarlata de Vivien Leigh, un tipo de actriz muy distinto al suyo.
Muere Olvia de Havilland a los 104 años
Olivia (y su hermana Joan) estudiaron y trabajaron en teatro y en cine con el maestro Max Reinhardt, siendo el debut de la mayor nada menos que interpretando el personaje de Hermia en El sueño de una noche de verano, una película firmada a medias por Reinhardt y su gran discípulo William Dieterle, que, no estando del todo lograda, fue importante no solo por el modo de hacer a Shakespeare con algo de stravaganza de musical de Broadway, sino como semillero de una cierta vanguardia europea traspasada al mainstream. Pero es difícil resumir una carrera tan larga y cambiante, ni siquiera teniendo en cuenta que en sus últimos cuarenta años de vida Havilland se apartó del cine.
Es difícil resumir una carrera tan larga y cambiante, ni siquiera teniendo en cuenta que en sus últimos cuarenta años de vida Havilland se apartó del cine
El mundo al que asocio su rostro y sus maneras es el del western tradicional y antisimbólico y el cine de aventuras de capa y espada, pero si he de elegir la imagen más poderosa de una mujer con tendencia a lo desvaído me quedo con dos papeles fuertes y llenos de aristas. El primero fue en 1949 el de Catherine Sloper en La heredera (1949), la sugestiva adaptación de William Wyler, un director no siempre sutil, de la obra de teatro basada en la gran novela de Henry James Washington Square.
Aunque a ratos un poco envarada, Olivia de Havilland responde con brío y misterio al desafío de la historia jamesiana y al de enfrentarse a actores de la talla de Montgomery Clift y Ralph Richardson. El último de gran relieve es el de Canción de cuna para un cadáver (1964), de Robert Aldrich, donde Olivia y su partenaire Bette Davis se ponen góticas en plan comedido, en una película que, sin ellas dos, no pasaría de ser un remedo de ¿Qué fue de Baby Jane?
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